3/5/2020 Las figuras Saint-Simon y Comte en el nacimiento de la sociología de Francisco AyalaRead NowLas figuras Saint-Simon y Comte en el nacimiento de la sociologíaLa figura de Saint-Simon. Su papel en la fundación de la sociología. Entre los precursores que cita Comte en su breve catálogo de filósofos cuyo pensamiento ha influído en la constitución de la Sociología no figura el nombre de aquel que, sin duda alguna, ejerció una acción personal e intelectual más directa sobre su espíritu: el conde de Saint-Simon. Perteneciente a la aristocracia del antiguo Régimen, y habiendo transcurrido la mayor parte de su existencia durante el siglo XVIII—Saint-Simon nació en París el 17 de octubre de 1760; su vida se prolongaría hasta 1825—, este pensador representa, en efecto, cl eslabón entre los enciclopedistas (de quienes fue discípulo, especialmente de Condorcet) y el fundador de la Sociología, que lo proclamaba maestro suyo, por más que luego surgieran entre ellos puntos de discordia, llevados hasta la definitiva ruptura. Situada, pues, en el gozne de dos siglos, la vida de Saint-Simon dominaba ambas vertientes, y estaba cargada de experiencias. Había participado en las luchas de emancipación de la América del Norte, y había asistido a la Revolución francesa, a la que saludó con alborozo, no hallando en ella otro motivo de crítica sino el de no haber profundizado bastante en la deducción de las consecuencias implícitas en sus principios, extrayendo sus últimas posibilidades. “La Declaración de los Derechos del Hombre —escribe en Industries—, que ha sido considerada como la solución del problema de la libertad social, no fue en realidad sino su enunciado.” Saint-Simon había recogido de los enciclopedistas la preocupación de coronar el edificio de las Ciencias con una Física social o teoría positiva de la sociedad. La Gran Revolución—que se produjo cuando él era ya un hombre maduro--vino a completar sus ideas, de un corte sociológico todavía confuso, pero cargadas de futuro dentro de su carácter asistemático y precientífico. Por lo pronto, ya él atribuye a la Física social la misión de poner término a la terrible crisis en que había caído la sociedad, anticipando o, mejor dicho, fundando resueltamente un punto de vista cuya radicalidad para nuestra disciplina nunca se habrá ponderado bastante. Percibe también que las realidades sociales sólo pueden captarse en la participación activa, y desde dentro; y en este hecho basa, hasta cierto punto, la posibilidad y perspectivas de aquella misión salvadora frente al caos. Por eso, su atención está más enfocada hacia el futuro que hacia el pasado o el presente. “La Filosofía del siglo XVIII ha sido revolucionaria; la Filosofía del siglo XIX debe organizar.” “La reorganización social está reservada al siglo XIX”, repite. Y ¿cuáles serán los rasgos del nuevo orden? Deberá “combinar la asociación en interés de la mayoría de los asociados”. Se trata de producir una integración que incorpore el pueblo a la Sociedad, asociándolo con sus jefes en calidad de colaborador y no como mero súbdito. Aspírase en definitiva a una organización igualitaria, de la que se excluyan no sólo todos los privilegios procedentes del nacimiento, sino en general toda especie de privilegio, ya que el principio de la asociación sustituirá en ella al principio de la dominación. Dentro de la futura sociedad cl criterio decisivo de la organización será el trabajo. “En la industria (entendida en una acepción amplia) residen en último término todas las fuerzas reales de la sociedad”, escribe Saint-Simon en el Catéchisme des Industriels. En una sociedad de trabajadores, por otra parte, todo tiende hacia el orden de modo natural, por cuanto que ella expresa rectamente las verdaderas fuerzas sociales; el desorden proviene siempre de los ociosos... A esta sociedad se llega, según la visión saint-simoniana, en un proceso cuyo desarrollo se explica mediante el juego de las siguientes tendencias que bien pudiéramos caracterizar como leyes sociales: en primer lugar, la tendencia a una continuada extensión del principio de asociación desde grupos humanos muy pequeños, pasando por grupos cada vez mayores, hasta el formado por la humanidad entera; en segundo lugar, la tendencia el progreso en cl conocimiento e inteligencia humana, desde las culturas primitivas hasta la civilización superior, progreso que se observa en despliegue paralelo al de la sociedad. Al describirlo, esboza Saint-Simon la ley comtiana de los tres estados, como una de tantas anticipaciones ofrecidas en su pensamiento a la ciencia sociológica. Tales estados serían: feudalismo, revolución y sociedad industrial; o, en otros términos, las formas económicas feudal, liberal y socialista... Puede advertirse, según esto, una comprensión de la dinámica social dentro de estructuras ordenadas. Así como la interpretación del presente a la manera de etapa crítica, abocado a la transición de una fase a otra, transición que, sin embargo, no debe superarse como efecto de ninguna especie de mecanismo externo, sino por obra de un conocimiento adquirido desde dentro y científicamente formulado. Otra anticipación, también sustancial, de Saint-Simon está dada en el contraste conceptual que establece al distinguir en el curso del proceso histórico entre “períodos orgánicos” y “períodos críticos”. Con su riguroso paralelismo en el estilo mental dominante (pensamiento sintético y pensamiento analítico, y aun crítico). La analogía con las ideas comtianas al respecto no necesita siquiera ser subrayada. Todavía es necesario completar estos rasgos con la indicación de una tercera línea tendencial en el proceso histórico: la del alivio que acompaña el proceso social en cuanto al hecho de la explotación del débil por el fuerte, en el tránsito desde las condiciones de la esclavitud a las de la servidumbre, y de las de ésta a las del asalariado, forma última de explotación que estaría destinada a desaparecer, sustituida por la cooperación. La personalidad de Augusto Comte, el ambiente de su vida y la fundación de la sociología. Habida cuenta del significado que, en todo caso, inviste la constitución de una nueva ciencia como disciplina independiente, se advertirá que La usual atribución a Comte del título de fundador de la Sociología no tiene un mero valor anecdótico ni es siquiera cuestión secundaria. Por de pronto, a él se debe, como sabemos, el nombre de nuestra ciencia, y no podría ignorarse el poder formativo que la denominación comporta cuando se trata de objetos culturales. Pero es que, además, le prestó una primera acuñación cuyos rasgos generales la han dotado de fisonomía permanente y, digámoslo, definitiva. Pues no sólo estableció la posibilidad, legitimidad y urgencia de convertir la materia social en objeto de conocimiento científico, y no sólo impuso a este conocimiento científico un nombre—el de Sociología—luego universalmente aceptado, sino que también fijó los ideales permanentes de la nueva ciencia (en cuanto que se dirige a racionalizar en su movimiento y estructuras la conducta social del hombre) y las condiciones en que puede desenvolverse. Augusto Comte nació en el año 1798, apenas transcurridos los más agudos acontecimientos de la Gran Revolución (“la crisis salutífera cuya principal fase había precedido a mi nacimiento”, según él mismo escribe en el Prefacio personal, fechado en 1842, al VI tomo de su Curso), dentro de un hogar de arraigadas tendencias conservadoras, en el seno de una “familia eminentemente católica y monárquica”. Su infancia transcurrió bajo la experiencia napoleónica, que - cabe presumirlo—apasionaría, igual que al mundo entero, el tierno mundo estudiantil del Colegio de Montpellier donde realizó sus primeros estudios. Su juventud vio cumplirse los sucesivos ensayos políticos de los regímenes que, en los decenios siguientes a la caída del Emperador, se aplicaron a borrar las huellas de la Revolución... Una cabal inteligencia de la obra de Comte exige tener en cuenta, tanto las influencias intelectuales que recibiera, como las influencias ambientales. Con ello se atenderá a un requisito metódico que él mismo hubo de establecer con carácter de generalidad, y que, ante todo, debe ser aplicado a sus propias construcciones. Interesa, pues, consignarlo: toda su generación está dominada por el gran acontecimiento histórico sin el cual —son también palabras suyas—ni la teoría del progreso ni, por consiguiente, la ciencia social hubieran sido posible: la Revolución francesa. Si los hombres de la generación siguiente pudieron comprobar que esta gran catástrofe histórica había dejado en pie mucho más de la vieja estructura social de lo que a primera vista hubo de creerse, la generación a que Comte pertenecía contemplaba todavía el acontecimiento bajo cuyo signo viniera al mundo como un hundimiento completo y definitivo del anterior orden. Ni los esfuerzos de las sucesivas asambleas revolucionarias, ni el fenómeno napoleónico, ni el intento de la Restauración, daban respuesta a la gran interrogante que constituía por entonces el problema vital de todas las conciencias despiertas: cuáles habrían de ser las condiciones del nuevo orden. Todas las grandes cabezas de esa generación se esfuerzan por hallar respuesta, de una manera u otra, a este problema, y su común preocupación presta un característico aire de familia a pensadores de las más opuestas tendencias. Probablemente el fracaso de la Restauración debió ser interpretado por nuestro poderoso pensador como una prueba decisiva de que la gran crisis desencadenada con aquel magno suceso era tan definitiva como profunda, y que abría perspectivas sobre un futuro de caracteres por completo distintos. Su organización social tendría que ser nueva de raíz; y a una renovación radical se dirigieron, en efecto, todos los esfuerzos de su mente. A los trece años de edad—infórmanos él mismo—había roto ya con las creencias religiosas y con las convicciones políticas de su casa; dos años más tarde comenzaría sus estudios; en el aludido Colegio de Montpellier, del que pasó a la Escuela Politécnica. Al mismo tiempo que consagra sus esfuerzos a las matemáticas y a las ciencias naturales, entra en conocimiento de los filósofos. Un incidente de carácter estudiantil le obligó a abandonar la Escuela, comenzando a vivir en París, donde se encontraba desde 1814, de los ingresos que le procuraba la enseñanza de las matemáticas en calidad de profesor particular. Durante toda su vida conservaría esta actividad, haciéndola compatible alguna vez con el desempeño de otras ocupaciones docentes oficiales. En 1818 se produce su fecundo encuentro con Saint-Simon, casi cuarenta años mayor que él, entablándose una amistad que había de tener poderoso influjo en su obra, influjo cuyo alcance ha sido discutido, sin embargo, la raíz del desentendimiento ulterior de ambos pensadores y de las indicaciones del propio Comte, empeñado en negarlo. Mas, con todo, parece indudable que la imaginación vivaz de Saint-Simon actuó como poderoso estimulante sobre el pensamiento de su joven amigo durante los seis años que duró la relación entre ambos; en esa época, Comte se complace en nombrarse discípulo suyo. En 1824 ya se ha separado de él por completo. Pero la ruptura se había iniciado dos años antes, con ocasión del opúsculo de Comte titulado Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la société. Este trabajo contiene ya en síntesis la obra total que desplegaría su autor durante el resto de su vida. Desde 1822 a 1857 se dedicará a desarrollar con minucioso método ese programa, cuyas dos fases están representadas, sobre todo, por el Curso de Filosofía positiva y por la Política positiva, respectivamente. No obstante, fue en tal dualidad de fases en lo que más tarde tomarían pie varios de sus discípulos, encabezados por Littré, para acusar de inconsecuencia a Comte, pretendiendo incompatibilidad entre el sentido de su obra filosófica y el intento, contenido en su Política positiva, de transformar sus resultados en una religión. “He consagrado sistemáticamente mi vida—puede leerse en el tomo ll de este libro—a extraer en último extremo de la ciencia real las bases necesarias de la sana filosofía, según la cual debía construir después la verdadera religión.” En efecto, los diez últimos años de su vida están dedicados a organizar la Religión de la Humanidad. El problema de la religión positivista como nuevo consenso. Sin embargo, bajo distintos métodos, hay una fundamental coincidencia en el contenido de ambas fases, y no puede negarse la consecuencia profunda del intento comtiano de rematar en una concepción religiosa el sistema que pretendía fundar la sociedad futura. Es resultado de su concepción acerca de las raíces de la gran crisis de su tiempo. Piensa, en efecto, y con razón, que las instituciones dependen de las costumbres, y éstas de las creencias; y descubre en su época una total anarquía de convicción en todos los aspectos. Las perturbaciones del orden no obedecen a simples causas políticas, sino, más allá de ellas, a inestabilidad intelectual, esto es, a la falta de principios comunes a todos los espíritus, a la carencia de unas creencias universalmente acatadas. La base de toda sociedad se encuentra, en definitiva, en el consenso: acuerdo intelectual en un cuerpo de creencias compartidas. La estabilidad de este cuerpo de creencias es lo que funda la inmovilidad de las civilizaciones del Extremo Oriente, y lo que presta aplomo a las sociedades antiguas, tanto como a la Edad Media cristiana. La autoridad espiritual del Cristianismo es un objeto de admiración y hasta de veneración para Comte, pese a estar convencido de que su cuerpo de creencias ha perdido ya eficacia práctica y se ha hecho incapaz de prestar base al consenso. Pero la presencia de esa realidad, que estudia ampliamente, le estimula a buscar una reorganización de las creencias, sustituyendo la fe revelada por otra fe: la demostrada, capaz de fundar el nuevo consenso. Esta nueva fe había de estar basada en la comprobación de la verdad mediante el método científico-—tal como el positivismo lo entiende-—. La Religión de la Humanidad es, pues, la natural culminación y cierre del sistema comtiano; lejos de incurrir en la incongruencia de que se le ha acusado, acredita con ella su profundidad y el enorme vigor de sus intuiciones. Claro está que, pese a todo su poder de síntesis, tenía que fracasar Comte en su tarea de reducir a religión la ciencia, que por su condición misma carece de aptitud para penetrar emocionalmente, en ese sentido específico que corresponde a la experiencia religiosa; y resulta sobremanera sorprendente, no la frustración última de su propósito de fundar la Iglesia positivista, sino, por el contrario, su relativo éxito inicial: el que, no obstante su radical absurdo, consiguiera dar algunos pasos con ella, y todavía hoy conserve, acá y allá, unos cuantos fieles. En su momento, el poderoso misticismo cientificista del fundador dio impulso, en efecto, a la actividad de prosélitos dispuestos a extender su apostolado. Uno de ellos fue el inglés Henry Edger, “el San Juan Bautista de la Nueva Religión de la Humanidad en América”, como se le llamó, quien, a mediados del siglo, se trasladó a Estados Unidos y, después de haber participado durante varios años en una colonia furierista, se dedicó a predicar aquella religión, entrando en una correspondencia con Augusto Comte en la que se encuentran tratados temas de conciencia y de disciplina eclesiástica, tal como, por ejemplo, la disposición de la arquitectura de los templos positivistas, que debían estar orientados hacia París: hizo varias publicaciones y, en fin, emprendió la fundación de una colonia positivista, de cuyo empeño desistiría a falta de colaboraciones y apoyos. Por otra parte, también en Brasil influyó bastante el positivismo, no sólo como filosofía, sino también como religión: actualmente, subsisten templos de la Humanidad en Río de Janeiro y en Porto Alegre, aparte del que se encuentra en París y aun otro, al parecer, en Liverpool... Pero este parcial éxito no excluye el fracaso sustancial de un designio que pretendía verter en emoción religiosa el conocimiento científico, constituído sobre la más fría objetividad. Ese fracaso era tanto más inevitable cuanto que esta última fase del pensamiento comtiano viene a desarrollarse en una época tardía de la vida del filósofo, cuando una nueva generación ha venido a ocupar el primer plano, aportando, con su peculiar sensibilidad, sus preocupaciones y sus problemas particulares. Pero si el Positivismo no suplanta a la fe cristiana en el terreno religioso, pasa a ser la concepción del mundo dominante en una época desprovista de religión y, hasta cierto punto—hasta el punto que consentían las condiciones culturales de la época—, funda, en efecto, un nuevo consenso, un sistema de convicciones intelectuales básicas, hacia el que se desplaza el centro de gravedad de la vida espiritual del Occidente. Sin duda que este nuevo consenso no es, en último extremo, obra suya, ni podía haber sido nunca obra de una personalidad individual; sin duda que el conjunto de vigencias culturales que se cifra en el crédito superior de la ciencia viene del Renacimiento y está unido a los nombres de Bacon y Descartes; sin duda que el auge del método empírico no explica por los éxitos asombrosos y tangibles que habían logrado las ciencias naturales a partir de entonces. Pero todas esas líneas del desarrollo cultural, de las que el propio Comte es un resultado, reciben de su mano un énfasis y un vuelo teorético que las destacará, les dará fijeza y constituirá espiritualmente una etapa de nuestro pasado próximo, que no hemos de juzgar ahora con intención valorativa, pero cuya entidad histórica resulta notoria e innegable. Breve indicación acerca del método comtiano. El positivismo comporta, ante todo, una teoría del conocimiento, cuyas raíces remontan al Novum Organum y al Discurso del Método, pero cuyos antecedentes inmediatos deben hallarse en el pensamiento de algunos enciclopedistas; de manera especial, en la antropología de Condocet. Para el positivismo sólo es legítimo y firme un conocimiento que transcriba en fórmulas racionales los datos de la experiencia sensible. la realidad no puede ser captada sino a través de los fenómenos y sus relaciones; la comprobación en ellas de regularidades permite desprender sus leyes y apresar así los principios de validez universal que pueden suministrarnos alguna indicación indirecta acerca de su esencia. “En el estado positivo—escribe Comte al comienzo de su Curso—, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y el destino del Universo, y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para atenerse únicamente a descubrir, por el uso bien combinado del razonamiento y de la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de similitud. La explicación de los hechos, reducida entonces a sus términos reales, no es ya más que la vinculación establecida entre los diversos fenómenos particulares y algunos hechos generales, cuyo número tiende a disminuir cada vez más los progresos de la ciencia.” Y un par de páginas más adelante añade: “Todos los buenos espíritus repiten después de Bacon que no hay otros conocimientos reales que los basados sobre hechos observados. Esta máxima fundamental es evidentemente incontestable, si se la aplica como conviene al estado viril de nuestra inteligencia. Pero remitiéndose a la formación de nuestros conocimientos, no es menos cierto que el espíritu humano, en su estado primitivo, no puede ni debe pensar así. Pues si, de una parte, toda teoría positiva debe estar fundada necesariamente sobre observaciones, es también visible, por otra parte, que para entregarse a la observación nuestro espíritu necesita una teoría cualquiera. Si al contemplar los fenómenos no los unimos a algunos principios, no sólo nos será imposible combinar esas observaciones aisladas y, por consiguiente, sacar de ellas algún provecho, sino que seríamos incluso incapaces por completo de retenerlas; y con la mayor frecuencia los hechos pasarán inadvertidos bajo nuestros ojos.” Pero Comte descubre, en sí mismo como en sus contemporáneos, un dualismo en cuanto a los métodos del pensamiento, pues mientras para una clase de fenómenos se emplea la explicación causal (fenómenos mecánicos, astronómicos, físicos, químicos y hasta biológicos, cuyas leyes se investigan y utilizan), para otros (tales los que tienen su campo en el interior de la conciencia del hombre o en su actuación histórica y social) se emplea la especulación libre que parte de concepciones metafísicas. Ambas actitudes mentales son, sin embargo, incompatibles desde un punto de vista lógico: el conocimiento reclama una perfecta coherencia metódica. Su coexistencia en la realidad, y el hecho de que el primer método aparezca ganando terreno y desplazando al segundo, le conduce hacia su descubrimiento de la célebre ley de los tres estados, eje de su sistema de Filosofía de la Historia, cuya primera inspiración debe encontrarse en las ideas de Saint-Simon. Comte la enuncia ya en el citado Plan de los trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad, publicado en 1822: “Por la naturaleza misma del espíritu humano, cada rama de nuestros conocimientos está por fuerza sujeta en su marcha a pasar sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico y abstracto y, por último, el estado científico o positivo.” Y al comienzo de su Curso de Filosofía positiva repite en idénticas palabras el enunciado de la “gran ley fundamental” que dice haber descubierto, explicándola todavía así: “En otros términos, el espíritu humano, por su naturaleza, emplea sucesivamente en cada una de sus búsquedas tres métodos de filosofar, cuyo carácter es esencialmente diferente y hasta radicalmente opuesto: primero, el método teológico; luego, el método metafísico, y, por último, el método positivo. De ahí tres clases de filosofías, O de sistemas generales de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos, que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de partida necesario de la inteligencia humana; la tercera, su estado fijo y definitivo; la segunda está sólo destinada a servir de transición.” Debe entenderse que los términos “teológico” y “metafísico” son tomados aquí en una acepción muy particular: el primero, como interpretación de los fenómenos naturales mediante causas sobrenaturales y arbitrarias; el segundo, como una repetición del precedente en términos más pálidos y desvanecidos. De modo que, en suma, pueden agruparse ambos en uno, por contraposición al método positivo. En verdad, la Filosofía positiva de Comte no deja de tener sus propias bases metafísicas, lo mismo en su aspecto de Teoría del Conocimiento que en su aspecto de Filosofía de la Historia. (Sólo que, con su formal y aparente renuncia a la captación de esencias, pudo hacer prosperar el equívoco y sirvió de cauce al furor antimetafísico de la época gobernada por el positivismo y de los desvaríos a que diera finalmente lugar.) Y lo mismo cabe afirmar en cuanto al sentido propio de la Teología: basta recordar lo dicho acerca de la pretensión comtiana de fundar una religión positiva o definitiva, Meta del progreso humano. Comte trata de demostrar la ley de los tres estados por un doble procedimiento: en primer lugar, remitiéndose a la Historia, donde se evidencia que muchas ramas del saber humano han recorrido las tres etapas, Y aquellas que no han alcanzado la positiva siguen, cuando menos, la curva de evolución que conduce a ella: en segundo lugar, remitiéndose a la naturaleza del hombre, que le impone al comienzo una interpreción antropomórfica de la realidad y que, a través de la especialización social, le lleva luego a descubrir las leyes objetivas de esta misma realidad. La clasificación de las ciencias que hace es una aplicación de la Ley de los tres estados, cuyo descubrimiento permitió fundar la Sociología y, con cllo, integrar en un conjunto orgánico el saber humano. El Curso de Filosofía positiva pretende llevar a cabo esa enciclopedia. “En efecto —se lee al comienzo del primero tomo—, la fundación de la Física social, completando por fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible e incluso necesario resumir los diversos conocimientos adquiridos, llegando entonces a un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos presentándolos como otras tantas ramas de un tronco único... A este fin, antes de proceder al estudio de: los fenómenos sociales, consideraré sucesivamente, en el orden enciclopédico expresado, las diferentes ciencias positivas ya formadas.”. La construcción de la sociología: estática y dinámica. La teoría del progreso. De igual manera que la Biología distingue cl punto de vista anatómico del fisiológico, también la Sociología tiene que separar las condiciones estructurales de una sociedad y las leyes de su movimiento. De aquí las dos grandes partes en que dividió Comte el sistema de la sociología: estática social y dinámica social, división que conserva hasta la fecha su valor metódico y que puede estimarse como un punto de vista adquirido en forma definitiva, sobre todo si no se pretende ver en ella una especie de separación mecánica y artificiosa—contra lo que previene Comte con insistencia—, sino más bien una fecunda duplicidad de enfoques. “El dualismo de estática y dinámica “corresponde con exactitud perfecta, en el sentido político propiamente dicho, a la doble noción de orden y progreso” (Curso, tomo IV), cuya armonización compone, reconstruye podría decirse, en el pensamiento comtiano la unidad indiscernible del fenómeno “sociedad”. Corresponde a la estática el estudio fundamental de las condiciones de existencia de la sociedad; a la dinámica, el de las leyes de su movimiento continuo. Según Comte, el verdadero principio filosófico del conjunto de las leyes estáticas del organismo social consiste “en la noción general de ese inevitable consenso universal que caracteriza a todos los fenómenos de los cuerpos vivientes y que la vida social manifiesta necesariamente en su más alto grado. Así concebida, esta especie de anatomía social que constituye la Sociología estática debe tener por objeto permanente el estudio positivo, a la vez experimental y racional, de las acciones y reacciones mutuas que ejercen de continuo, las unas sobre las otras, todas las diversas partes del sistema social, haciendo científicamente, en la medida de lo posible, abstracción provisoria del movimiento fundamental que las modifica siempre gradualmente” (Curso, tomo IV). A partir de ahí se obtendrán las diversas indicaciones estáticas relativas a cada modo de existencia social. El estudio especial que realiza Comte de la Estática se reduce a un análisis somero de los elementos sociales últimos. ¿Cuáles son éstos? Los tres órdenes principales de consideración sociológica, cada vez más compuestos y especiales, que se encadenan necesariamente, son los relativos a las condiciones generales de existencia social del individuo, de la familia y de la sociedad propiamente dicha, o sea la sociedad total. El individuo como tal no tiene existencia para la Sociología, ni siquiera realidad en sí mismo. En él se manifiesta esencialmente la sociabilidad en forma espontánea, en virtud de una tendencia instintiva a la vida en común, con independencia de todo cálculo personal y a veces contrariando los más enérgicos intereses individuales. Pero el espíritu científico no puede contemplar la sociedad humana como si en verdad estuviera compuesta de individuos. La verdadera unidad social consiste sólo en la familia, cuando menos reducida a la pareja elemental que constituye su principal base. La teoría positiva de este núcleo social primario se funda en una concepción biológica acerca de la naturaleza física y moral del hombre, a partir de la cual se establecen las relaciones entre los sexos de acuerdo con el esquema de la familia cristiana, al que Comte se atiene apasionadamente. Apoyada en la naturaleza sociable del ser humano, la institución permanece inmutable; por lo menos, nunca se considera en ella la posibilidad de una evolución sustancial. “Una tal concepción—escribe Comte (Curso, tomo IV)—constituye, pues, por su naturaleza, un intermediario indispensable entre la idea del individuo y la de la especie o de la sociedad. Habría tantos inconvenientes científicos en querer franquearla en el orden especulativo como peligro real hay en el orden práctico pretendiendo abordar directamente la vida social sin la inevitable preparación de la vida doméstica.” Sobre este primer elemento viene a organizarse la sociedad, compuesta de familias, pero distinta de un mero agregado; pues entre familia y sociedad existen muy marcadas diferencias esenciales. Mientras que aquélla es una “unión” de naturaleza moral y sólo intelectual en manera accesoria. la sociedad es una “cooperación” de tipo intelectual, cuyos vínculos morales son accesorios. Ambos aspectos concurren, sin duda, tanto en la una como en la otra; pero en la familia prevalece el aspecto afectivo, y en la sociedad el aspecto cooperativo. La cooperación exige separación de oficios; implica la “convergencia regular y continua de una inmensidad de individuos, dotados cada uno de una existencia plenamente distinta y, en un cierto grado, independiente, y, sin embargo, dispuestos todos sin cesar. pese a las diferencias más o menos discordantes de sus talentos y, sobre lodo, de sus caracteres, a concurrir espontáneamente, por una multitud de medios diversos, a un mismo desarrollo general, sin haberse concertado antes por lo general, y casi siempre sin que la mayor parte de ellos se dé cuenta, no creyendo obedecer más que a sus personales impulsos” (Curso, tomo IV). Pero la combinación de los diversos esfuerzos requiere un pensamiento común capaz de dirigirlos, un gobierno. A él corresponde ejercer la reacción del conjunto sobre las partes... La estática comtiana se reduce a la consideración de estas dos formaciones extremas: familia y sociedad, a las que atribuye el carácter respectivo de las dos grandes formas de la sociabilidad que, bajo diversas fórmulas y denominaciones, hemos de encontrar registradas luego por numerosos sociólogos. En cambio, la dinámica, definida como la ciencia del movimiento necesario y continuo de la Humanidad, ocupa ampliamente la atención de Comte, según era de prever, habida cuenta de su concepción de la Sociología dentro de unos supuestos de Filosofía de la Historia. Está centrada en la idea del progreso del género humano, cuyas leyes sociales pretende esclarecer, y parte del supuesto de una Humanidad única, O por mejor decirlo, unificada en la línea del progreso que es su principio motor. Pues la contradicción de tal supuesto con el hecho—que él mismo establece— de la presencia de grupos humanos aislados entre sí, y de la evidente diferencia de razas, queda salvada mediante una referencia a la unidad del proceso civilizador. “Para fijar más convenientemente las ideas importa establecer de antemano, por una indispensable abstracción científica, siguiendo el juicioso artificio instituido con fortuna por Condorcet, la hipótesis necesaria de un pueblo único, al que se transportarían idealmente todas las modificaciones sociales consecutivas observadas con efectividad en poblaciones distintas. Esta ficción racional se aleja mucho menos de la realidad de lo que suele suponerse: pues, desde el punto de vista político, los verdaderos sucesores de tal o cual pueblo son ciertamente aquellos que, utilizando y prosiguiendo sus esfuerzos primitivos, han prolongado sus progresos sociales, cualquiera que sea el suelo que habiten e incluso la raza de que provengan” (Curso, tomo 1V). Y más adelante (tomo V), al estudiar el proceso social en la Historia, razona la restricción lógica que le obliga a “concentrar esencialmente nuestro análisis científico sobre un sola serie social, es decir, a considerar exclusivamente el desarrollo efectivo de las poblaciones más avanzadas, descartando con escrupulosa perseverancia toda vana e irracional digresión sobre los otros diversos centros de civilización independiente, cuya evolución se ha detenido por cualquier causa en un estado más imperfecto... Nuestra exploración histórica deberá quedar casi únicamente reducida a la selección o a la vanguardia de la Humanidad, comprendiendo a la mayor parte de la raza blanca, o las naciones europeas, y hasta limitándonos para mayor precisión, sobre todo en los tiempos modernos, a los pueblos de la Europa occidental”. Sin la teoría del progreso no podría explicarse de ningún modo la dinámica social dentro de la sociología comtiana; ésta reposa sobre una Filosofía de la Historia, y sus categorías fundamentales están constituídas por aquella ley de los tres estados que es la verdadera armadura de todo su pensamiento. “El verdadero principio científico de una tal teoría (dice con referencia a la teoría de la dinámica social) (Curso, tomo IV), me parece que consiste en la gran ley filosófica que yo he descubierto en 1822 sobre la sucesión constante e indispensable de los tres estados generales, primitivamente teológico, transitoriamente metafísico, y finalmente positivo, por los cuales pasa siempre nuestra inteligencia en un género cualquiera de especulación.” El progreso es, pues, concebido en su base como progreso intelectual, y se funda en la esencial condición humana, no perjudicada por cualesquiera variedades; se realiza, sobre la articulación de los tres estados, en una línea única de evolución sin la cual no sería posible interpretar la historia de la Humanidad como “marcha social hacia un término definido, aunque nunca alcanzado, por una serie de etapas determinadas necesariamente”. Ese término es “la unidad moral y religiosa de todos los hombres”. Probablemente el broche que une a la especie humana en el pensamiento de Comte, encerrándola en un todo ideal, es esa meta inalcanzable hacia la que se dirige su evolución. Fuente: Ayala, Francisco. Tratado de sociología. Aguilar, Madrid, 1959.
Cap. 6 al 10 de Tratado de sociología de Ayala Año de publicación original: 1949.
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Pensar sociológicamente, pensar globalmenteContenidos 1. ¿Cuál es la tradición clásica de la sociología? Un pequeño recorrido por la teoría sociológica 2. Paradigmas principales o «clásicos» en sociología 3. Nuevos paradigmas en sociología: otras voces y el postmodernismo 4. Pensar globalmente: una perspectiva global en sociología 5. Hacer balance y mirar hacia delante Cap. 2 de Sociología. Pearson Educación, Madrid. 2011. Parte I: Introducción a la sociología. Macionis, John J. y Plummer, Ken De ahora en adelante, nada de lo que ocurra en nuestro planeta será un acontecimiento meramente local. Ulrich Beck. En el último año del milenio pasado, el planeta Tierra era el hogar de más de seis mil millones de personas que vivían en las ciudades y en las zonas rurales de casi 200 países. Para entender el «perfil» social de este mundo, imagine por un momento que la población del planeta se redujera a una única aldea de cien personas. Una visita a esta «aldea global» nos mostraría que más de la mitad (61) de sus habitantes serían de Asia, donde 21 serían de la República Popular China y 17 de la India. A estos les seguirían, en términos cuantitativos, 13 procedentes de África, 12 de Europa, ocho de América del Sur, cinco de América del Norte y uno de Oceanía. Un estudio de esta aldea nos revelaría algunas conclusiones sorprendentes. Su población creería en «dioses» muy diferentes: 32 serían cristianos, 19 musulmanes, 13 hindúes, doce practicarían religiones populares (como el chamanismo), seis serían budistas, dos seguirían otras religiones como el Confucionismo y la fe Bahai, uno sería judío y quince no tendrían creencias religiosas. Se hablarían unas 6.000 lenguas en la aldea pero cerca de la mitad se entenderían en chino, nueve en inglés, ocho en hindi, siete en español, cuatro en árabe, otros cuatro en bengalí, tres en portugués, y otros tres hablarían ruso. Nuestra aldea sería un lugar rico, con una enorme lista de productos y servicios a la venta. No obstante, la mayoría de las personas no podrían más que soñar con estos tesoros, porque el 80 por ciento de la renta total de la aldea pertenecería a tan solo 20 individuos. La comida sería la gran preocupación para la mayoría de la población. Cada año, los trabajadores del sector primario producirían más de lo necesario para alimentar a todos; pero incluso así, la mitad de la población de la aldea (incluyendo la mayoría de los niños) estarían hambrientos. Los 20 residentes en peor situación (¡juntos poseerían menos dinero que la persona más rica de la aldea!) carecerían de comida, de agua potable y de un refugio seguro. Su salud sería precaria y no estarían en condiciones de trabajar. Todos los días alguno de ellos contraería alguna enfermedad mortal. Otros cincuenta carecerían de una fuente de alimentos regular y pasarían hambre la mayor parte del tiempo. Los ciudadanos de la aldea se sentirían orgullosos de la gran cantidad de escuelas de la comunidad, de sus facultades y de sus universidades. De los 38 habitantes con edad escolar, 31 asistirían a la escuela pero muy pocos (7.5) llegarían a la universidad. La mitad no sabrían leer ni escribir. La perspectiva sociológica nos recuerda que las diferencias que existen en el mundo son muchas. Las oportunidades que nos ofrece la vida y nuestras propias experiencias vitales son radicalmente distintas dependiendo del tipo de sociedad en que hayamos nacido. Las vidas de las personas no siguen un camino casual, y tampoco dependen únicamente de lo que los filósofos llaman «libre albedrío» para tomar decisiones y hacer esto o lo otro. Por el contrario, aunque los individuos tomamos decisiones importantes cada día, lo hacemos en un escenario muy amplio que llamamos «sociedad» (una familia, una universidad, un país, el mundo entero). La sociología nos enseña que el ámbito social guía y limita nuestras acciones y opciones de vida exactamente como las estaciones del año influyen en las actividades que realizamos y en la ropa que nos ponemos. Es el marco en el que tomamos las decisiones de nuestra vida. Y, como los sociólogos saben mucho acerca de cómo funciona la sociedad, son capaces de analizar y predecir con perspicacia y precisión cómo nos comportaremos. Muchos de los logros que atribuimos a nuestras habilidades personales son el producto de la posición privilegiada que ocupamos en el sistema social mundial1. 1. El escenario de la aldea global se ha adaptado de los datos de las Naciones Unidas. Véase también: Smith y Armstrong, 2003. Temas clave - Los modos clásicos de reflexionar acerca de la sociedad. - Las últimas perspectivas en sociología. - Una perspectiva global en sociología. - Globalización. ¿Cuál es la tradición clásica de la sociología? Un pequeño recorrido por la teoría sociológica La tarea de interrelacionar un conjunto de observaciones aisladas para llegar a comprenderlas globalmente nos conduce a otra dimensión de la sociología: la teoría sociológica. A menudo los estudiantes abandonan el estudio de la teoría pensando que les va a resultar complicada y difícil. En nuestro caso, la teoría es lo que diferencia a la sociología de, pongamos por caso, el periodismo o los documentales de televisión dedicados a temas sociales. Una teoría es una exposición de cómo y por qué se relacionan ciertos hechos específicos. Pero la sociología ayuda a realizar esto de manera más sistemática (véase Lee y Newby, 1983; Craib, 1992). Recuerde que Emile Durkheim observó que ciertas categorías de personas (los hombres, los protestantes, los ricos y los solteros) tienes tasas de suicidio más altas que los demás (las mujeres, los católicos y los judíos, los pobres y los casados). Explicó estas observaciones creando una teoría: un alto riesgo de suicidio se deduce de un nivel bajo de integración social. Por supuesto, cuando Durkheim consideró el tema del suicidio, tuvo en cuenta gran cantidad de teorías posibles. Pero relacionar simplemente los hechos no es garantía de que una teoría sea correcta. Para evaluar una teoría, como explicaremos en el siguiente capítulo, los sociólogos utilizan en pensamiento lógico y crítico junto con un conjunto de herramientas de investigación para reunir evidencias. Los «hechos», como veremos, son siempre un asunto complicado. Por ejemplo, considere la misma idea de «tasa de suicidio» utilizada por Durkheim. ¿Exactamente qué mide esta tasa? ¿Tiene en cuenta todos los suicidios? ¿Cómo podemos asegurar que una muerte ha sido realmente un suicidio? A pesar de las dificultades que presentan los hechos, los que se esfuerzan por trabajar con ellos, por medirlos o cuantificarlos, lo que les permite confirmar algunas teorías y rechazar o modificar otras. Como sociólogo, Durkheim no se sintió satisfecho simplemente con identificar una causa verosímil de suicidio; obtuvo datos para ver precisamente qué categorías de personas se suicidaban con mayor frecuencia. Escudriñando sus datos, Durkheim finalmente se decidió por la teoría que mejor encajaba con los datos que logró reunir. En el empeño de desarrollar teorías acerca de las sociedades humanas, los sociólogos se enfrentan a un amplio abanico de decisiones. ¿Qué temas deberíamos estudiar? ¿De qué manera deberíamos relacionar los hechos para formar teorías? ¿Sobre qué hipótesis se deberían apoyar nuestras teorías? Para entender la sociedad, los sociólogos se dejan guiar por uno o varios «mapas de carreteras», teorías o paradigmas. Podemos considerar que un paradigma teórico es una imagen básica que guía el pensamiento y la investigación. Anteriormente llamamos la atención sobre el hecho de que dos fundadores de la sociología (Auguste Comte y Karl Marx) entendieron la sociedad moderna de manera radicalmente diferente. Estas diferencias persisten hoy en día cuando algunos sociólogos destacan de qué manera las sociedades siguen siendo las mismas, mientras que otros se centran en las pautas de cambio. De igual modo, algunos teóricos de la sociología se centran en lo que hace que las personas permanezcan unidas, mientras que otros investigan de qué manera la sociedad divide a las personas según su género, raza, etnia o clase social. Algunos sociólogos buscan entender el funcionamiento de la sociedad tal cual es, mientras que otros fomentan activamente lo que consideran un cambio social deseable. En resumen, no siempre los sociólogos se ponen de acuerdo acerca de cuáles son las cuestiones más interesantes; incluso cuando coinciden en esto, pueden llegar a respuestas diferentes. No obstante, la disciplina de la sociología no es en absoluto caótica. Como muchas otras disciplinas hace frente a sus propias polémicas y presenta múltiples paradigmas, que contienen un conjunto de imágenes básicas que guían el pensamiento y la investigación. Véase en la Figura 2.1 un resumen de varias posturas. En los últimos cien años, los sociólogos han desarrollado tres vías teóricas principales de pensamiento acerca de la sociedad. Las presentaremos a continuación (y volveremos a hacer referencia a ellas a lo largo del libro). Podemos llamarlas los paradigmas clásicos que han definido la sociología en el pasado. Pero, como ocurre con cualquier disciplina en desarrollo, estos paradigmas están siendo constantemente refinados y desarrollados, mientras que simultáneamente otros nuevos aparecen junto a ellos. Después de esbozar estas corrientes principales, o clásicas, prestaremos atención a algunos paradigmas emergentes. Paradigmas principales o «clásicos» en sociología En general, tres han sido los paradigmas que han dominado el pensamiento sociológico hasta hace poco: la teoría del funcionalismo, la del conflicto y la de la acción. Describiremos brevemente cada uno, y volveremos sobre ellos a lo largo del libro (también nos ocupamos de ellos en la dirección de Internet que acompaña este manual). El paradigma funcionalista El funcionalismo es un marco para la construcción de una teoría que imagina la sociedad como un sistema complejo cuyas partes trabajan juntas para fomentar la solidaridad y la estabilidad. Este paradigma comienza por reconocer que nuestras vidas están guiadas por la estructura social, que implica unas pautas o regularidades relativamente estables de comportamiento social. La estructura social es la que da forma a la familia, la que motiva a las personas para que se saluden por la calle, o la que pauta el ritual de una clase universitaria. En segundo lugar, este paradigma nos conduce a comprender la estructura social en términos de sus funciones sociales, o consecuencias para el funcionamiento de la sociedad. Toda la estructura social (desde la vida familiar hasta un simple apretón de manos) contribuye al funcionamiento de la sociedad, al menos en su forma presente. El funcionalismo le debe mucho a las ideas de Auguste Comte quien, como ya hemos explicado, buscaba promover la integración social en una época de cambios tumultuosos. Un segundo arquitecto de este enfoque teórico, el influyente sociólogo británico Herbert Spencer (18201903), se presenta en el cuadro que aparece a continuación. Spencer fue un estudioso tanto del cuerpo humano como de la sociedad, y llegó a la conclusión de que ambos tenían mucho en común. Las partes estructurales del cuerpo humano incluyen el esqueleto, los músculos y varios órganos internos. Estos elementos son interdependientes, y cada uno contribuye a la supervivencia del organismo completo. De la misma manera, razonaba Spencer, varias estructuras sociales son interdependientes, y trabajan en concierto para mantener la sociedad. Así, el paradigma estructural-funcionalista organiza las observaciones sociológicas sobre la base de identificar varias estructuras de la sociedad e investigar la función de cada una. En Francia, varias décadas después de la muerte de Comte, Emile Durkheim continuó con el desarrollo de la sociología. Durkheim no compartía el darwinismo social de su colega británico Spencer; en su lugar, su trabajo se preocupaba ante todo del tema de la solidaridad social, o cómo las sociedades «se mantienen unidas». Debido al alcance de la influencia de Durkheim en la sociología, analizaremos su trabajo con todo detalle en el Capítulo 4. A medida que la sociología se desarrollaba en Estados Unidos, muchas de las ideas de Herbert Spencer y Emile Durkheim fueron tenidas en cuenta por Talcott Parsons (1902-1979). Parsons fue el principal defensor estadounidense del paradigma funcionalista, que entendía la sociedad como un sistema. Según Parsons, la sociología debía identificar las tareas básicas que debe realizar cualquier sociedad para mantenerse en equilibrio y sobrevivir. Todas las sociedades, argumentaba, necesitan ser capaces de adaptarse, alcanzar sus objetivos, mantenerse estables, y hacer que sus miembros se sientan bien integrados realizando cada uno su tarea. Sin esto, las sociedades corren el riesgo de derrumbarse. Un contemporáneo de Parsons fue el sociólogo estadounidense Robert K. Merton, que amplió nuestra comprensión del concepto de función social de un modo nuevo. Merton (1968) explicó, en primer lugar, que las consecuencias de cualquier pauta social probablemente difieren para varios miembros de una sociedad. Por ejemplo, las familias convencionales son capaces de aportar un apoyo crucial para el desarrollo de los niños, pero también confieren privilegios a los hombres mientras que limitan las oportunidades de las mujeres. En segundo lugar, y como dice Merton, a menudo resulta complicado percibir todas las funciones de una estructura social determinada. Merton definió como funciones manifiestas aquellas que forman parte explícita del objetivo de unas determinadas pautas sociales y que son fácilmente reconocibles. Por el contrario, las funciones latentes serían aquellas que no forman parte explícita del objetivo de unas determinadas pautas sociales y que no resultan evidentes. Por ejemplo, entre las funciones obvias de una formación académica superior se incluye proporcionar a las personas la información y las destrezas necesarias para desempeñar sus trabajos de manera efectiva. Pero quizás tan importante, aunque no se reconozca fácilmente, sea la función de la universidad como un lugar adecuado para encontrar una pareja adecuada, de la misma posición social y nivel educativo. Otra función puede ser mantener a millones de personas jóvenes fuera del mercado laboral donde, presumiblemente, muchos de ellos no encontrarían un empleo. Y una cuarta función, menos obvia, puede ser reforzar un sistema de prestigio y desigualdad, al excluir de las aulas a muchos que carecerán de las mismas oportunidades laborales que tendrán los universitarios. Merton hace una tercera consideración: no todos los efectos de una determinada estructura social son socialmente beneficiosos. Con ello se refería a las disfunciones sociales, que tienen consecuencias negativas para el funcionamiento de la sociedad. Además, las personas pueden no ponerse de acuerdo acerca de lo que resulta útil o perjudicial para la sociedad. Así, mientras algunos pueden opinar que la formación académica superior promueve el pensamiento de izquierdas y pone en peligro los valores tradicionales, otros pueden desestimar estas afirmaciones como triviales o simplemente erróneas, y afirmar que la formación académica superior es disfuncional porque reproduce las desigualdades sociales al cerrar sus puertas a los que tienen menos recursos económicos y proceden de familias humildes y sin estudios. Comentario crítico La característica más destacada del paradigma funcionalista es su visión de la sociedad como un todo comprensible, ordenado y estable. Por lo general, los sociólogos acompañan este enfoque con métodos científicos de investigación dirigidos a entender «qué es lo que hace que la sociedad funcione del modo en que lo hace». Hasta la década de 1960, el paradigma funcionalista dominó la sociología. Sin embargo, en las últimas décadas su influencia ha menguado. ¿Cómo podemos suponer que la sociedad tiene un orden «natural» —se cuestionan los críticos— cuando las pautas y estructuras sociales varían de un lugar a otro y cambian a lo largo del tiempo? Es más, haciendo hincapié en la integración social, el funcionalismo tiende a restar importancia a la desigualdad basada en la clase social, la raza, la etnicidad y el género (divisiones que son capaces de provocar conflictos y tensiones considerables). Este enfoque en la estabilidad a expensas del conflicto y el cambio puede dar al paradigma funcionalista un carácter conservador. En general, podemos afirmar que, en la actualidad, el funcionalismo es una teoría que ha caído en desuso. El paradigma del conflicto El paradigma del conflicto es el marco teórico según el cual lo que domina en la sociedad no es el equilibrio, sino el conflicto de intereses entre sus miembros, sustentado y alimentado por las diferencias y desigualdades de todo tipo. Este enfoque complementa el paradigma funcional, pues destaca no la cohesión o el equilibrio social, como hacían los funcionalistas, sino las diferencias y divisiones basadas en la desigualdad. Guiados por este paradigma, los sociólogos investigan de qué manera factores tales como la clase social, la raza, la etnicidad, el sexo y la edad, están relacionados con una distribución desigual de renta, poder, educación y prestigio social. Un análisis de conflicto hace notar que, más que fomentar el funcionamiento de la sociedad como un todo, la estructura social por lo general beneficia a unas personas y perjudica a otras. Bajo el prisma del paradigma del conflicto, los sociólogos ponen de relieve el conflicto que existe entre las categorías de personas dominantes y las desfavorecidas (los ricos con relación a los pobres, los blancos a diferencia de los negros, los hombres frente a las mujeres). Por regla general, aquellos que tienen una posición privilegiada hacen lo posible por mantenerla, mientras que los desfavorecidos responden intentando cambiar la sociedad y mejorar su situación. A modo de ejemplo, un análisis de conflicto de nuestro sistema educativo podría poner de relieve de qué manera la escuela contribuye a perpetuar las desigualdades sociales. El proceso comenzaría en la escuela primaria y continuaría en la secundaria, cuando se filtra a los estudiantes según sus resultados académicos, que se explican, en la mayoría de los casos, por la clase social, nivel económico y educativo de sus padres. Desde el punto de vista de los funcionalistas, este filtro puede beneficiar al conjunto de la sociedad porque garantiza que los mejores estudiantes reciban la mejor educación. Pero un sociólogo trabajando desde la perspectiva del conflicto puede responder que los filtros académicos tienen poco que ver con el talento del estudiante y más con la procedencia social de los estudiantes, con los recursos económicos e incentivos que reciben en sus hogares. De hecho, las familias con mayores recursos consiguen que sus hijos obtengan mejores resultados académicos, lo que luego se traduce en mejores puestos de trabajo y estatus social. Al contrario, los hijos de familias pobres tendrán menos probabilidad de llegar a la universidad, y, como sus padres, terminarán desempeñando empleos peor pagados y de menor prestigio social. En ambos casos, los hijos heredan, por decirlo así, el estatus social de sus padres, al tanto que la escuela puede justificar su trabajo en términos de mérito individual, cuando lo que hace, en realidad, es reproducir las diferencias sociales (Bowles y Gintis, 1976; véase también el Capítulo 20). El conflicto social se extiende más allá de las escuelas. En capítulos posteriores de este libro pondremos de relieve los esfuerzos de las personas trabajadoras, las mujeres, las minorías raciales, étnicas, de gays y lesbianas por mejorar sus vidas. En cada uno de estos casos, el paradigma del conflicto nos ayudará a entender de qué modo la desigualdad, y el conflicto que genera, tiene su origen en la propia organización de la sociedad. Finalmente, muchos sociólogos que son defensores del paradigma del conflicto intentan no solo entender la sociedad sino reducir la desigualdad social. Este era el objetivo de Karl Marx, el pensador social sobre cuyas ideas se apoya el paradigma del conflicto. Marx no buscaba simplemente entender cómo funciona la sociedad. En una declaración famosa (inscrita en su monumento en el Cementerio de Highgate de Londres), Marx afirmó: «Los filósofos únicamente han interpretado el mundo de varias maneras; de lo que se trata, por el contrario, es de cambiarlo.». Comentario crítico El paradigma del conflicto se desarrolló con rapidez durante las décadas de 1960 y 1970. Pero, como ha ocurrido con otros enfoques, le ha llegado el momento de las críticas. Debido a que este paradigma pone de relieve la desigualdad y la división, le resta importancia a cómo los valores compartidos o la interdependencia generan unidad entre los diferentes miembros de una sociedad. Además, afirman los críticos, en la medida en que el enfoque del conflicto explícitamente persigue objetivos políticos, renuncia a cualquier reivindicación de objetividad científica. Como se explica con detalle en el siguiente capítulo, los teóricos del conflicto se sienten incómodos con la idea de que la ciencia puede ser «objetiva». Por el contrario, afirman que el paradigma del conflicto, así como todos los enfoques teóricos, tiene consecuencias políticas, aunque diferentes. Como el funcionalismo, el lenguaje de la teoría del conflicto ha ido pasando de moda en los últimos años. Una crítica más, que se aplica igualmente tanto al paradigma funcionalista como al del conflicto, es que se imaginan a la sociedad en términos muy amplios. La «sociedad» se convierte en un ente en sí mismo, donde las personas actúan y toman decisiones según su «clase social», «familia», «género», etcétera. Un tercer paradigma teórico describe la sociedad menos en términos de generalizaciones abstractas y más en términos de las experiencias y situaciones cotidianas de las personas. El paradigma de la acción social Tanto el paradigma funcionalista como el del conflicto comparten una orientación de nivel-macro, que implica entender la sociedad a partir de unas estructuras sociales amplias que caracterizan la sociedad como un todo. La sociología de nivel-macro abarca una visión general, algo así como observar la ciudad sobrevolándola en un helicóptero, tomando nota de cómo las autopistas organizan el tráfico de un lugar a otro y los llamativos contrastes entre los barrios ricos y los pobres. La teoría de la acción, por el contrario, toma como punto de partida a las personas en concreto, cómo se orientan y actúan en sus relaciones con otras personas, y cómo lo hacen sobre la base de significados. Esto da lugar a una orientación nivelmicro, que implica estudiar la sociedad desde la interacción social en situaciones específicas. La distinción entre macro y micro es importante en sociología y aparece de varias maneras. Lo discutiremos de nuevo en el Capítulo 7 cuando nos centremos en la interacción y la acción. En el Cuadro Controversia y Debate presentamos algunas de estas ideas con más detalle. Uno de los fundadores del paradigma de la acción (una teoría micro que se centra en el modo en que los actores recopilan significados sociales) es Max Weber (1864-1920), un sociólogo alemán que llama la atención sobre la necesidad de entender una situación social desde el punto de vista de las personas que se encuentran en ella. Presentaremos el enfoque de Weber en toda su extensión en el Capítulo 4, pero aquí adelantaremos unas pocas ideas. Desde el punto de vista de Weber hay que estudiar cómo los significados y la acción humana dan forma a la sociedad. Weber entendió el poder de la tecnología, y compartió muchas de las ideas de Marx acerca del conflicto social. Pero se alejó del análisis materialista de este último, argumentando que las sociedades difieren principalmente en términos de las diversas maneras en que sus miembros piensan acerca del mundo. Para Weber, las ideas (en especial las creencias y los valores) poseen poder de transformación. De modo que veía la sociedad moderna como el producto, no solo de las nuevas tecnologías y del capitalismo, sino de una nueva forma de pensar. Este énfasis en las ideas contrasta con el enfoque de Marx sobre la producción material, lo que ha hecho decir a algunos sociólogos que la sociología de Weber se puede entender como «un debate con el fantasma de Karl Marx» (Cuff y Payne, 1979: 73-74). En todo su trabajo, Weber comparó pautas sociales en diferentes épocas y lugares. Para definir las comparaciones, se apoyó en el tipo ideal, una definición abstracta de las características esenciales de cualquier fenómeno social. Investigó la religión comparando el «protestante» ideal con el «judío» ideal, el «hindú» y el «budista», sabiendo que estos modelos no describían con precisión a ningún individuo real. Estos «tipos ideales» se pueden comparar entonces con las formas reales o empíricas, que se pueden encontrar en la vida cotidiana. Nótese que cuando Weber utiliza la palabra «ideal» no quiere decir que algo sea «bueno» o «el mejor»; podríamos investigar los «criminales», así como los «sacerdotes», como tipos ideales. Estrechamente ligada a Weber está la tradición americana del interaccionismo simbólico. Este paradigma aparece en el trabajo del filósofo George Herbert Mead (1863-1931), que observó cómo adquirimos nuestra personalidad o self con el paso del tiempo basándonos en la experiencia social. Estudiaremos sus ideas en el Capítulo 7. Esta teoría está también relacionada con la Escuela de Chicago de Sociología (que veremos con profundidad en el Capítulo 24), que estudió la vida urbana desde este punto de vista. La interacción simbólica es pues un marco teórico que considera a la sociedad como el producto de las interacciones cotidianas de las personas que se comunican entre sí o coinciden en un contexto social determinado. Con el fin de entender estas interacciones, se hace gran hincapié en el estudio de la vida social cotidiana mediante herramientas tales como biografías y la observación. La sociología debe proceder desde este punto de vista a través de una familiaridad con los acontecimientos reales y cotidianos y no a través de teorías sociales abstractas. ¿De qué modo las experiencias cotidianas de decenas de millones de personas dan como resultado la «sociedad»? Una posible respuesta, que expondremos con detalle en el Capítulo 7, es que la sociedad surge como una realidad compartida que sus miembros construyen a medida que interactúan los unos con los otros. Mediante el proceso humano de encontrar el significado de lo que nos rodea, definimos nuestras identidades, nuestros cuerpos y nuestros sentimientos, y llegamos a «construir socialmente» el mundo que nos rodea. Por supuesto, este proceso de definición varía en gran medida de una persona a otra. Por ejemplo, en la calle de una ciudad cualquiera, una persona puede definir a una mujer vagabunda como «una nulidad a la espera de una limosna» e ignorarla. Del mismo modo, un peatón puede sentirse seguro al pasar junto a un policía que esté haciendo su ronda, mientras que otro puede sentirse inquieto. Por tanto, los sociólogos que se guían por el enfoque de la interacción simbólica ven la sociedad como un mosaico de significados subjetivos y respuestas variables. Sobre esta base, otros han elaborado sus propios enfoques de nivel micro para comprender la vida social. En el Capítulo 7 presentaremos el trabajo de Erving Goffman (1922-1982), cuyo análisis dramatúrgico nos hace entender nuestra vida cotidiana al modo de actores que representan su papel en un escenario. Otros sociólogos, entre los que se incluyen George Homans y Peter Blau, han desarrollado el análisis del intercambio social. Según su punto de vista, la interacción social equivale a una negociación en la que los individuos se guían por lo que esperan ganar o perder de los demás. Por ejemplo, en el ritual de cortejo, las personas, por lo general, buscan una pareja que les ofrezca al menos tanto como ellos ofrecen (en términos de atractivo físico, inteligencia y clase social). Comentario crítico El paradigma de la acción ayuda a eliminar un prejuicio inherente en todos los enfoques de nivel macro. Sin negar la utilidad de estructuras sociales abstractas, como «la familia» o «la clase social», debemos tener en cuenta que, en sus términos más simples, la sociedad se compone de personas que interactúan. Dicho de otro modo, el enfoque micro ayuda a expresar mejor de qué modo los individuos experimentan realmente la sociedad y cómo colaboran entre sí (Becker, 1986). El problema está en que, al centrarse en las interacciones cotidianas, estos teóricos pueden oscurecer las estructuras sociales más generales. Poniendo de relieve lo que es único en cada escena social se corre el riesgo de pasar por alto los efectos generalizados de nuestra cultura, así como factores tales como la clase social, el género y la raza. En la Tabla 2.1 están resumidas las características más importantes de los paradigmas funcionalista, del conflicto y de la acción. Como ya hemos explicado, cada uno de los paradigmas es útil a su manera a la hora de responder determinados tipos de cuestiones. En general, sin embargo, la comprensión completa de la sociedad es el resultado de relacionar la perspectiva sociológica con las otras tres. Los sociólogos estudian el mundo social observando funciones y disfunciones, conflictos y consensos, acciones y significados. Los tres paradigmas teóricos ciertamente ofrecen diferentes maneras de conocimiento, pero ninguno es más correcto que los otros y los tres se han ido modificando a la luz de las nuevas teorías. Tabla 2.1 ● Tres paradigmas tradicionales: un resumen Nuevos paradigmas en sociología: otras voces y el posmodernismo Aunque el funcionalismo, la teoría del conflicto y la sociología de la acción son todavía perspectivas teóricas comunes dentro de la sociología, muchas otras han surgido a lo largo de las pasadas dos décadas. Como hemos visto, a menudo se considera que la sociología contiene múltiples perspectivas, lo que quiere decir que tiene en cuenta muchos puntos de vista a la hora de observar la vida social en lugar de uno solo. Por ser la sociología una disciplina viva es lógico que, a medida que la sociedad cambia, también lo hagan algunos de los enfoques que se adoptaron dentro de ella. Algunos de ellos son solo desarrollos más completos de teorías anteriores. De modo que pueden, por ejemplo, centrarse sobre diferentes aspectos de la «acción» tales como el lenguaje y la conversación (el análisis conversacional es un enfoque que hace esto: véase el Capítulo 7). O pueden desarrollar la idea de que las sociedades son estructuras, empleándose entonces un enfoque basado, por ejemplo, en el estudio del sistema de signos y el lenguaje, que a menudo organizan esas estructuras (como hace la semiótica: véase el Capítulo 5), o un enfoque centrado en el modo en que funciona el Estado (como hace el Marxismo Althusseriano: véase el Capítulo 22). Ampliaremos estas teorías cuando discutamos más adelante los medios de comunicación (Capítulo 22). Sin embargo, algunos consideran que otros desarrollos deben ir más lejos. Varios críticos de la sociología sugieren que la disciplina ha entrado en un estado de «crisis» en el cual muchas de sus viejas ideas y perspectivas parecen obsoletas. Para decirlo más claramente, los nuevos enfoques ponen de manifiesto perspectivas, puntos de partida, culturas o voces diferentes, bajo la idea de que nunca seremos capaces de comprender la «verdad absoluta» de una sociedad, de tener una imagen total, incluso aunque lo intentáramos. De ahí la necesidad de mostrarnos más flexibles con respecto las perspectivas parciales que adoptamos y ser conscientes de dónde nos encontramos en relación con estas perspectivas parciales. La sociología siempre será selectiva. Max Weber lo reconoció hace mucho tiempo cuando dijo: No existe un análisis científico absolutamente «objetivo» de la cultura o [...] de los «fenómenos sociales» independiente de puntos de vista especiales o «parciales» según los cuales [...] son seleccionados, analizados y organizados. (Weber, 1949: 72) Este reconocimiento de las perspectivas, los puntos de vista, las diferentes culturas o puntos de partida a partir de los cuales se desarrolla el análisis se ha hecho cada vez más importante para la sociología moderna.Y esto significa que nos resultará útil ser explícitos y abiertos acerca de la perspectiva que tomemos. Algunos sociólogos han señalado que la sociología la han hecho, tradicionalmente, hombres blancos, occidentales, angloamericanos y heterosexuales, que han ido imponiendo en la disciplina preguntas de investigación y propuestas explicativas sesgadas. Esto podría parecerle una crítica exagerada, pero a medida que vaya leyendo este libro debería buscar autores y sociólogos que se salgan de este estereotipo. Lamentablemente, le costará trabajo. Ya sean defensores del paradigma funcionalista, del conflicto o de la (inter)acción, muchos sociólogos comparten una perspectiva de investigación que se deducen de su posición masculina y occidental. Por el contrario, los nuevos paradigmas tienen en cuenta otras voces o perspectivas que se han mantenido silenciadas en la sociología del pasado. Consideradas juntas, proporcionan muchos más «ángulos» desde los cuales se puede obtener conocimiento sociológico. Ayudan a enriquecer el campo de acción de la disciplina en el conjunto de modos de ver la sociedad. Esto no significa que todo sea relativo y cualquier explicación sea válida. Todo lo contrario: significa que analizando cuidadosa y sistemáticamente los diferentes paradigmas podemos llegar a comprender las diferentes sociedades con más profundidad y de una manera más completa. El objetivo de la sociología sigue siendo la «objetividad» incluso si, como veremos en el Capítulo 3, esto resulta mucho más difícil de lo que pensaban los primeros sociólogos e incluso si solo podemos llegar a una aproximación a la verdad. Muchos de estos nuevos enfoques se muestran muy críticos con los que dominaban anteriormente (los que hemos llamado paradigmas clásicos). Sin embargo, hoy en día, puede resultar más útil considerar que estos paradigmas de reciente aparición complementan y desafían a los primeros, sin sustituirlos totalmente. Los nuevos paradigmas niegan la idea de que es posible llegar a un entendimiento cabal, completo y válido para siempre del fenómeno que se está estudiando. Desde su punto de vista, todas las explicaciones son tentativas; aproximaciones más o menos sensatas a aquello que despierta nuestra curiosidad. Los más radicales entre ellos hablan de la «muerte de la metanarrativa» (término acuñado por el filósofo francés Lyotard) como una manera de rechazar cualquier idea de que exista una, y solo una, «Gran Historia de la Sociología». Pero, ¿cuáles son estas voces nuevas? Incluyen a las mujeres, las minorías raciales y étnicas, los pueblos colonizados en todo el mundo, los gays y las lesbianas, las personas mayores, las personas discapacitadas y algunos otros grupos de personas marginadas o que se pasaron por alto. Es muy posible que usted pertenezca a uno o varios de estos grupos, y mientras lea este libro debería tener esto en cuenta. Reuniendo todas ellas, algunas de las críticas que ha recibido la sociología clásica se pueden resumir brevemente como sigue. 1. La sociología ha sido una disciplina elaborada tradicionalmente por hombres, para hombres y acerca de los hombres (y por hombres entiéndase blancos, heterosexuales y, normalmente, privilegiados y relativamente ricos). Y por ello ha tenido siempre un enfoque limitado, incluso sesgado. 2. Asuntos de gran interés para otros grupos («racismo» para los grupos étnicos, «patriarcado» para las mujeres, «homofobia» para los gays, «colonización» para muchos grupos no occidentales, «discapacidad» para personas discapacitadas) a menudo se han pasado por alto. El significado de todos estos términos quedará claro a lo largo de este libro. 3. Cuando se han tenido en cuenta, estos temas de interés se han presentado a menudo de una manera distorsionada: con frecuencia la sociología ha sido sexista, racista, homófoba, etc. Muchas voces se han echado en falta en sociología. Al salir a la luz, han conducido a varias posturas sociológicas novedosas que presentaremos a lo largo del libro. Un ejemplo: el caso de una sociología feminista y las voces silenciadas de las mujeres A modo de ejemplo: la ausencia más patente hasta la década de 1970 fue la de la voz y el sentir de las mujeres. Hasta entonces, la sociología había sido una disciplina elaborada por hombres, acerca de los hombres y para los hombres. Todo esto comenzó a cambiar con el desarrollo de una segunda oleada de feminismo (véase el Capítulo 12) que ayudó a fomentar tanto una sociología feminista como una metodología feminista. En líneas generales, estas nuevas corrientes de pensamiento sitúan a las mujeres o el género en el centro de sus estudios específicos. Consideran la necesidad de que los sociólogos se impliquen políticamente con el fin de intentar reducir o eliminar la subordinación y la opresión que sufren las mujeres en las sociedades de todo el mundo. Aunque encontrará un capítulo específico que aborda el tema del género de manera específica (Capítulo 12), este se tendrá en cuenta casi en cada capítulo. Incorporar una perspectiva feminista de género ayudará a ampliar y profundizar la comprensión de casi cualquier tema que estudiemos (véase Abbott y Wallace, 1997). Sin embargo, una vez que nos encontramos con una sociología feminista comprobamos que tampoco aquí existe consenso. Para decirlo claramente, ¡las mujeres no son iguales en todo el mundo! Pensar que todas las mujeres son iguales es caer en lo que se conoce como pensamiento esencialista (el esencialismo es la creencia en esencias que son similares). En el caso que nos ocupa es creer que existe una «esencia» o núcleo central de lo que significa ser mujer. Pero también nos encontraremos una pluralidad de actitudes entre las mujeres (que van, como veremos, desde aquellas que adoptan paradigmas de conflicto a aquellas que se centran más en los paradigmas de acción; desde las que ponen de relieve los paradigmas poscolonialistas a aquellas que se centran en la etnicidad. Por ejemplo, las experiencias vitales de una mujer negra que vive en la pobreza en Sierra Leona son muy diferentes de aquellas de la mayoría de mujeres blancas que estudian en las universidades europeas. Se han realizado algunos intentos por reunir todas estas voces, solo para darnos cuenta de que estas no están unificadas sino que son fragmentarias y que se hacen valer (o son silenciadas) en múltiples niveles. ¡Ya habrá empezado a ver que la tarea no resulta sencilla! (El libro de Harriet Bradley, Fractured Identities (1996), que analizaremos en el Capítulo 10, es una buena introducción de todo esto.). Y otras opiniones: un movimiento posmoderno Existen, entonces, muchos desarrollos nuevos en sociología y los encontrará a lo largo de este libro. Por ejemplo, en el Capítulo 5 presentaremos algunas ideas acerca de la multiculturalidad; en el Capítulo 7 trataremos el construccionismo social; en el Capítulo 11 debatiremos la teoría poscolonial; en el Capítulo 12 ampliaremos la teoría feminista y presentaremos la teoría Queer; en el Capítulo 17 trataremos la «teoría del discurso» de Foucault; en el Capítulo 21 haremos referencia a la teoría de la discapacidad; mientras que en el Capítulo 26 presentaremos algunas ideas acerca de la teoría social posmoderna. Como en cualquier introducción, no podemos llevar estas nuevas ideas muy lejos. Pero, al menos, conseguiremos crear en usted la sensación de que la sociología es una disciplina en continua evolución y cambio, que en todo momento plantea retos nuevos a quienes la practican. Algunos sociólogos han empezado a sugerir que en el siglo XXI se está gestando una sociología de nueva generación, que introduce lo que algunos han llamado actitud posmoderna. Aunque la sociología nació como fruto del mundo moderno (la industrialización, el capitalismo, el crecimiento de las grandes ciudades, la aparición de las democracias, la decadencia de las comunidades tradicionales, etc.) ahora se encuentra en un mundo donde las características de la modernidad se están acelerando a un ritmo creciente. Es lo que Giddens ha llamado un «mundo desbocado» (Giddens, 1999). En los últimos treinta años se han producido muchos cambios con gran rapidez tanto en el seno de la sociedad como en nuestro entendimiento de las maneras de enfocar el estudio de la sociedad. Como consecuencia, la sociología ha tenido que volver a cuestionarse algunas de sus ideas clave para acomodarse a estos cambios (lo que se está llamando «posmodernismo» o «revolución moderna de última hora») (véase Giddens, 1992). Para algunos intelectuales estos cambios han sido tan drásticos como para cuestionar los mismos fundamentos de la sociología. Por ejemplo, dos intelectuales franceses han proclamado, más o menos, la muerte de la sociología y han sugerido que nos hemos desplazado hacia un mundo posmoderno. Así, Baudrillard escribe que: [...] no queda nada por hacer [La sociología] ha alcanzado [...] el límite extremo de sus posibilidades. Se ha destruido a sí misma. Ha destruido su universo entero. De modo que todo lo que queda son piezas. Todo lo que queda por hacer es jugar con las piezas. Jugar con las piezas, en eso consiste el posmodernismo. (Baudrillard, 1984: 24). Esta es una posición extrema que no adoptaremos en este libro. En su lugar, este manual contará la historia del cambio desde una forma tradicional de sociedad, autoritaria y con una fuerte devoción religiosa, hacia un sistema de creencias global, hacia lo que podríamos considerar como un mundo más provisional (uno que no está del todo seguro de sí mismo). La modernidad ha traído consigo muchos cambios que se suceden a un ritmo cada vez más y más acelerado, que cultivan una mayor sensibilidad hacia la diversidad y las diferencias. Bajo este punto de vista la sociedad humana está menos dominada por generalidades o «grandes historias», y se produce un giro hacia las «culturas locales» y una «multiplicidad de historias». Podríamos considerar el posmodernismo como: [...] la liberación de las diferencias, de los elementos locales, de lo que podría llamarse un dialecto. Con la desaparición de la idea de un racionalismo central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada explota como una multiplicidad de racionalidades «locales» (minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas) que finalmente hablan por sí mismas. Ya no se sienten reprimidas ni acobardadas por la idea de una única forma pura de humanidad que debe llevarse a cabo a pesar de la particularidad y la finitud individual, la transitoriedad y la contingencia [...] (Vattimo, 1992: 8-9). Todo esto conduce a un nuevo enfoque de la sociología, pero no a uno que tenga que rechazar su pasado. Rob Stones sugiere que a la sociología posmoderna le deben preocupar tres cosas: Los posmodernistas argumentan [...] bajo la idea de que existe una pluralidad de perspectivas, [...] y se oponen a la noción de que existe una única verdad que proviene de una perspectiva privilegiada; [Los posmodernistas proponen] estudios locales y contextuales en lugar de ambiciosas narrativas; un énfasis en el desorden, la inestabilidad y la franqueza, como opuestos al orden, la continuidad y la moderación. (Stones, 1996: 22). Pensar globalmente: una perspectiva global en sociología Estos cambios recientes que se han producido en las voces y en los asuntos que preocupan a la sociología se han debido en parte al reconocimiento de la existencia de diferentes voces locales alrededor del mundo. En estos últimos años, y después de que los lugares más recónditos del planeta se han hecho más accesibles gracias a las nuevas tecnologías, muchas disciplinas académicas se han visto forzadas a incorporar una perspectiva global, el estudio de todo el planeta y cada una de las comunidades sociales que lo habitan. En lugar del dominio de las voces occidentales, ahora somos capaces de prestar atención a aquellas que se oyen en todas las partes del mundo (desde los Estados africanos hasta los países de América Latina). A menudo estas comunidades ven el mundo de una manera radicalmente diferente y es importante, si queremos que la sociología se siga desarrollando, considerar estas voces muy en serio. En el pasado reciente, muchos manuales de sociología tenían la tendencia a centrarse únicamente en un país. Aunque es cierto que de este modo se profundiza en la comprensión de una sociedad, este conocimiento resulta limitado y aislado. De modo que este libro intentará mirar hacia el exterior, a un conjunto amplio de sociedades, aunque al mismo tiempo mantendrá cierto enfoque sobre Europa, sociedades que casi con total probabilidad resultarán de más interés para los lectores. ¿De qué modo una perspectiva global mejora la sociología? La conciencia global es una extensión lógica de la perspectiva sociológica. Una de las cosas básicas que nos enseña la sociología es que el lugar donde vivimos afecta profundamente a nuestras experiencias individuales. La situación de una sociedad en el mundo afecta a todos. La historia con la que comenzamos el libro nos proporcionó un breve esbozo de nuestra aldea global, y pudimos ver que las personas que allí vivían estaban lejos de la igualdad en su calidad de vida. Casi en cada capítulo de este libro pondremos de manifiesto cómo es la vida más allá de nuestras fronteras. ¿Por qué? A continuación expondremos tres razones que justifican plenamente que el pensamiento global debe desempeñar un papel destacado en la perspectiva sociológica. 1. Las sociedades de todo el planeta se están interconectando de manera creciente. Una característica del mundo en los últimos 300 años más o menos ha sido las diferentes maneras en que los países se han ido relacionando cada vez más internacionalmente, inicialmente gracias a «los grandes exploradores», después mediante el colonialismo, la esclavitud y las migraciones en masa, y en nuestros días a través de las grandes finanzas, el turismo y las tecnologías informáticas. En los últimos tiempos, el mundo se ha vinculado como nunca lo había estado antes. Las personas viajan en avión entre continentes en unas pocas horas, mientras que los dispositivos electrónicos transmiten imágenes, sonidos y documentos escritos alrededor del mundo en segundos. Una consecuencia de estas nuevas tecnologías, como explicaremos en capítulos posteriores, es que personas en todo el mundo comparten los mismos gustos en música, ropa y comida. Con su fortaleza económica, los países con elevados ingresos proyectan una sombra global, influenciando a los miembros de otras sociedades que, con avidez, engullen hamburguesas estadounidenses, bailan al ritmo de la «música pop» y, cada vez más, hablan inglés. El comercio a través de las fronteras nacionales también ha fomentado una economía global. Grandes compañías manufacturan y comercializan sus productos por todo el mundo, de la misma manera que los mercados financieros globales relacionados por satélites de comunicaciones ahora operan las 24 horas del día. Hoy en día, ningún agente financiero en Londres se atreve a ignorar lo que ocurre en los mercados financieros en Tokyo y en Hong Kong, ¡del mismo modo que ningún pescador en el País Vasco puede ignorar la política de pesca común europea! Pero, a medida que Occidente proyecta su forma de vida en gran parte del planeta, la otra parte del mundo también reacciona. Todo esto está relacionado con el proceso de la globalización, la interconectividad creciente de las sociedades. Discutiremos este proceso con más detalle en la siguiente sección y en otras muchas partes de este libro. 2. Una perspectiva global nos permite ver que muchos problemas humanos a los que nos enfrentamos en Europa son mucho más graves en otros lugares. Ciertamente la pobreza es un problema grave en Europa, y especialmente en Europa del Este. Pero, como explicaremos en el Capítulo 9, la pobreza está más extendida y es más acuciante en América Latina, África y Asia. Igualmente, la posición social de las mujeres, los niños y los discapacitados es especialmente baja en los países pobres del mundo. Y, aunque existe xenofobia en España, este problema también está presente (y, a veces de forma más severa), en otras partes del mundo. La limpieza étnica en Bosnia, la «islamofobia», y la hostilidad a los «trabajadores invitados» alemanes son tres ejemplos que consideraremos más adelante (Capítulo 11). También, muchos de los problemas más graves a los que nos enfrentamos en casa son de alcance global. La contaminación del medioambiente es un ejemplo. Como veremos en el Capítulo 25, el planeta es un único ecosistema en el cual la acción (o inacción) de un país tiene implicaciones para todos los demás. 3. Pensar globalmente también es una manera excelente de aprender más de nosotros mismos. Hacer comparaciones globales nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y a la sociedad en que vivimos, y también nos ofrece lecciones inesperadas. Por ejemplo, el Capítulo 9 nos transportará a Madrás, India. Allí nos llevaremos una sorpresa al encontrar personas a quienes no les falta el amor y el apoyo de los suyos y de los miembros de su familia, a pesar de una carencia desesperada de comodidades materiales básicas. Estos descubrimientos nos llevan a plantearnos por qué la pobreza en Europa demasiado a menudo va asociada al rechazo y al aislamiento social, y si la cantidad de objetos materiales (tan importantes para nuestra definición de una vida de «lujo») son la mejor manera de medir el bienestar humano. En suma, en un mundo cada vez más interconectado, solo llegaremos a comprendernos a nosotros mismos en la medida en que lleguemos a comprender a los demás. Globalización y sociología Desde la década de 1990, los sociólogos han venido utilizando de manera creciente el término «globalización» y se ha convertido en una de las ideas sociológicas más influyentes en la década pasada. Se utiliza en todo el planeta: ¡para los alemanes es Globalisierung; en Estados Unidos es globalization; y en Francia es mondialisation! Pero, aunque se traduzca en muchas lenguas, su significado no está claro en absoluto. Se ha convertido en una «palabra de moda» que conduce a muchos y diferentes significados y polémicas; y que aparecerá en varios momentos a lo largo del libro. Para empezar, y de manera simple, podemos definirla como la interconectividad creciente de las sociedades, pero en el cuadro de la página siguiente se proponen otras definiciones que pueden resultarle interesantes. En una primera aproximación podemos pensar en el término globalización a través de la imagen de compañías multinacionales como Coca-Cola, McDonald’s y Nike. Estas compañías están presentes en todo el planeta. Fabrican sus productos en muchos países; los venden en otros tantos; y sus logos e imágenes corporativas viajan por todo el planeta. Pensemos en lo fácil que es comer en un McDonald’s en muchos países (aunque comenzó en Estados Unidos, véase el Capítulo 5). Asimismo, los calzados Nike (con su característico logo) se fabrican en países pobres y sin embargo se venden en todas partes. Como veremos, los productos de estas compañías son al mismo tiempo deseados por millones de personas y odiados por otras tantas (como símbolos de prestigio en el mundo entero y como símbolos de una cultura de masas). Tendremos ocasión profundizar más acerca de todo esto en capítulos posteriores. Estas compañías reflejan el impacto económico, social y cultural del proceso de globalización y simultáneamente simbolizan todo lo bueno y lo malo que puede haber en él. La globalización se convierte así en un término polémico. Como veremos (en el Capítulo 16), en los últimos años han aparecido algunos movimientos sociales importantes para protestar contra él: en Seattle, en Praga, en Londres, en Génova. Por el momento, tan solo presentaremos algunas de las características que definen la globalización. Proponemos que la globalización ha: 1. Desplazado las fronteras de las transacciones económicas (implicando un cambio evidente en el ritmo del desarrollo económico mundial). Las compañías de negocios, los bancos y las inversiones ahora cruzan las fronteras nacionales como nunca lo habían hecho. ¡En muchos casos estas gigantescas compañías (multinacionales) tienen cuentas de ingresos y de gastos que superan las de muchos países! Muchos argumentan que todo esto ha conducido a que crezcan las desigualdades en todo el mundo, lo mismo dentro de un país como entre los Estados. En los Capítulos 9 y 16 abordaremos esta cuestión. 2. Extendido las comunicaciones en redes globales. Satélites de televisión, medios digitales, computadoras personales, teléfonos móviles, y todas las tecnologías de la información colaboran para «encoger el mundo». Esto ha conducido a un replanteamiento importante de las ideas de espacio y tiempo. A partir de ahora ya no podemos pensar en términos locales. En su lugar hemos entrado en un mundo donde los teléfonos, los aviones, y ahora Internet hacen que las comunicaciones con otras personas en cualquier lugar del planeta sean casi instantáneas y, por tanto, muy diferentes del pasado. Pensemos especialmente en el fenomenal crecimiento del uso del teléfono móvil y cómo ha hecho que las comunicaciones no se limiten a un encuentro cara a cara. Por supuesto, los teléfonos no son algo nuevo, pero la idea de ser capaces de llamar a una persona independientemente de dónde se encuentre establece un nuevo patrón de comunicación. Para un creciente número de personas el mundo entero es accesible instantáneamente. Mientras que hace unos pocos siglos podían pasar años hasta que se sabía lo que había ocurrido en otras partes del mundo, ahora las ideas y las noticias se pueden trasladar en un instante. En los Capítulos 22 y 23 consideraremos esto con más detalle. 3. Fomentado una nueva y extendida «cultura global». Muchas áreas urbanas guardan mucho parecido y son muchos los programas de televisión, las canciones, las películas, etc., que viajan fácilmente alrededor del mundo. MTV se ha convertido en un formato televisivo global para la juventud. ¡Y si va a su tienda de discos local, es muy probable que encuentre una gran cantidad de música global! Y no solo tenemos Hollywood, también está Bollywood. En los Capítulos 5 y 22 nos extenderemos sobre estos asuntos. 4. Desarrollado nuevas formas de gobierno internacional. Algunos sugieren que la globalización significa el debilitamiento del Estado nacional. Aunque esto resulta polémico, de lo que no cabe duda es de la creciente importancia de organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, la Corte Europea de los Derechos Humanos y la Organización Mundial de la Salud. Estas llevan a cabo programas que están públicamente comprometidos en lo que se ha llamado «la democratización del mundo» (bajo el convencimiento de que la democracia como sistema político se hará dominante en el mundo). En el Capítulo 16 trataremos este asunto. 5. Creado una conciencia creciente de problemas comunes del mundo compartidos. Cada vez resulta más difícil pensar que los problemas del mundo conciernen solo a un país determinado. Por ejemplo, el crimen se ha convertido en un fenómeno global de manera creciente: los mercados de drogas se extienden por todos los continentes, los cibercriminales se enfrentan a las leyes de cualquier país, los tribunales internacionales proclaman justicia internacional. Igualmente, el enorme impacto de la industrialización sobre el medioambiente se convierte en un problema común en todos los países (que abordaremos en los Capítulos 24 y 25). Mientras tanto, los estudios sobre la pobreza en el mundo ponen de relieve que las desigualdades crecen entre los países y dentro de un mismo país; mientras que los debates sobre migración, refugiados, guerras y terrorismo centran la atención internacional. 6. Fomentado una sensación creciente de riesgo (lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck (1992) ha llamado la Sociedad del Riesgo). Las nuevas tecnologías están provocando riesgos que son bastantes diferentes de los que nos podemos encontrar a lo largo de la historia de la humanidad. Por supuesto, las sociedades que nos han precedido también eran lugares peligrosos y arriesgados (poblaciones enteras podían ser arrasadas por terremotos, inundaciones o plagas, por ejemplo). Para la mayoría de las personas a lo largo de la historia la vida ha sido mala, brutal y breve. La propia naturaleza producía sus propios peligros y riesgos. Pero Beck argumenta que en la sociedad actual han aparecido nuevos tipos de riesgo que no pertenecen a la «naturaleza» sino que son «manufacturados». Estos riesgos están asociados con muchas tecnologías nuevas que producen nuevos peligros para las vidas de las personas y para el mismo planeta. Estos riesgos son de creación humana, pueden tener consecuencias a largo plazo imprevisibles, y muchos tardan muchos, muchos miles de años en remitir. Estos «riesgos manufacturados» nos están llevando al borde de la catástrofe: a «amenazas para todas las formas de vida sobre este planeta», al «crecimiento exponencial de riesgos y la imposibilidad de escapar de ellos». El riesgo, entonces, se asocia con un mundo globalizado que intenta escapar de la tradición y del pasado, y donde se valoran más el cambio y el futuro. Todos estos cambios (desde el ferrocarril hasta las computadoras, desde la ingeniería genética hasta las armas nucleares) tienen consecuencias que somos incapaces de predecir. La lista de ejemplos de riesgos nuevos sería bastante extensa: los cambios en las pautas familiares y en el trabajo, la lluvia radiactiva de las bombas atómicas, la generalización de las redes de automóviles y aviones por todo el planeta, la aparición del SIDA como una grave pandemia mundial, el desarrollo de cultivos modificados genéticamente, la clonación de animales (y de personas), la deforestación del planeta, los «niños de diseño» y las «madres de alquiler», los juegos electrónicos y las nuevas maneras de relacionarse (¡o no relacionarse!) y el surgimiento de nuevas formas de violencia donde terroristas suicidas están dispuestos a estrellarse contra edificios importantes (como ocurrió en el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001), y así sucesivamente. Todos ellos tienen consecuencias que pueden ser de largo alcance y que son impredecibles en el momento presente. En algunos de los capítulos que siguen echaremos un vistazo a algunos de estos «riesgos» principales y de qué modo afectan a todos los países y a todas las personas. Los tendremos en cuenta más adelante, pero especialmente en los Capítulos 23, 24 y 25. 7. Conducido al surgimiento de «actores globales transnacionales» que «trabajan en red». Desde Greenpeace a Disneyworld, desde las Naciones Unidas al turismo, desde los miembros de la Iglesia de la Unificación hasta el Movimiento de Mujeres, cada vez hay más personas que se mueven en redes y que no están limitadas a una comunidad espacial fija. En su lugar, se comunican por todo el planeta, haciendo de lo global su entorno local. Son ciudadanos globales. Hacer balance y mirar hacia delante En este capítulo nos hemos propuesto como objetivo presentar algunas de las perspectivas necesarias para poder reflexionar acerca de la sociedad. Le hemos propuesto algunos caminos clásicos (observar la sociedad como un conjunto de funciones, de estructuras, de acciones, de conflictos, de consensos) y otros emergentes (observar las sociedades como un conjunto de perspectivas rivales: desde la feminista hasta la poscolonial). También le hemos sugerido que algunos de los paradigmas clásicos de la sociología están siendo cuestionados por lo que podría considerarse un paradigma posmoderno. Quizás el logro más significativo de todo esto haya sido hacerle ver que la sociología no se puede centrar en un solo país, sino en muchos. Hemos insistido en que los sociólogos deben observar desde una perspectiva global, y una idea posiblemente útil de hacerlo sea a través del fenómeno de la globalización. Retomaremos todo esto a lo largo del libro. RESUMEN 1. Construir una teoría implica relacionar datos para conseguir un mejor entendimiento de lo que queremos explicar. En sociología compiten varios paradigmas teóricos que intentan, cada uno a su manera y siguiendo un punto de partida determinado, explicar la sociedad. 2. El paradigma funcionalista es un marco para explorar cómo las estructuras sociales promueven la estabilidad y la integración de la sociedad. Este enfoque minimiza la importancia de la desigualdad social, el conflicto y el cambio, mientras que el paradigma del conflicto pone de relieve estos aspectos. Al mismo tiempo, el enfoque del conflicto resta importancia al alcance de la integración y la estabilidad de la sociedad. En contraste con estos enfoques de nivel macro, el paradigma de la acción opera a nivel micro, y se centra en la interacción cara a cara en escenarios específicos. Debido a que cada paradigma destaca dimensiones diferentes de cualquier tema social, la comprensión sociológica más completa se deduce de aplicar los tres. El pensamiento sociológico implica el debate acción-estructura. 3. Recientemente han aparecido nuevos desarrollos en la teoría social que han puesto de manifiesto de qué manera toda la sociología debe trabajar desde diferentes perspectivas. Desde un punto de vista clásico, la sociología ha escuchado únicamente las voces de los hombres blancos, occidentales y heterosexuales: ahora se están escuchando otras voces. La sociología feminista es un ejemplo perfecto. El posmodernismo sugiere que se está gestando un orden social nuevo que está acelerando el cambio social y está creando un mundo más «provisional». La sociología posmoderna hace hincapié en la necesidad de mirar desde múltiples perspectivas, teniendo en cuenta seriamente los elementos locales, e intentando mantener una postura explícita y provisional en sus ideas. 4. Una perspectiva global mejora el conocimiento sociológico porque, en primer lugar, las sociedades del planeta se están haciendo cada vez más interconectadas; en segundo lugar, muchos problemas sociales son más graves más allá de las fronteras de las ciudades europeas; y, en tercer lugar, reconocer cómo viven los demás nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos. La globalización es un proceso emergente muy extendido por el cual las relaciones sociales adquieren cualidades relativas donde no importan las distancias ni las fronteras. La globalización pone de manifiesto la interconectividad de los negocios, el desarrollo de los medios de comunicación globales, la emergencia de las culturas globales, las formas de gobierno internacionales y los ciudadanos del mundo. POLÉMICA Y DEBATE Un problema clásico para los sociólogos ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Este clásico enigma tiene una cuestión paralela en sociología que ha sobrevivido a través de la historia de la disciplina. Podría exponerse de la siguiente manera: ¿qué fue primero, la sociedad o el individuo? Y, como ocurre con el problema del huevo y la gallina, la solución no es simple. De hecho, hay que llegar a la conclusión de que ninguno de los dos aparece en primer lugar (los huevos no pueden aparecer antes que las gallinas, del mismo modo que las gallinas no pueden aparecer antes que los huevos). Ambos son necesarios. Y es la interacción de los dos lo que tiene sentido. En pocas palabras, no puede existir el uno sin la otra. Y lo mismo es cierto para los individuos y las sociedades. Lo que hacen los sociólogos es observar tanto a la sociedad como a los individuos para estudiar cómo de la relación entre los dos puede surgir algo nuevo: una nueva forma de entender el mundo, una forma distinta de distribuir la riqueza, unas nuevas instituciones políticas que supongan otra forma de repartir el poder, etcétera. Individuos y acción Una fase del análisis sociológico es, de hecho, observar a los seres humanos. No como lo haría un psicólogo (en términos de atributos individuales, como instintos o rasgos de la personalidad). Por el contrario, la tarea consiste en observar las diferentes maneras en que los seres humanos se ven orientados hacia la acción para ser creadores del mundo, creadores de la historia y la vida social. Los seres humanos hacen la historia, y la sociología debería observar los diferentes modos en que esto ocurre. Somos los creadores de nuestro mundo. Por ejemplo, si quiere comprender cómo funciona nuestro sistema educativo actual, una tarea que debe realizar es observar las conductas de las personas implicadas. Esto significa estudiar los modos en que los legisladores aprobaron las leyes que proporcionaron el marco legislativo para las escuelas, el profesorado, el currículo y los exámenes. Todo esto no ocurrió porque sí: fue el fruto de un proceso de elaboración, y los sociólogos necesitan estudiar cómo se llegó a ello. Asimismo, un alumno entra en el aula y, junto con otros estudiantes y profesores, forma parte activa de lo que ocurre en clase. A los sociólogos les gusta entrar en las aulas y observar la «actividad» que ocurre en ellas (para ver exactamente de qué modo los seres humanos hacen que funcione el mundo social). Las estructuras sociales como mapas Pero las personas también nacen en mundos que no han hecho ellas mismas. De hecho, como afirma el sociólogo Peter Berger: «la sociedad son los muros de nuestra prisión» (Berger, 1963: 109). Nacemos en el seno de familias, comunidades y naciones sobre las cuales tenemos un escaso control inmediato; nuestras vidas están fuertemente definidas por la clase social, el género y la etnia en que hemos nacido; de hecho, incluso el lenguaje con el que pensamos y hablamos ayuda a establecer unas pautas en nuestra vida. Y no elegimos nuestra lengua materna: nos vino dada en nuestra infancia. Así, parte importante del análisis sociológico consiste en observar estas pautas generales de organización social que definen nuestras vidas. Las pautas habituales y recurrentes de la vida social se pueden considerar como estructuras. Piense por un momento las diferentes maneras en que su propia vida está «prisionera». Unir «acción» y «estructura» Un enfoque estructural tiende a elaborar un mapa de la sociedad en su totalidad, mientras que un enfoque de acción tiende a examinar los distintos modos en que los individuos y los pequeños grupos construyen sus mundos sociales. Por supuesto, aunque idealmente habría que llevar a cabo ambos análisis, esta es una tarea para una teoría social más avanzada. Por ejemplo, el sociólogo británico Anthony Giddens ha presentado la idea de estructuración para centrarse en ambos simultáneamente, entendiendo que la acción y la estructura son siempre las dos caras de la misma moneda (Giddens, 1984). Para él, las personas intervienen en acciones sociales que crean estructuras sociales, y es mediante estas acciones sociales que las propias estructuras se crean, se mantienen y, eventualmente, cambian con el tiempo. El lenguaje es un buen ejemplo de esto. El lenguaje es una estructura que posee unas reglas, pero las personas hablan, escriben y actúan de manera diferente, modificándolo a medida que hacen uso de él. Sin reglas, el lenguaje resultaría incomprensible, de modo que las estructuras son necesarias. Pero plegarse servilmente a la estructura no permitiría el cambio, ni la creatividad, ni la humanidad. Según Giddens, es absolutamente necesario observar al mismo tiempo tanto a los individuos como a las estructuras. Pero esto no es una tarea sencilla. A medida que lea este libro, tenga en mente este rompecabezas, pues volveremos sobre esta cuestión una y otra vez. Continúe el debate. 1. ¿Se considera a sí mismo «determinado» por la estructura social? Observe de nuevo la Figura 1.1. 2. ¿En qué medida controla su propia vida? ¿En qué medida cree que puede cambiar el mundo? ¿Colabora en la creación del mundo?. 3. Eche un vistazo a los intentos que se han hecho para resolver el problema entre el individuo y la sociedad (véase Craib, 1992). CUESTIONES DE PENSAMIENTO CRÍTICO 1. Comience elaborando un esquema con los sociólogos que ha encontrado a lo largo de este libro. Localícelos en el tiempo, los nombres de las teorías con las que se les ha identificado, algunos ejemplos de sus objetos de observación y de estudio, y las características clave y los inconvenientes de sus teorías. 2. Utilizando como guía algunos de estos paradigmas teóricos, ¿qué tipos de cuestiones se podría preguntar un sociólogo acerca de (a) la televisión, (b) la guerra, (c) el deporte, (d) las facultades y escuelas universitarias, y (e) los hombres y las mujeres? 3. Comience elaborando un «glosario sociológico» de los conceptos nuevos que encuentre en sociología. Intente asegurarse de que puede decir (a) lo que significa la palabra, (b) en qué tipos de discusiones e investigaciones se aplica, y (c) si lo encuentra de utilidad o no: ¿le permite ver la sociedad más nítidamente o, por el contrario, lo hace todo más confuso y difícil? 4. ¿Es la «globalización» un fenómeno nuevo? ¿Es el mundo tan diferente de como era en el pasado? Considere el significado del término y ponga algunos ejemplos de él. ¿De qué manera ha afectado la globalización a su propia vida? AVANZAR UN POCO MÁS Lecturas complementarias Teoría sociológica Xavier Coller. Canon sociológico (2007). Reúne en un estilo sencillo las teorías sociológicas más importantes. George Ritzer, Sociological Theory (tercera edición, 1992). Un manual clásico que ofrece una visión de conjunto de la teoría. Existe traducción al español Mike O’Donnell, Classical and Contemporary Sociology (2001). E. C. Cuff, Wes Sharrock y D. Francis, Perspectives in Sociology (cuarta edición, 1997). Ambos resumen la mayoría de las posturas fundamentales. Rob Stones (editor), Key Sociological Thinkers (1998). Contiene 21 ensayos breves y amenos sobre muchos de los sociólogos clave, pasados y presentes. Ian Craib, Classical Social Theory (1997) y Modern Social Theory (segunda edición, 1992). Son introducciones muy amenas tanto a los debates clásicos (Marx, Durkheim, Weber, Freud y Simmel) como a los contemporáneos, especialmente en torno a la «acción» y la «estructura». Charles Lemert (editor), Social Theory: The Multicultural and Classic Readings (1993). Una importante recopilación de artículos que discute todo el abanico de teorías sociológicas (clásicas y nuevas). ¡Es un libro muy voluminoso! Pero para cualquiera que esté muy interesado en todo el camino de la teoría sociológica a partir de los autores originales es un punto de partida de valor incalculable. Richard Appignanesi y Chris Garrat, Postmodernism for Beginners (1995). Un libro de cómic divertido, pero al mismo tiempo contempla el mundo del posmodernismo en profundidad: ¡una buena introducción para todo «aspirante a posmodernista». Guías breves del concepto de globalización Carlos Taibo. Cien preguntas sobre el nuevo desorden mundial. Una mirada lúcida sobre la globalización y sus consecuencias. (2002). Una visión crítica y exhaustiva sobre el fenómeno de la globalización. Zygmunt Bauman, Globalization: The Human Consequences (1998) Anthony Giddens, Runaway World: How Globalization is Reshaping Our Lives (1999). Dos guías breves y amenas del concepto de globalización. Jan Nederveen Pieterse, Globalization and Culture (2004) Malcolm Waters, Globalization (2000). También son tratados breves pero más detallados y sistemáticos. Un poco más avanzados. David Held et al., Global Transformations (1999). Una explicación avanzada, muy detallada y extensa de la globalización. Un trabajo excelente. Vea un vídeo / Lea un libro Una manera de introducirse en los temas de la globalización es a través de películas y vídeos internacionales. Vea películas de otras culturas del mundo y observe de qué forma están interconectados con el suyo. Una buena fuente para encontrar estas películas es http://worldfilm. about.com/movies/worldfilm/mbody.html (un sitio web indispensable para las películas del mundo). Algunas propuestas pueden ser: ● The Wedding Banquet (1993) de Ang Lee: una comedia romántica sobre un gay asiático en Estados Unidos que se casa con una joven china para complacer a sus padres. ● Bodas de Sangre (1981) de Carlos Saura: una intensa película de danza basada en una historia de García Lorca, protagonizada por Antonio Gades y Cristina Hoyos. ● A Time for Drunken Horses (2000) de Bahman Ghobadi’s: una película acerca del sufrimiento y el duro destino de los niños kurdos. ● The Day I Became a Woman (2001) de Marziyeh Meshkini: un perturbador retrato de papel de las mujeres en Irán. Se hará una idea de cómo es una novela posmoderna leyendo: La Mujer del Teniente Francés de John Fowles, El Nombre de la Rosa de Umberto Eco, American Pyscho de Brett Easton (de todas ellas se ha hecho una versión cinematográfica); y analizando Postmodern Culture (1997) de Steven Connor. PERFIL Herbert Spencer: la supervivencia de los mejores Quizá la afirmación más famosa del filósofo inglés Herbert Spencer (1820-1903) fue que el paso del tiempo es testigo de «la supervivencia de los mejores». Muchas personas asocian esta frase inmortal con la teoría de la evolución de las especies propuesta por el naturalista Charles Darwin (1809-1882). Sin embargo, fue Spencer quien acuñó esta expresión para referirse a las sociedades humanas y no a las especies animales. En esta expresión no solo encontramos un ejemplo del análisis estructural funcionalista, sino también una corriente de pensamiento, bastante controvertida pero muy popular en el siglo XIX, que defendía que se puede explicar el funcionamiento de la sociedad utilizando los conceptos y las teorías de la biología. Las ideas de Spencer, que dieron lugar a lo que se llamó «darwinismo social», se basaban en la tesis de que si se deja que las personas compitan libremente, los más inteligentes, ambiciosos y esforzados terminarán destacando sobre los demás. Spencer estaba a favor de una competencia sin trabas de ningún tipo, bajo la idea de que, permitiéndose así el predominio de los mejores, la sociedad experimentaría desarrollos y mejoras continuas. Según Spencer, una sociedad estará en mejor disposición de premiar a sus miembros más capacitados si se permite que la economía de mercado funcione libremente y sin interferencias del Estado. Las políticas de bienestar o de redistribución de la riqueza implican lastrar el desarrollo de una sociedad, según Spencer, ya que suponen desviar recursos a los más débiles o a los miembros menos valiosos de la sociedad. Afirmaciones de este tipo le valieron el aplauso de los ricos y de los empresarios, que encontraron en su obra una justificación científica de su situación privilegiada y una defensa del gran capital y del libre mercado. De hecho, John D. Rockefeller, propietario de un enorme imperio financiero que incluía el control de la industria petrolífera, a menudo dedicaba sus charlas en la escuela dominical a inculcar a los niños el darwinismo social y hacerles ver el nacimiento de los grandes imperios económicos como el resultado natural del triunfo de los mejores. Pero no todo el mundo identificaba la sociedad con una jungla en donde todos y cada uno de sus miembros actúan según el dictado de sus intereses egoístas. El darwinismo social fue perdiendo influencia entre los científicos sociales. En versiones o formas distintas, sin embargo, el darwinismo social sigue ejerciendo cierta influencia entre los sectores políticos más conservadores. Desde el punto de vista de la sociología contemporánea las ideas de Spencer han sido muy atacadas. Se ha señalado, por ejemplo, que las capacidades de los individuos no pueden explicar por completo el éxito social y personal. Muchos sociólogos tampoco están de acuerdo con la idea de que premiando a los ricos y poderosos toda la sociedad vaya a beneficiarse con ello. Hoy en día muchas de las ideas de Spencer parecen tan crueles e inhumanas que no merecen ser defendidas. Para una visión más positiva de la obra de Spencer, véase Jonathan Turner, Herbert Spencer (1985). PERFIL Los tres grandes fundadores: una brevísima introducción Desde la década de los cincuenta, cuando la sociología realmente empezó a formar parte de los planes de estudios universitarios, se ha enseñado que Marx, Durkheim y Weber son sus fundadores principales. Existe una buena razón para ello: cada uno proporciona una interpretación esencial de la llegada de las modernas sociedades capitalistas, los rápidos cambios que siguieron a la Revolución Industrial y las transformaciones políticas clave de finales del siglo XVIII y del siglo XIX. Durante el dramático cambio que experimentó el panorama mundial, Marx, Durkheim y Weber ofrecieron explicaciones reveladoras a sus contemporáneos. Esas ideas continúan resultando valiosas para el análisis sociológico del siglo XXI, por ello las introducimos brevemente a continuación y las discutiremos con mayor profundidad a lo largo del libro. Marx (1803-1883) Marx proclamó que «toda la historia de la sociedad humana, hasta ahora, es una historia de luchas de clases» (afirmación de apertura del Manifiesto Comunista), y observó cómo un flujo de conflictos intergrupales constituía el distintivo de cualquier historia. Si bien las personas nacen en un contexto histórico que no han formado ellos, tienen la capacidad de contribuir a la historia, pueden cambiar el mundo en el que nacen. En el siglo XIX Marx comprobó que el capitalismo industrial (Véase Capítulo 4) se estaba convirtiendo en un sistema que llevaría a la explotación y al sufrimiento de las clases bajas. Tan pronto como la gente fuera consciente de su situación, llegaría el cambio (la revolución) y daría lugar a un nuevo equilibrio. El trabajo de Marx ha tenido un impacto impresionante en la vida intelectual, política y social. Pocas personas han oído hablar de Weber o Durkheim, pero Marx ha sido un nombre muy oído durante la mayor parte del siglo XX. Consideró que «los filósofos se han limitado a comprender el mundo, lo interesante es cambiarlo» y proclamó que «las ideas de las clases dirigentes han sido en todas las épocas las ideas dirigentes». Su obra tuvo una enorme importancia en el desarrollo de sociedades comunistas como las de la Unión Soviética o la China de Mao. A mediados del siglo XX más de una quinta parte de la población mundial vivía en sociedades comunistas inspiradas por él. Aunque hoy en día estas sociedades son vistas como fracasos a corto plazo que favorecieron profundamente las estructuras autoritarias y las tendencias genocidas, muchas de sus ideas continúan teniendo repercusión. En sociología, el trabajo de Marx continúa llamando la atención sobre la opresión y el conflicto en la vida social y sobre la naturaleza ubicua de la desigualdad y la explotación. Nacido en Alemania, tuvo que abandonar el país debido a los diversos problemas con las autoridades a los que su incesante crítica social le condujo. Vivió gran parte de sus últimos años inmerso en la pobreza, en el Londres victoriano, y fue enterrado en el cementerio de Highgate en 1883. Durkheim (1858-1917) Durkheim también veía el cambio en las sociedades: desde de las que se habían basado en la igualdad hacia las caracterizadas por un rápido avance de la división del trabajo. Esto incrementaba las diferencias (a la que él se refería como el movimiento de la sociedad mecánica hacia la orgánica), que podían asociarse con la caída de la integración y con la anomia final, un estado de ausencia de normas. Fue uno de los principales fundadores de la tradición estructural-funcionalista. Su influencia puede encontrarse hoy en las muchas teorías de los vínculos comunitarios y sociales, así como en los estudios sobre el poder de los símbolos y los rituales en la vida cotidiana. Durkheim fue el único de los tres grandes fundadores que trabajó en un departamento de sociología y se identificó como sociólogo. Subrayó que la sociología debe estudiar el mundo social, «tratar los hechos sociales como cosas», como asuntos que surgen al margen de la conciencia humana y que configuran nuestra forma de vivir. Weber (1864-1920) Weber consideraba que las sociedades estaban cada vez más dominadas por el pensamiento racional, y destacó el crecimiento de la burocracia (de la que hablamos en el Capítulo 6). Al tiempo que esto arrojaba beneficios, incrementaba el «desencanto» con el mundo: el hombre se ve atrapado en una jaula de hierro en la que hay pocas esperanzas de cambio. En esta situación, era muy probable que las religiones decayeran. El capitalismo había surgido principalmente por un cambio en la organización religiosa: el auge de la ética individualista del protestantismo. Weber estaba muy preocupado por las formas en las que las acciones humanas y sus significados desempeñan un papel crucial en la vida social. Su trabajo abarcó muchas áreas: música, religión, amor, leyes, economía y política, y consideró muchas civilizaciones. Luchó por encontrar el equilibrio entre sus compromisos políticos personales y su visión de la sociología como científicamente neutral. Fue el más pesimista de nuestros tres fundadores y, de hecho, su vida personal se vio afectada por una depresión permanente. Véase: John Hughes, Wes Sharrock y Peter Martin Understanding Calssical Social Theory: Marx, Weber, Durkheim (2.ª ed. 2003). RECUADRO Globalización: algunas definiciones A lo largo de la pasada década, la idea de lo «global» y la «globalización» se ha hecho más popular en los debates y las conversaciones. El propio término ha tenido distintos significados, a continuación ofrecemos algunas «definiciones» para que las considere y discuta. Lo que debe tener claro, en todo caso, es que hay mucho desacuerdo en cuanto al término, ya que conlleva distintos «bagajes ideológicos». Algunas personas abrazan el término; en ese caso, la globalización se considera ubicua y ventajosa: llama la atención sobre la diversidad y la hibridación; estimula el mercado y la riqueza internacional; conduce a una humanidad más universal a partir del conocimiento de los problemas medioambientales y de organizaciones internacionales como Naciones Unidas. Es el logro de la Edad Global y debe ser celebrado. (A estos algunas veces se los llama «transformacionistas» o «hiperglobalizadores». Véase Held et al. (1999:10). Los críticos, en cambio, sugieren que la globalización no aporta nada nuevo. La historia muestra cómo las naciones tienen una tendencia constante a explotar, colonizar y arrasar otras culturas; y está yendo a peor. «Global» en estos tiempos significa que las sociedades dominantes (capitalistas) están tomando las riendas de las finanzas y la cultura de otras sociedades (de hecho, para algunos significa «americanización»). Por tanto, ciertas regiones económicas y estados (fundamentalmente en Europa, Norteamérica y la costa Pacífica) se hacen más fuertes, de manera que no se tiende precisamente hacia una mayor universalidad. (A estos se los llama a veces «escépticos». Véase Hirst y Thompson, 2001). Escuche argumentaciones en torno a la globalización y averigüe de cuál de las visiones anteriores proceden. Apóyese en las siguientes definiciones recientes: - La globalización tiene algo que ver con la tesis de que todos vivimos en el mismo planeta [...] (Anthony Giddens, 1999: 7). - La globalización es la ampliación, intensificación y aceleración de la interconectividad del planeta en todos los aspectos de la vida contemporánea, desde la cultural hasta la criminal, desde la financiera hasta la espiritual. (David Held et al., 1999: 14-16). - La globalización [...] representa los procesos a través de los cuales el poder de los estados nacionales es socavado por actores transnacionales con diversos objetivos políticos, orientaciones, identidades y objetivos económicos o mercantiles. (Ulrich Beck, 2000b: 11). - La globalización es un proceso que consiste en aumentar la interconectividad entre las sociedades de modo que los sucesos que ocurren en una parte del mundo tienen cada vez mayores consecuencias sobre personas y sociedades que se encuentran muy alejadas. (John Baylis y Steve Smith, 1997: 7). - La globalización [...] se refiere tanto a la compresión del mundo como a la intensificación de la conciencia del mundo como un todo [...] no se refiere simplemente a la objetivización del aumento de la interconectividad. También se refiere a temas culturales y subjetivos, a saber, el alcance y la profundidad de la conciencia del mundo como un lugar único. (Roland Robertson, 1992: 8). - La Era Global implica la suplantación de la modernidad por la globalidad [...] [esto incluye] las consecuencias medioambientales globales de las actividades humanes conjuntas; la pérdida de seguridad donde el armamento tiene un poder de destrucción global; la globalidad de los sistemas de comunicación; el surgimiento de una economía global; y la reflexividad del globalismo, donde las personas y los grupos de todo tipo se refieren al planeta como el marco de sus creencias. (Martin Albrow, 1996: 4). OBSERVATORIO La globalización de la música: hip-hop en Japón En el pasado, excepto para los muy adinerados y para los viajeros, la música ha estado limitada a la comunidad local y vinculada a la tradición. Hoy, en cambio, la música fluye cada vez más de unas culturas a otras del mundo: forma parte del proceso de globalización. Por eso, podemos encontrar «músicas del mundo», estrellas musicales globales, clubes de fans internacionales y compañías discográficas que dominan el mercado de la música en todo el mundo. Los ejemplos de culturas musicales internacionales son abundantes: desde macrofestivales de música (a menudo celebrados con fines humanitarios) hasta «musicales globales» como Los Miserables —visto por 55 millones de personas en 40 países y 21 idiomas—. Cuando Los Tres Tenores (Domingo, Carreras y Pavarotti) actuaron en la Copa del Mundo de Fútbol de 1990, en Italia, surgió un movimiento de masas global con un renovado interés por la música clásica. La música forma parte ahora de la economía y los medios de comunicación mundiales. Fundamental en esta reflexión y muy relacionada con la globalización está la idea de la comodificación (transformación de aspectos de la vida en mercancía a la venta). La música se ha convertido en un objeto vendible, lo que ha implicado la venta de conciertos, CD, DVD y música en general, y también un agresivo merchandising de productos como pósters, programas de conciertos y otros similares. En 2007, por ejemplo, se vendieron entradas para la gira mundial de Barbra Streisand por 500 libras. La globalización ha conducido al desarrollo del mercado de la música en todo el mundo, con un 90 por ciento del mercado global repartido en solo cinco discográficas: EMI Records, Sony, AOL Time Warner, BMG y Vivendi Universal. Esta última es la mayor de las cinco, con una cuota de mercado del 29 por ciento y presente en 63 países. No obstante, algunas áreas del mundo no están bien atendidas por las «cinco grandes»: India se resiste a este dominio porque tiene su propia industria (por ejemplo, la llamada Bollywood); la débil economía de África, por su parte, hace que, más allá de Sudáfrica, el mercado no resulte atractivo. La música global parece estar cada vez más occidentalizada. Hasta cierto punto, las culturas locales de todo el mundo han sido invadidas por la música occidental, desde los conciertos de música clásica y la ópera (vistos como símbolo de estatus), hasta el rock, el pop, la MTV y todos sus derivados, que reproducen ampliamente el status quo occidental. Algunos proclaman que esta es una nueva forma de colonialismo, en la que las culturas locales pierden su tradición musical a expensas del dominio de Occidente, lo que se observa de forma especialmente clara en la convergencia de las culturas jóvenes y de sus gustos musicales. Pero la música global también se adapta a las tendencias y culturas locales. Los sociólogos se refieren a este fenómeno como la «glocalización del mundo de la música» (glocalización es el proceso por el que las comunidades locales responden de forma diferente a los cambios sociales. Véase Capítulo 5). Las tradiciones musicales rara vez son «puras», se unen y dan lugar a formas híbridas. La música clásica se aligera con la Classical FM; el rap, híbrido afroamericano de la música negra, se convierte en hip-hop japonés. Japón tiene un escenario de hip-hop fascinante que debe mucho a la música afroamericana pero que ha sido reconstruido en los clubes y los estudios de grabación de Tokio. En un estudio exhaustivo de este proceso, Ian Condry asistió a más de 120 actuaciones de hiphop en clubes de Tokio y de sus alrededores, a docenas de sesiones de grabación en distintos estudios y a entrevistas con raperos, directivos de discográficas, dueños de tiendas de música y periodistas. Narra cómo los jóvenes japoneses combinan la figura del samurai con las técnicas americanas de rap y la imaginería gangsta y cómo los autodescritos como «yelow B-boys» expresan su admiración por la «cultura negra». Vemos pues una mezcla (una unión o híbrido) del negro y el amarillo, el Japón clásico y la América negra. Condry explica cómo manipulan los raperos japoneses su lengua para lograr que el ritmo y la rima fluyan. Es un estudio fascinante (que probablemente podría repetirse en muchas otras culturas). Pone de manifiesto que la globalización de la cultura musical depende a menudo de las conexiones de base y de las actuaciones individuales, y no solo del control del mercado de los medios de comunicación (aunque sí pueden haber motivado el interés popular). El hip-hop se renueva constantemente en distintas localidades, por medio de actividades locales y para audiencias particulares (Condry, 2006): las culturas locales abrazan las formas musicales de otras culturas y las modifican. Fuente: Macionis, John; Plummer, Ken. Sociología. Pearson Educación, Madrid. 2011.
Introducción a la sociología (Cap. 4)4. La perspectiva sociológica: El hombre en la sociedad A cierta edad, los niños comienzan a estar sumamente interesados por la posibilidad de localizarse en un mapa. Parece extraño que nuestra vida familiar se haya desarrollado en realidad íntegramente en un área delineada por un conjunto de coordenadas bastante impersonales (y hasta ahora desconocidas) en la superficie del mapa. Las exclamaciones del niño “Yo estaba aquí” o “En este momento me encuentro aquí”, revelan la sorpresa que le produce el hecho de que el lugar donde pasó las vacaciones el pasado verano, un sitio marcado en su memoria por acontecimientos tan profundamente personales como la propiedad de su primer perro o la recogida en secreto de una colección de gusanos, posea latitudes y longitudes específicas proyectadas por personas extrañas a su perro, a gusanos y a sí mismo. Esta ubicación de nuestra propia persona en configuraciones concebidas por desconocidos, es uno de los aspectos importantes de lo que, quizá eufemísticamente, se llama “crecimiento”. Participamos en el mundo genuino de los adultos por el hecho de tener una dirección. El niño que apenas días atrás podría haber enviado por correo una carta dirigida “A mi abuelo”, informa ahora a un compañero que también colecciona gusanos su dirección exacta —la calle, la ciudad, el estado y todo— y descubre que su intento de alianza con el criterio del mundo de los adultos es legitimado dramáticamente con la llegada de la carta. A medida que el niño sigue aceptando la realidad de este aspecto del mundo, continúa acumulando membretes: “Tengo seis años”; "Me llamo Brown, como mi padre”; “Soy presbiteriano”; “Soy estadounidense”; y tal vez diga, algún tiempo después: “Estoy en la clase especial para muchachos sobresalientes, porque mi IQ es de 130”. Los horizontes del mundo, tal como lo definen los adultos, son determinados por las coordenadas de cartógrafos remotos. El niño puede crear identificaciones alternativas desempeñando el papel de papá cuando juega a la familia, de jefe indio o de Davy Crockett, pero en todo momento sabrá que únicamente está jugando y que los hechos reales acerca de sí mismo son los registrados por las autoridades escolares. Omitimos las comillas y por lo mismo revelamos que en nuestra niñez también nosotros fuimos atrapa* dos por el sentido común —por supuesto, debemos escribir entre comillas todas las palabras clave “saber”, “real”, “hechos”—. El niño sano es el que cree lo que dicen los informes escolares. El adulto normal es el que vive dentro de las coordenadas que le han sido asignadas. Lo que se denomina opinión de sentido común es en realidad la opinión que se da por sentada en el adulto. Es cosa de que los informes escolares se hayan convertido aproximadamente en una ontología. Ahora identificamos nuestra existencia como cosa natural con la manera en que estamos situados en el mapa social. Lo que esto significa para nuestra identidad y nuestras ideas será tratado más ampliamente en el siguiente capítulo. Nuestro mayor interés por el momento es la forma en que tal ubicación expresa a un individuo exactamente lo que puede hacer y lo que puede esperar de la vida. Estar situado en la sociedad significa encontrarse en el punto de intersección de fuerzas sociales específicas. Por regla general, pasamos por alto, con gran peligro para nosotros, estas fuerzas. Nos movemos en sociedad de acuerdo con sistemas cuidadosamente definidos de poder y de prestigio. Y una vez que sabemos cómo situamos, sabemos también que no es mucho lo que podemos hacer al respecto. La forma en que los individuos de las clases bajas usan los pronombres “ellos” o “ellas”, expresa muy bien esta conciencia de la heteronomía de nuestra vida. “Ellos” han resuelto las cosas de cierta manera, “ellos” marcan el tono, “ellos” hacen las leyes. Esta idea de “ellos” tal vez no se identifica con demasiada facilidad con individuos o grupos particulares. El término se refiere al “sistema”, el mapa trazado por desconocidos sobre el cual debemos seguir arrastrándonos. Pero sería una forma unilateral de observar el “sistema” si supusiésemos que este concepto pierde su significado cuando nos movemos en los niveles más altos de la sociedad. Indudablemente, habrá un mayor sentido de la libertad de movimiento y de decisión, y en la práctica esto es así. Pero las coordenadas básicas dentro de las cuales podemos movemos y decidir son trazadas, sin embargo, por otros hombres, la mayoría de ellos extranjeros,, la mayoría ya muertos. Inclusive el autócrata total ejerce su tiranía contra una resistencia constante, no necesariamente política, sino más bien la resistencia de la costumbre, del convencionalismo y del puro hábito. Las instituciones llevan aparejado un principio de inercia, cimentada quizá en su esencia en la dura roca de la estupidez humana. El tirano sabe que aun en el caso de que nadie se atreva a, actuar contra él, sus órdenes serán, a pesar de todo, anuladas una y otra vez por una simple falta de comprensión. La estructura de la sociedad erigida por extranjeros se reafirma incluso luchando contra el terror. Pero dejemos a un lado el problema de la tiranía. En los niveles que ocupa la mayoría de los hombres, incluyendo el autor y (nos imaginamos) casi todos los lectores de este libro, la situación en la sociedad constituye una definición de las reglas que debemos obedecer. Como hemos visto, el criterio sensato de la sociedad lo comprende así. El sociólogo no contradice esta comprensión. La hace más viva, analiza sus raíces, y algunas veces o la modifica o la amplía. Posteriormente veremos que por último la perspectiva sociológica va más allá de la comprensión común del “sistema” y de la fascinación que ejerce sobre nosotros. Pero en las situaciones sociales más específicas que el sociólogo se dispone a analizar, encontrará pocas razones para oponerse a la idea de que son tomadas en cuenta. Por el contrario, descollarán mucho más y de una manera más penetrante en nuestras vidas ocupando un lugar mucho más importante del que creíamos antes del análisis sociológico. Este aspecto de la perspectiva sociológica puede aclararse estudiando dos importantes áreas de investigación: el control social y la estratificación social. El control social es uno de los conceptos que se usan con más frecuencia en sociología. Se refiere a diversos métodos empleados por una sociedad para poner de nuevo en línea a sus miembros recalcitrantes. Ninguna sociedad puede existir sin un contra) social. Incluso un grupo reducido de personas que se reúnen sólo ocasionalmente tendrá que desarrollar sus mecanismos de control a fin de que el grupo no se disperse en poco tiempo. Se sobreentiende que los medios de control social varían enormemente de una situación social a otra. La oposición a los métodos característicos en una organización de negocios puede significar lo que los jefes de personal llaman una entrevista final, y en la pandilla criminal, el último paseo en automóvil. Los métodos de control varían según el propósito y el carácter del grupo en cuestión. En uno y otro caso, los mecanismos de control funcionan para eliminar al personal indeseable y (como lo expresó clásicamente el rey Cristóbal, de Haití, cuando hizo ejecutar a uno de cada diez hombres en su batallón de trabajo forzado) para “estimular a los demás”. El medio de control social fundamental e, indudablemente, el más antiguo, es la violencia física. En la sociedad salvaje de los niños éste es todavía el más importante. Pero inclusive en las sociedades gobernadas cortésmente bajo el sistema de las democracias modernas, el argumento final es la violencia. Ningún estado puede existir sin una fuerza policíaca o su equivalente en poder armado. Esta violencia final no puede emplearse con frecuencia. Antes de su aplicación, pueden tomarse innumerables medidas en forma de amonestaciones y reproches. Pero si se desatienden todos los avisos, incluso en cuestiones tan fútiles como el pago de un boleto de tránsito, lo último que sucederá es que un par de policías se presentará en la puerta con unas esposas y el transporte para presos. Incluso el polizonte moderadamente cortés que entrega la primera notificación de infracción de tránsito, es muy probable que vaya armado únicamente por previsión. Y hasta en Inglaterra, aunque generalmente no lo hace, en caso de necesidad sacará su pistola. En las democracias occidentales, con su énfasis ideológico en el acatamiento voluntario de las reglas legisladas popularmente, la presencia constante de la violencia oficial es un factor al que se le resta importancia. Su importancia se reduce a que todos estén enterados de fa existencia de esta violencia. Este factor es la base fundamental de todo orden político. La opinión del común de la sociedad así la considera y esto tiene algo que ver con la renuencia popular ampliamente difundida a eliminar la pena capital del derecho penal (aunque esta renuencia probablemente también se basa en la estupidez, la superstición y la bestialidad congénita que comparten los juristas con la masa de los ciudadanos). Sin embargo, la afirmación de que el orden político se apoya fundamentalmente en la violencia es igualmente cierta en los estados que han abolido la pena máxima. En ciertas circunstancias, a los soldados de caballería del estado les está permitido el empleo de sus armas en Connecticut en donde (muy a su satisfacción, como lo han expresado libremente) una silla eléctrica adorna la principal institución penal; sus colegas tienen esta misma posibilidad en Rhode Island, en donde la policía y las autoridades de la prisión tienen que pasarse sin esta ayuda. Se sobreentiende que los países que cuentan con una ideología menos democrática y humanitaria, se exhiben y se emplean los instrumentos de violencia con mucho menos cautela. Puesto que el uso constante de la violencia resultaría impracticable además de poco eficaz, los organismos oficiales encargados del control social confían principalmente en la influencia restrictiva que ejerce la disponibilidad, generalmente conocida, de los medios de violencia. Por diversas razones, esta confianza está justificada como regla general en cualquier sociedad que no se encuentra al borde de una disolución catastrófica (como por ejemplo, en casos de revolución, derrotas de guerra o desastres naturales.) La razón más importante es el hecho de que, incluso en los estados dictatoriales y terroristas, un régimen tiende a lograr aceptación y hasta apoyo con el simple paso del tiempo. Este no es el sitio adecuado para discutir la dinámica sociosicológica de este hecha En las sociedades democráticas la mayoría de la gente tiende por lo menos a compartir los valores en cuyo nombre se emplean los medios de violencia (esto no significa que estos valores sean admirables; por ejemplo: la mayoría de los blancos de algunas comunidades sureñas pueden estar de acuerdo con el empleo de la violencia administrada por los organismos policiacos con el fin de defender la segregación; pero esto no significa que la masa del pueblo apruebe el empleo de los medios de violencia). En cualquier sociedad en funcionamiento la violencia se usa parcamente y como último recurso, ya que la simple amenaza de esta violencia final basta para el ejercicio cuotidiano del control social. Para nuestro objeto en este tema, lo más importante de subrayar es que casi todos los hombres viven en situaciones en las que, en caso de fracasar todos los demás medios de coacción, la violencia puede emplearse contra ellos oficial y legalmente. Si se entiende de esta manera el papel de la violencia en el control social, se hace evidente que, por decirlo así, los penúltimos medios de coerción la mayor parte del tiempo son los más importantes para la mayoría de la gente. Aunque existe cierta tediosa identidad acerca de los métodos de intimidación considerados por los juristas y los policías, los medios menos violentos de control social ponen de manifiesto una gran variedad y algunas veces cierta imaginación. Probablemente inmediatamente detrás de los controles políticos y legales deberíamos colocar la presión económica. Existen pocos medios de coacción tan efectivos como los que amenazan nuestra subsistencia o nuestras ganancias. Tanto las empresas como los obreros utilizan eficazmente esta amenaza como un medio de control en nuestra sociedad. Pero los medios económicos de control son igualmente eficaces fuera de las instituciones llamadas correctamente la economía. Asimismo, las universidades y las iglesias usan las sanciones económicas con igual eficacia para refrenar a su personal de entregarse a una conducta descarriada que, de acuerdo con la opinión de las autoridades respectivas, va más allá de los límites de lo aceptable. De hecho, puede no ser ilegal el que un clérigo seduzca a su organista, pero la amenaza de ser excluido para siempre del ejercicio de su profesión será un control mucho más efectivo para su tentación que la posible amenaza de ir a la cárcel. Indudablemente, no es ilegal que un sacerdote exprese su opinión sobre cuestiones respecto á las cuales la burocracia eclesiástica preferiría guardar silencio, pero la posibilidad de pasar el resto de su vida en parroquias rurales con una remuneración insignificante constituye en verdad un argumento muy poderoso. Naturalmente, tales argumentos se emplean con más libertad en las instituciones económicas propiamente dichas, pero la administración de sanciones económicas en las iglesias o universidades no difiere mucho en sus resultados finales de la que se emplea en el mundo de los negocios. Allí donde viven o trabajan seres humanos en grupos compactos, en los cuales son conocidos personalmente y con los que están vinculados por sentimientos de lealtad personal (la clase que los sociólogos llaman grupos primarios), se ejercen mecanismos de control muy potentes y al mismo tiempo muy sutiles para atacar el descarrío efectivo o potencial. Estos son los mecanismos de persuasión, de escarnio, de murmuración y de oprobio. Se ha descubierto que en las controversias de grupo que se prolongan durante cierto período de tiempo, los individuos modifican sus anteriores opiniones para ajustarse a la norma del grupo, la cual corresponde a una especie de punto intermedio aritmético de todas las opiniones representadas en el grupo. El punto de incidencia de esta norma depende obviamente de los elementos que forman el grupo. Por ejemplo, si tenernos un grupo de veinte caníbales discutiendo sobre canibalismo con un individuo no caníbal. Lo más probable es que al final éste comprenda su argumento y, con ciertas reservas para guardar las apariencias (relacionadas, por ejemplo, con el devoramiento de parientes cercanos), se pasará completamente al punto de vista de la mayoría. Pero si tenemos una discusión de grupo entre diez caníbales que consideran la carne humana de un individuo de más de sesenta años demasiado dura para un paladar culto y otros diez caníbales que se empeñan melindrosamente en fijar el límite no más allá de los cincuenta años, lo más probable es que el grupo convenga con el tiempo en que los cincuenta y cinco años es la edad que divide el déjeuner (almuerzo) del débris (desecho) cuando se trate de seleccionar a los prisioneros. Estos son los prodigios de la dinámica de grupo. La causa de esta presión aparentemente inevitable tocante a un consenso tal vez sea un profundo deseo humano de ser aceptado, quizá por cualquier grupo de los que se encuentran en torno nuestro. Como es bien sabido por los terapeutas de grupo, los demagogos y demás especialistas en el campo de la dirección del consenso, este deseo puede manejarse de manera más eficaz. El ridículo y la murmuración son instrumentos potentes de control social en todas las clases de grupos primarios. Muchas sociedades se valen del ridículo como uno de los principales controles sobre los niños: el niño obedece, no por temor al castigo, sino para que no se rían de él Dentro de nuestra propia cultura más amplia, este método de “bromear” ha constituido una importante medida disciplinaria entre los negros del Sur. Pero la mayoría de los hombres han experimentado el temor glacial de hacer el ridículo en alguna situación social. La murmuración, de la que prácticamente no necesitamos dar detalles, resulta especialmente eficaz en las comunidades pequeñas, en donde la mayoría de la gente pasa su vida en un alto grado de notoriedad social y sujeta a inspección por parte de sus vecinos. En tales comunidades, la murmuración es uno de los principales canales de comunicación, esencial para el mantenimiento de la estructura social. Tanto el ridículo como la murmuración pueden ser manejados deliberadamente por una persona inteligente que tenga acceso a sus líneas de transmisión. Finalmente, uno de los medios más devastadores de castigo a la disposición de la comunidad humana es el de someter a uno de sus miembros al oprobio y al ostracismo sistemáticos. ; Resulta un poco irónico manifestar que este es uno de los mecanismos de control favoritos para su aplicación a los grupos que se oponen en principio al uso de la violencia. Un ejemplo de ello sería la práctica de la “exclusión” entre los menonitas de Amish. Un individuo que viola uno de los principales tabús del grupo (por ejemplo, el de tener relaciones sexuales con un forastero), es “excluido”. Esto significa que, aunque se le permite continuar trabajando y viviendo dentro de la comunidad, ningún soltero deberá dirigirle la palabra nunca. Es difícil imaginar un castigo más cruel. Pero éstos son los prodigios del pacifismo. Un aspecto del control social que debe recalcarse es el hecho de que con frecuencia esté basado en pretensiones fraudulentas. Luego nos ocuparemos más ampliamente de la importancia general del fraude en una comprensión sociológica de la vida humana; en este momento, recalcamos simplemente el hecho de que cualquier concepto del control social es incompleto, y por tanto engañoso, a menos que se tome en cuenta este elemento. Un niño puede ejercer un control considerable sobre el grupo de sus iguales, si tiene un hermano mayor al que pueda recurrir en caso de necesidad para que se pelee con cualquiera de los rivales. Sin embargo, a falta de tal hermano, es posible inventar uno. En ese caso, todo dependerá del talento del niño en relaciones públicas para que logre traducir su invención en un control efectivo. En todo caso, esto es indudablemente posible. En todas las formas de control social que hemos expuesto se encuentran presentes las mismas posibilidades de fraude. Este es el motivo de que la inteligencia tenga cierto valor de supervivencia en la competencia con la brutalidad, la malicia y los recursos materiales. Más tarde regresaremos de nuevo a este tema. Por lo tanto, es posible imaginamos como si nos halláramos en el centro (o sea, en el punto de presión máxima) de un conjunto de círculos concéntricos, cada uno de los cuales representa un sistema de control social. El círculo exterior bien podría representar el sistema social y político bajo el cual nos vemos obligados a vivir. Este es el sistema que, totalmente contra nuestra voluntad, nos gravará con impuestos, nos reclutará para la milicia, nos hará obedecer sus innumerables leyes y reglamentos, en caso necesario nos meterá en la prisión y en último recurso, nos matará. No es necesario que seamos republicanos con tendencias derechistas para sentirnos preocupados por la expansión siempre creciente del poder de este sistema en todos los aspectos concebibles de nuestra vida. Un ejercicio saludable sería el de anotar durante el lapso de una semana todas las ocasiones, incluyendo las que atañen a problemas fiscales, en las que nos encontramos en desacuerdo con las demandas del sistema político-legal. Podemos dar por terminado este ejercicio añadiendo a la suma total las militas y los períodos de encarcelamiento que podrían acarrearnos las desobediencias del sistema. Inciden talmente, el alivio con que podríamos recuperamos de este ejercicio nos lo proporcionaría quizá el recordar que los organismos de ejecución de las leyes normalmente son corrompidos y de una eficiencia sólo limitada. Otro sistema de control social que ejerce sus presiones sobre la solitaria figura del centro es el de la moral, las costumbres y los modales. Sólo los aspectos aparentemente más apremiantes (para las autoridades, claro) de este sistema, son investidos de sanciones legales. Sin embargo, esto no quiere decir que sin peligro alguno podamos ser inmorales, excéntricos o groseros. En este caso, todos los demás medios de control social entran en acción. La inmoralidad es castigada con la pérdida de nuestro empleo, la excentricidad con la pérdida de oportunidades para encontrar uno nuevo, y la mala educación con la imposibilidad de que se nos invite a participar en grupos que respetan lo que ellos consideran buenas maneras. El desempleo y el aislamiento pueden ser penas menores comparadas con la de ser arrastrados por los policías, pero en realidad no los juzgan así los individuos que los sufren. La oposición extrema a las costumbres de nuestra sociedad particular, que es totalmente refinada en sus instrumentos de control, puede acarrear una consecuencia más: la de que se nos defina, de común acuerdo, como “enfermos”. Una dirección burocrática ilustrada (tal como, por ejemplo, las autoridades eclesiásticas de algunas sectas protestantes), ya no arroja a la calle a sus empleados descarriados, sino que los obliga a someterse a un tratamiento impuesto por sus siquiatras consultores. De esta manera, el individuo que tiende a descarriarse (o sea, aquel que no se ajusta a los criterios de normalidad establecidos por la dirección o por su obispo) es amenazado aún con el desempleo y con la pérdida de sus vínculos sociales, pero además de eso es estigmatizado también como una persona que muy bien podría salir del grupo formado por un conjunto de hombres responsables, a menos que dé pruebas de remordimientos (“discernimiento”) y de “resignación” (“respuesta al tratamiento”). Así, los innumerables programas de “consejo”, “dirección” y “terapia” desarrollados en muchos sectores de la vida institucional contemporánea, fortalecen enormemente los instrumentos de control de la sociedad en conjunto y especialmente de aquellas partes de ella en que no pueden invocarse las sanciones del sistema político-legal. Pero además de estos sistemas ampliamente coercitivos que todo individuo comparte con grandes cantidades de compañeros sometidos también a control, existen otros círculos menos amplios de control a los cuales se encuentra sujeto. Su elección de un oficio (o, lo que a menudo es más exacto, la ocupación a la que por casualidad llega a parar), subordina inevitablemente al individuo a una diversidad de controles que a menudo son bastante severos. Existen controles formales de juntas encargadas de conceder licencias, de organizaciones profesionales y de sindicatos obreros; por supuesto, esto además de los requisitos formales establecidos por sus patronos particulares. Los controles informales impuestos por colegas y colaboradores resultan igualmente importantes. Por .otra parte, prácticamente no es necesario detenernos demasiado en este punto. El lector puede idear sus propios ejemplos: el médico que participa en un programa de seguro social, con gastos pagados, de grandes alcances; el empresario de pompas fúnebres que anuncia funerales económicos; el ingeniero industrial, que no toma en cuenta en sus cálculos el que un diseño se haga anticuado; el clérigo que afirma que no está interesado por el número de miembros de su iglesia (o mejor dicho, el que actúa en conformidad, ya que decir, casi todos dicen lo mismo); el burócrata del gobierno que gasta invariablemente menos del presupuesto que se le ha asignado; el ensamblador que se excede de las normas que consideran aceptables sus colegas, y así sucesivamente. Por supuesto, las sensaciones económicas son en estos casos las más frecuentes y eficaces: el médico se ve excluido de todos los hospitales disponibles, el empresario de pompas fúnebres puede ser expulsado de su organización profesional por “conducta poco ética”, el ingeniero puede que tenga que sentar plaza como voluntario del Cuerpo de Paz, al igual que el clérigo y el burócrata (en Nueva Guinea, digamos, en donde hasta ahora no hay diseños anticuados, donde los cristianos son muy escasos y están muy alejados entre sí y en donde la maquinaria gubernamental es lo bastante pequeña para ser relativamente racional), y el ensamblador descubre que todas las partes defectuosas de maquinaria en la fábrica han hallado la manera de congregarse en su banco de trabajo. Pero las sanciones de exclusión social, de desprecio y de ridículo pueden ser igualmente penosas de soportar. El desempeño de cualquier oficio en la sociedad, incluso en empleos humildes, trae consigo un código de conducta que es realmente difícil de contravenir. Generalmente la adhesión a este código resulta tan esencial para el curso de nuestra carrera como la capacidad técnica o la preparación. El control social de nuestro sistema de ocupaciones es tan importante porque el empleo determina nuestra conducta en casi .todos los demás aspectos de nuestra vida: a cuáles asociaciones voluntarias podremos incorporamos, quiénes serán nuestros amigos y el lugar donde podremos vivir. Sin embargo, totalmente aparte de las presiones de nuestro oficio, nuestros demás compromisos sociales imponen también sistemas de control, muchos de ellos menos inflexibles que el del oficio, pero algunos bastante más. Los códigos que rigen la admisión y continuada pertenencia a muchos clubes y organizaciones fraternales son tan severos como los que determinan quiénes pueden llegar a ser funcionarios ejecutivos 0 1 el manejo de máquinas IBM (algunas veces, afortunadamente para el atormentado candidato, los requisitos pueden ser, de hecho, los mismos). En las asociaciones menos exclusivas, las reglas pueden ser más flexibles y muy rara vez es excluida alguna persona, pero la vida puede ser tan totalmente desagradable para el inconforme permanente con las costumbres locales de los miembros del grupo, que el seguir participando en él se toma humanamente imposible. Los detalles que abarcan estos códigos no escritos varían, por supuesto, enormemente. Pueden incluir maneras de vestirse, lenguaje, gusto estético, convicciones políticas o religiosas, o simplemente modales en la mesa. Sin embargo, en todos estos casos constituyen círculos de control que circunscriben efectivamente el radio de acción posible del individuo en una situación particular. Finalmente, el grupo humano en el que transcurre lo que llamamos nuestra vida privada, o sea, el círculo de nuestra familia y amigos personales, constituye también un sistema de control. Sería un grave error dar por sentado que éste es forzosamente el más débil de todos, sólo porque no posee los medios formales de coacción de algunos de los demás sistemas de control. Es en este círculo en el que normalmente un individuo tiene sus vínculos sociales más importantes. La desaprobación, la pérdida de prestigio, el ridículo o el desprecio en este grupo íntimo, tiene una importancia sicológica mucho mayor que el encontrar estas mismas reacciones en otra parte. Puede resultar económicamente desastroso que nuestro jefe llegue finalmente a la conclusión de que somos una persona sin valor alguno, pero el efecto sicológico de tal dictamen resulta incomparablemente más destructor si descubrimos que nuestra esposa ha llegado a la misma conclusión. Es más, las presiones de este sistema de control más íntimo pueden aplicarse en los momentos en que estamos menos preparados para ellas. Generalmente, en nuestro trabajo nos encontramos en una posición más adecuada para rehacernos, para estar en guardia y para aparentar que estamos en nuestro elemento. El concepto contemporáneo estadounidense de la “familia”, un conjunto de valores que subraya enérgicamente que el hogar es un sitio para refugiarnos de las tensiones del mundo y un lugar de realización personal, contribuye eficazmente a este sistema de control. El hombre que cuando menos se encuentra relativamente preparado sicológicamente para luchar en su empleo, está dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa para proteger la precaria armonía de su vida familiar. Por último en orden pero no en importancia, el control social de lo que los sociólogos alemanes han llamado “la esfera de lo íntimo”, resulta especialmente poderoso debido a los mismos factores que entran en la formación de la biografía del individuo. Un hombre escoge a su espesa y a un buen amigo en actos de definición vital de sí mismo. Sus relaciones más íntimas son aquellas con la que debe contar para mantener los elementos más importantes de su imagen propia. En consecuencia, arriesgarse al desmoronamiento de estas relaciones significa arriesgarse a una pérdida total de sí mismo. Por lo tanto, no es extraño que muchos déspotas en su trabajo obedezcan rápidamente a su esposa y retrocedan ante el arqueo de las cejas de sus amigos. Si regresamos una vez más a la imagen de un individuo colocado en el centro de un grupo de círculos concéntricos cada uno de los cuales representa un sistema de control social, podremos comprender un poco mejor el hecho de que la posición en la sociedad signifique situarse a uno mismo con respecto a muchas fuerzas que los comprimen y coaccionan. El individuo que piensa consecutivamente en toda la gente a la que debe complacer, desde el recaudador de rentas interiores hasta su suegra, concibe la idea de que todos los miembros de la sociedad colocados en una situación superior a la suya harían bien en no descartar esta idea como un desvarío neurótico momentáneo. No es probable que de todos modos el sociólogo fortalezca esta idea, sin importarle lo que otros consejeros puedan decirle para que se desprenda de ella. Otro campo importante del análisis sociológico que puede ser útil para explicar todo el significado de la posición en la sociedad, es el de la estratificación social. El concepto de la estratificación se refiere al hecho de que cualquier sociedad se compondrá de niveles que se relacionan entre sí en términos de superordenación y de subordinación, ya sea en poder, privilegios o rango. Para exponerlo de manera más simple, la estratificación significa que toda la sociedad tiene un sistema de jerarquía. Algunos estratos ocupan una posición más alta y otros más baja. La suma de todos ellos constituye el sistema de estratificación de esta sociedad particular. La teoría de la estratificación es una de las partes más complejas del pensamiento sociológico y sería totalmente ajeno al presente contexto darle cualquier tipo de introducción. Basta decir que las sociedades difieren enormemente en los criterios según los cuales se asigna a los individuos los diversos niveles que han de ocupar, y que los distintos sistemas de estratificación, empleando criterios totalmente diferentes de colocación, pueden coexistir en la misma sociedad.- Evidentemente, son factores muy diferentes los que deciden la posición de un individuo en el esquema de estratificación de la tradicional sociedad de castas hindú de los que determinan su posición en una moderna sociedad occidental. Y los tres galardones principales de la posición social —el poder, los privilegios y el prestigio— a menudo no se superponen recíprocamente, sino que existen lado a lado en los distintos sistemas de estratificación. En nuestra sociedad, a menudo la riqueza conduce al poder político, aunque no ocurre inevitablemente así. También existen individuos poderosos con una riqueza muy escasa. Y el prestigio puede estar relacionado con actividades totalmente ajenas al rango económico o político. Estas advertencias pueden resultar útiles con fines preventivos cuando procedemos a examinar la forma en que la posición en la sociedad implica al sistema de estratificación, con su enorme influencia en toda nuestra vida. El tipo de estratificación más importante en la sociedad contemporánea occidental es el sistema de clases. El concepto de clase, como la mayoría de los conceptos en la teoría de estratificación, ha sido definido de maneras diferentes. Para nuestros fines, basta considerar la clase como un tipo de estratificación en el que nuestra posición general dentro de la sociedad se determina básicamente por criterios económicos. En una sociedad corno ésta, la posición que alcanzamos generalmente es más importante que aquella en la que nacimos (aunque la mayoría de la gente reconoce que la última ejerce una enorme influencia sobre la primera). Además, una sociedad de clases es una en la que existe por regla general un alto grado de movilidad social. Esto significa que las posiciones sociales no están establecidas de manera inmutable, que mucha gente cambia sus posiciones por una mejor o una peor en el curso de su vida y que, en consecuencia, ninguna posición parece totalmente segura. Como resultado de ello, los atavíos simbólicos de nuestra posición son muy importantes. Esto es, mediante el uso de diferentes símbolos (tales como objetos materiales, maneras de comportarse, gustos y lenguaje, tipos de asociación e incluso opiniones apropiadas), seguimos demostrando ante el mundo la posición a que hemos llegado. Esto es lo que los sociólogos llaman simbolismo de la condición social, y es un factor importante en los estudios de la estratificación. Max Weber ha definido la clase en función de las esperanzas que puede abrigar razonablemente un individuo en la vida. En otras palabras, nuestra posición desde el punto de vista de la clase nos da ciertas probabilidades u oportunidades de vida, respecto a la suerte que podemos esperar en la sociedad. Todos reconocen que esto es así en términos estrictamente económicos. Una persona perteneciente a la clase media superior de, por ejemplo, veinticinco años de edad, tiene mejores probabilidades de poseer un hogar en un barrio residencial, dos automóviles y una casa de campo en el Cabo dentro de diez años, que su coetáneo que ocupa una posición de clase media inferior, Esto no quiere decir que éste último no tenga absolutamente ninguna oportunidad de lograr estas cosas, sino simplemente que actúa con una desventaja estadística. Esto difícilmente puede sorprender a nadie, puesto que para empezar, la clase fue definida en términos económicos, y el proceso económico normal garantiza que los que tienen ahora, en el futuro tendrán mucho más. Pero la clase determina oportunidades de vida en aspectos que no se limitan a la situación económica propiamente dicha. Nuestra clase determina la cantidad de educación que probablemente recibirán nuestros hijos. Determina las medidas de atención médica de que disfrutamos nosotros y nuestra familia y, por lo tanto, nuestra longevidad o expectativa de vivir: oportunidades de vida en el sentido literal de la palabra. Las clases más elevadas de nuestra sociedad están mejor alimentadas, mejor alojadas, poseen una educación mejor y viven más en promedio que los ciudadanos menos afortunados. Estas observaciones pueden ser perogrulladas, poro nos parecen más importantes si observamos que existe una correlación estadística entre la cantidad de dinero que ganamos per annum y el número de años que podemos esperar permanecer en la tierra. Pero la importancia de la ubicación dentro del sistema de clase llega aún más lejos que esto. Las diferentes clases en nuestra sociedad no sólo viven de manera diferente desde el punto de vista cuantitativo sino también desde el cualitativo. Un sociólogo de méritos, contando con dos índices básicos de clase tales como el ingreso y el oficio, puede hacer una larga lista de predicciones acerca del individuo en cuestión, aun cuando no cuente con ninguna otra información. Gomo todas las predicciones sociológicas, éstas tendrán un carácter estadístico. Esto es, serán afirmaciones basadas en probabilidades y tendrán un margen de error. A pesar de ello, pueden hacerse con una buena dosis de seguridad. En posesión de estos dos detalles de información respecto al individuo, el sociólogo podrá hacer inteligentes conjeturas acerca dé la parte de la ciudad en que reside el individuo, así como respecto a las dimensiones y estilo de su casa. También podrá proporcionar una descripción general de la decoración interior de la casa, y conjeturar la clase de cuadros que adornarán las paredes y los libros o revistas que encontraremos probablemente en las repisas de la sala. Además, podrá adivinar el tipo de música que le gusta oír al individuo en cuestión, y si satisface este gusto asistiendo a los conciertos, poniendo el tocadiscos o la radio. Pero el sociólogo puede .hacer mucho más. Puede predecir en qué asociaciones voluntarias ha ingresado el individuo y a la iglesia a que pertenece. Puede calcular el vocabulario del individuo, formular ciertas reglas aproximadas de su sintaxis y demás usos del lenguaje. Puede adivinar la afiliación política del individuo y sus puntos de vista acerca de algunos asuntos públicos. Puede predecir el número de niños engendrados por él y si éste tiene relaciones sexuales con su esposa con las luces prendidas o apagadas. Será capaz de hacer ciertas afirmaciones acerca de la probabilidad de que el sujeto sufra algunas enfermedades, tanto físicas como mentales. Como ya hemos observado, estará en condiciones de colocar al hombre en la tabla de cálculos de un actuario en la cual se registra su presunta longitud de vida. Finalmente, si el sociólogo se decide a verificar todas estas conjeturas y solicita una entrevista al individuo en cuestión, puede calcular la probabilidad de que éste se niegue a concedérsela. Muchos de los elementos a que acabamos de referimos son puestos en vigor por controles externos en el medio ambiente de cualquier clase determinada. Así, el ejecutivo de una compañía que tiene una casa y una esposa “inconvenientes”, se verá sujeto a grandes presiones para que cambie ambas. Al individuo de dase obrera que desea afiliarse a una iglesia de la clase media superior se le hará saber en términos inequívocos que “podría ser mucho más feliz en otra parte”. O el niño de la clase media inferior que gusta de la música de cámara se verá sometido a grandes presiones para que cambie esta aberración por intereses musicales que estén más de acuerdo con los de su familia y sus amigos. Sin embargo, en muchos de estos casos la aplicación de controles externos resulta totalmente innecesaria, porque en realidad existen muy pocas probabilidades de que alguien se desvíe. La mayoría de los individuos que tienen por delante una carrera ejecutiva, se casan con la clase de mujer “adecuada” (el tipo de mujer que ha llamado David Riesman “vehículo de posición social” actuando prácticamente de manera instintiva; y la mayoría de los niños de la clase media inferior tienen formados sus gustos musicales desde temprana edad de tal manera que son relativamente inmunes a los halagos de la música de cámara. £1 medio ambiente de cada dase social forma la personalidad de sus miembros mediante innumerables influencias que comienzan desde su nacimiento y los conducen hasta la graduación de la escuela preparatoria, o hasta el reformatorio, según el casó. Solamente cuando estas influencias formativas dejan de alcanzar por alguna razón su objetivo, es necesario que entren en acción los mecanismos de control social. Por lo tanto, al tratar de comprender la importancia de la clase, no sólo estamos considerando otro aspecto del control social, sino que empezamos a captar la forma en que la sociedad se introduce en lo más profundo de nuestra conciencia, tema que expondremos más ampliamente en el siguiente capítulo. A estas alturas es necesario subrayar que estas observaciones sobre la clase no intentan de ninguna manera ser una denuncia indignada de nuestra sociedad. Indudablemente, existen algunos aspectos de las diferencias de clase que podrían modificarse mediante ciertos tipos de dirección social, tales como la discriminación de clases en la educación y las desigualdades de clase en la atención médica. Pero ninguna mayor o menor cuantía de dirección social cambiará, el hecho básico de que los distintos medio ambientes sociales ejercen diferentes presiones sobre sus miembros, o de que algunas de estas presiones conducen al éxito más que otras, tal como se ha definido el éxito en esta sociedad particular. Existen buenas razones para creer que algunas de las características fundamentales de un sistema de clase, tal como el que acabamos de delinear, se encontrarán en todas las sociedades industriales o en proceso de industrialización, incluyendo las dirigidas por regímenes socialistas que niegan la existencia de la clase en su ideología oficial. Pero si la situación en un estrato social en contraste con otro tiene estas consecuencias trascendentales en una sociedad relativamente tan “libre” como la nuestra, podemos imaginar fácilmente cuáles serán las consecuencias en sistemas más “cerrados”. Recurrimos aquí una vez más al instructivo análisis de Daniel Lemer acerca de las sociedades tradicionales del Medio Oriente, en las que la posición social- determinaba la identidad y las esperanzas de un individuo (incluso en la imaginación) hasta un punto que la mayoría de los occidentales hoy día encuentran difícil hasta de comprender. Sin embargo, las sociedades europeas antes de la revolución industrial no eran demasiado diferentes, en la mayoría de sus estratos, del modelo tradicional de Lemer. En tales sociedades, podemos inferir y recomponer la existencia integra de un hombre con sólo una mirada a su posición social, igual que podemos dar un vistazo a la frente de un hindú y observar en ella la señal de su casta. Sin embargo, inclusive en nuestra propia sociedad, superpuestos, por decirlo así, sobre el sistema de clase, existen otros sistemas de estratificación mucho más rígidos, y por los tanto mucho más determinantes de la vida íntegra de un individuo, que el de clase. Un ejemplo notable de esto en la sociedad estadounidense es el sistema racial, que la mayoría de los sociólogos consideran como una variedad del de castas. En tal sistema, la posición social básica del individuo (esto es, su asignación al grupo de casta que le corresponde) es determinada al nacer. Cuando menos en teoría, no tiene absolutamente ninguna posibilidad de cambiar esta posición en el curso de su vida. Un hombre podrá llegar a ser todo lo rico que quiera, pero seguirá siendo negro. O un individuo puede caer tan bajo como es posible hacerlo en relación con las costumbres de la sociedad, y a pesar de eso seguirá siendo blanco. Un individuo nace en su clase social, debe vivir toda su vida dentro de ella' y dentro de todas las limitaciones de conducta impuestas por ésta. Y, naturalmente, debe casarse y procrear hijos dentro de esta clase social. En realidad, al menos en nuestro sistema racial, existen algunas posibilidades de “engaño”: o sea, la costumbre de los negros de piel clara que “pasan” por blancos. Pero estas posibilidades contribuyen muy poco a cambiar la eficacia total del sistema. Las deprimentes realidades del sistema racial estadounidense son demasiado bien conocidas para que necesitemos dar muchos detalles a su respecto. Es evidente que la posición social de un individuo negro (por supuesto, esto sucede mucho más en el Sur que en el Norte, pero con menos diferencias entre las dos regiones de las que admiten generalmente los gazmoños blancos del Norte), entraña un encauzamiento de las posibilidades de subsistencia mucho más estrecho del que tiene lugar por el factor de clase. En realidad, las posibilidades de movilidad de clase del individuo son determinadas de manera mucho más definida por su posición racial, puesto que algunas de las incapacidades más severas de esta última tienen un carácter económico. Por lo mismo, la conducta, las ideas y la identidad sicológica de un hombre son determinadas en forma mucho más decisiva por la raza que por la clase. La fuerza restrictiva de esta posición puede observarse en su forma más pura (si es que puede aplicarse tal adjetivo, inclusive en un sentido casi químico, a un fenómeno tan irritante) en la etiqueta radal de la sociedad tradicional de los estados del Sur, en los que cada caso aislado de acción recíproca entre miembros de las dos castas era regulado en un ritual estilizado cuidadosamente planeado para honrar a una de las partes y humillar a la otra. Por la más ligera desviación del ritual, un negro se arriesgaba al castigo físico y un blanco al oprobio más extremo. La raza era un factor infinitamente más determinante que el lugar en el que pudiera residir un individuo o las personas con las que pudiera asociarse. Determinaba el acento lingüístico, los gestos, los chistes, e incluso se adentraba en los sueños de salvación de un individuo. En un sistema semejante, los criterios de estratificación llegan a convertirse en obsesiones metafísicas, como en el caso de la dama sureña que expresaba la convicción de que su cocinera iría con toda seguridad al cielo de los negros. Un concepto empleado comúnmente en la sociología es el de la definición de la situación. Inventado original mente por el sociólogo estadounidense W. I. Thomas, significa que una situación social es tal como la definen sus, participantes. En otras palabras, para los fines del sociólogo, la realidad es cuestión de definición. De ahí que el sociólogo deba analizar seriamente muchas facetas de la conducta humana que son absurdas y desilusionantes. En el ejemplo del sistema racial que dimos hace un momento, un antropólogo biólogo o físico puede echar una ojeada a las creencias raciales de los blancos del Sur y declarar que estas creencias son totalmente erróneas. En ese caso puede descartarlas considerando que no son sino una mitología más creada por la ignorancia y la mala voluntad humanas, recoger sus bártulos y regresar a casa. Sin embargo, la tarea del sociólogo sólo comienza en ese momento. No es ninguna ayuda para él descartar la ideología racial del Sur por considerarla una imbecilidad científica. Muchas situaciones sociales son controladas eficazmente por las definiciones de los tontos. En realidad, la imbecilidad que define la situación forma parte del material del análisis sociológico. Así, la comprensión funcional que tiene el sociológico de la “realidad” es algo peculiar, y de esto nos ocuparemos de nuevo después. Por el momento lo más importante es señalar que los controles inexorables por medio de los cuales la posición social determina nuestras vidas no pueden suprimirse bajando del pedestal las ideas que rodean estos controles. Pero hay algo más que añadir. Nuestras vidas no son dominadas únicamente por tas sandeces de nuestros contemporáneos, sino también por las de hombres que han muerto hace mucho tiempo. Es más, toda tontería gana crédito y reverencia con cada año que pasa después de su promulgación original. Como ha señalado Alfred Schuetz, esto significa que toda situación social en que nos encontremos no sólo es definida por nuestros coetáneos, sino que ya fue definida antes por nuestros antecesores. Puesto que no nos es posible hablar con nuestros antepasados, generalmente es más difícil librarse de sus interpretaciones erróneas que de las que se elaboran en nuestra misma vida. Podemos ver este hecho en el aforismo de Fontanelle de que los muertos son más poderosos que los vivos. Es importante recalcar esto porque nos demuestra que incluso en las áreas en donde la sociedad nos permite aparentemente cierta facultad para elegir, la mano poderosa del pasado reduce nuestras alternativas. Volvamos, por ejemplo, a un episodio evocado anteriormente: la escena en que una pareja de enamorados se sienta a la luz de la luna. Imaginemos además que esta sesión iluminada por la luna resulta la decisiva, la entrevista en la que se hizo y fue aceptada una proposición de matrimonio. Ahora bien, sabemos que la sociedad contemporánea impone grandes limitaciones a esta elección, facilitándola enormemente entre parejas que encajan en las mismas categorías social-económicas y colocando considerables obstáculos en el camino de las que pertenecen a diferentes categorías. Pero es igualmente evidente que incluso cuando los que viven aún no hacen intentos conscientes por limitar la elección de los participantes en este drama particular, los muertos dejaron escrito desde hace mucho tiempo el argumento o sinopsis de casi todos los pasos que se dan. La idea de que la atracción sexual puede transformarse en una emoción romántica fue concebida y aderezada por trovadores de melancólica voz que daban gusto a la imaginación de damas aristocráticas que vivieron alrededor del siglo XII. La idea de que un hombre debe fijar su impulso sexual permanente y exclusivamente en una sola mujer, con quien debe compartir el lecho, el baño y el aburrimiento de un millar de desayunos con los ojos nublados aún por el sueño, fue creada un poco antes por teólogos misantrópicos. Y la suposición de que la iniciativa en el establecimiento de este maravilloso convenio debería estar en manos del hombre, sucumbiendo graciosamente la mujer ante la impetuosa embestida de su galanteo, se remonta a épocas prehistóricas cuando los salvajes guerreros invadieron por primera vez alguna pacífica aldea matriarcal, arrastrando consigo a las chillonas hijas hasta sus cabañas maritales. Lo mismo que estos venerables antepasados han decidido el marco de referencia básico dentro del cual se desarrollarán las pasiones de nuestra pareja ejemplar, así cada paso de su noviazgo ha sido definido y fabricado previamente y, si queremos decirlo así, “determinado”. No es únicamente que dé por sentado que se enamoren y celebren un matrimonio monógamo en el que ella renuncia a su apellido y él a su solvencia; que este amor deba ser manufacturado a toda costa o el matrimonio parecerá poco sincero a todos los interesados y que el estado y la iglesia vigilarán con ansiosa atención el ménage una vez que éste se establece: todas suposiciones fundamentales maquinadas siglos antes del nacimiento de los protagonistas. Cada paso de su noviazgo está proyectado también en el ritual social y, aunque siempre existe cierta libertad para las improvisaciones, es probable que tantas restricciones pongan en peligro el éxito de toda la operación. De esta manera, nuestra pareja progresa predeciblemente (con lo que un abogado llamaría la “celeridad debida premeditada”) de las citas para el cine a las citas en la iglesia, hasta los compromisos para reunirse con la familia; de tomarse de las manos hasta las exploraciones a manera de ensayo de lo que planeaban originalmente guardar para después; de los planes para pasar la tarde hasta los planes para la construcción de su casa suburbana, ocupando la escena a la luz de la luna su lugar adecuado en esta secuencia ceremonial. Ninguno de ellos ha inventado este juego o una parte de él. Únicamente han decidido que lo compartirán uno con el otro, en lugar de hacerlo con otros posibles compañeros. Tampoco tienen muchas alternativas acerca de lo que ha de suceder después del necesario ritual de intercambio de la pregunta y la respuesta. La familia, los amigos, el clero, los vendedores de joyas y de seguros de vida, los floristas y decoradores de interiores, aseguran que el resto de la partida se jugará también de acuerdo con las reglas establecidas. En realidad, estos guardianes de la tradición tampoco tienen que ejercer mucha presión sobre los protagonistas principales, puesto que las expectativas de su mundo social han sido erigidas mucho tiempo atrás dentro de sus propios proyectos para el futuro: ellos desean precisamente lo que la sociedad espera de ellos. Si esto es así en los aspectos más íntimos de nuestra existencia, es fácil imaginar que lo mismo sucede en casi toda situación social con la que tropecemos en el curso de la vida. La mayoría de las veces el juego ya ha sido “determinado” mucho antes de que lleguemos a la escena. Y la mayor parte del tiempo lo único que podemos hacer es jugarlo, con más o menos entusiasmo. El profesor que se planta frente a sus alumnos, el juez que pronuncia la sentencia, el predicador que fastidia a su auditorio, el comandante que ordena a sus tropas que entren en la batalla, todos estos personajes llevan a cabo actividades que han sido definidas de antemano dentro de límites muy estrechos. Y los poderosos sistemas de controles y sanciones permanecen en defensa de estos límites. Tras estas consideraciones, podemos llegar ahora a una comprensión más profunda del funcionamiento de las estructuras sociales. Un concepto sociológico muy útil en el que podemos basar esta comprensión es el de la “institución”. Una institución fce define comúnmente como un complejo distintivo de actos sociales». Así, podemos hablar de la ley, de la clase, del matrimonio o de la religión organizada como instituciones establecidas. Sin embargo, tal definición no nos dice de qué manera se relaciona la institución con las acciones de los individuos implicados. Amold Gehlen, un científico social alemán contemporáneo, ha dado una respuesta sugestiva a esta pregunta. Gehlen considera que la institución es un organismo regulador que canaliza las acciones humanas en forma muy semejaste a la manera en que les instintos canalizan la conducta animal. En otras palabras, las instituciones proporcionan maneras de actuar por medio de las cuales es modelada y obligada a marchar la conducta humana, en canales que la sociedad considera los más con valientes. Y este truco se lleva a cabo haciendo que estos canales le parezcan al individuo los únicos posibles; Tomemos un ejemplo. Puesto que a los gatos no hay que enseñarles a cazar ratones, aparentemente existe algo en las dotes congénitas de un gato (un instinto, si les gusta el término) que lo hace comportarse de esta manera. Presumiblemente, cuando un gato ve un ratón, hay algo dentro de él que le insiste: ¡Come! ¡Come! El gato no opta exactamente por obedecer esta voz interior. Simplemente sigue la ley de lo más profundo de su ser y arranca tras el desventurado ratón (que, suponemos, tiene una V02 interior que le repite ¡corre! ¡corre!). Como Lutero, el gato no puede hacer otra cosa. Pero permítasenos desviamos de nuevo hacia la pareja de la que nos ocupamos anteriormente con tan manifiesta falta de benevolencia. Cuando nuestro joven vio por primera vez a la muchacha destinada a provocar la representación a la luz de la luna (o, si no la primera vez, poco tiempo después), también se encontró escuchando una voz interior que le daba una orden clara y perentoria. Y su conducta posterior demuestra que también para él esta voz fue irresistible. No, esta orden no es lo que probablemente está pensando el lector — este imperativo que comparte congénitamente nuestro joven con los jóvenes gatos, chimpancés y cocodrilos, la cual no nos interesa por el momento. La orden que nos interesa es la que le dice ¡Cásate! ¡Cásate! Porque, a diferencia del otro, este imperativo no nació con el joven. Le fué inculcado por la sociedad, reforzado por las innumerables presiones de la erudición familiar, la educación moral, la religión y los medios publicitarios de masas. En otras palabras, el matrimonio no es un instinto sino una institución. A pesar de ello, la forma en que encauza la conducta dentro de canales determinados con anterioridad es muy similar a cómo se comportan los instintos cuando se les mantiene dominados. Esto se evidencia si tratamos de imaginar lo que haría nuestro joven en ausencia del imperativo institucional. Por supuesto, podría hacer un número casi infinito de cosas. Podría tener relaciones sexuales con la muchacha, abandonarla y no volver a verla jamás. Podría esperar basta que nazca su primer hijo y entonces pedir a su tío materno que lo críe. O podría acercarse a tres compañeros suyos y preguntarles si querrían tomar conjuntamente a la muchacha como su mujer común. O podría incorporarla en su harem junto con las veintitrés mujeres que viven ya en él. En otras palabras, en vista del impulso de su sexo y de su interés en esta muchacha particular, se encontraría verdaderamente en u n apuro. Inclusive suponiendo que haya estudiado antropología y que sepa que todas las alternativas mencionadas anteriormente son cosa normal en alguna cultura humana, todavía pasaría momentos difíciles para decidir cuál de esas alternativas sería más conveniente seguir en este caso. Ahora podemos comprender lo que hace por él el imperativo institucional. Lo protege de esta situación apurada. Le cierra todas las demás alternativas, en favor de la que su sociedad ha fijado previamente para él. Inclusive excluye estas otras opiniones de su conciencia. Le da a conocer una fórmula: lo que debe hacerse cuando se ama es casarse. Todo lo que debe hacer ahora es volver sobre los pasos preparados para él en este programa. Esto puede tener de por sí bastantes dificultades, pero son de un orden muy diferente de aquellos a que se enfrentaba un protohombre que se encontraba con una protomujer en un claro de la selva primitiva teniendo que lograr a fuerza de trabajo un modus vivendi viable con ella. En otras palabras, 1a institución del matrimonio sirve para canalizar la conducta de nuestro joven y para hacer que obre de acuerdo con el modelo. La estructura institucional de la sociedad suministra la tipología a nuestras acciones. Sólo muy rara vez estamos en posición de idear nuevos tipos para que nos sirvan después de modelo. Casi todos tenemos la alternativa máxima entre el tipo A y el B, los cuales han sido definidos para nosotros a priori Así, podríamos preferir ser artistas en vez de hombres de negocios. Pero en cualquier caso, nos encontraremos con definiciones bastante precisas de lo que debemos hacer después. Y ninguno de los dos modos de vida habrán sido inventados por nosotros mismos. Otro aspecto más del concepto de la institución de Gehlen en el que debemos hacer hincapié, porque será de gran importancia en nuestro argumento, es lo inevitable que son aparentemente sus imperativos. El joven de tipo promedio en nuestra sociedad no sólo rechaza las opciones de poliandria y poligamia, sino que, al menos en lo que se refiere a sí mismo, las considera literalmente inconcebibles. Cree que el método de acción determinado institucionalmente es el único que se sería posible adoptar, el único para el que está ontológicamente capacitado. Posiblemente el gato, si reflexionase sobre sus persecuciones a la caza de ratones, llegaría a la misma conclusión. La diferencia es que el gato tendría razón de llegar a esta conclusión, en tanto que el joven no. Por lo que nos es dado conocer, un gato que se negase a cazar ratones sería una monstruosidad biológica, posiblemente el resultado de una alteración maligna, y sin duda alguna un traidor a la esencia misma de la raza felina. Pero todos sabemos muy bien que tener muchas esposas o ser uno de los muchos maridos de una mujer no es una traición a la humanidad, en cualquier sentido biológico, ni siquiera a la virilidad. Y puesto que para los árabes es biológicamente posible tener lo primero y para los tibetanos ser lo segundo, también debe ser biológicamente posible para nuestro joven. En realidad, sabemos que si a éste lo hubiesen raptado de su cuna y lo hubiesen embarcado con rumbo a costas lejanas a una edad lo bastante temprana, no habría sido criado para ser el muchacho animoso y bastante sentimental de nuestra escena a la luz de la luna, sino que se habría convertido en un vigoroso polígamo en Arabia, o en un satisfecho marido múltiple en Tibet. O sea, que se está engañando a sí mismo (o, más correctamente, está siendo engañado por la sociedad) cuando considera inevitable su método de acción a este respecto. Esto significa que toda estructura institucional debe depender de un engaño y que toda existencia en sociedad lleva consigo un elemento de mala fe. A primera vista, esta idea nos puede parecer totalmente deprimente, pero como veremos, en realidad nos ofrece la primera visión de un aspecto de la sociedad menos determinista del que hemos obtenido hasta ahora. Sin embargo, por el momento, nuestras consideraciones de la perspectiva sociológica nos han llevado hasta un punto en el que la sociedad se parece más a una prisión, una gigantesca Alcatraz, que a cualquier otra cosa. Hemos pasado de la satisfacción infantil de tener una dirección, unas señas, a la comprensión adulta de que la mayoría de las cartas son desagradables. Y la comprensión sociológica tan sólo nos ha ayudado a identificar más de cerca a todos los personajes, muertos o vivos, que tienen el privilegio de sentarse en lugar más prominente que el nuestro. El enfoque de la sociología que se acerca más a la expresión de este tipo de aspecto de la sociedad es el enfoque asociado con Emile Durkheim y su escuela. Durkheim subrayó que la sociedad es un fenómeno sui generis, es decir, nos pone frente a una realidad muy sólida que no puede reducirse ni traducirse a otros términos. Afirmó después que las realidades sociales son “cosas” que poseen una existencia objetiva ajena a nosotros tal como los fenómenos de la naturaleza. Lo hizo principalmente para proteger a la sociología de ser engullida por los sicólogos de mentalidad imperialista, pero su concepto tiene una importancia que va más allá de este interés metodológico. Una “cosa” es algo parecido a una roca que, por ejemplo, se atraviesa en nuestro camino y que no podemos mover por el hecho de desear que no exista o imaginando que tiene una forma diferente. Una “cosa” es algo contra lo cual podemos arrojamos en vano, algo que existe contra todos nuestros deseos y esperanzas y que, Analmente, puede caer sobre nuestra cabeza y matamos. Es en este sentido en el que la sociedad es una colección de “cosas”. La ley ejemplifica esta cualidad de la sociedad tal vez más claramente que cualquier otra institución social. Si seguimos atentamente la concepción de Durkheim, entonces la sociedad se presenta ante nosotros como un artificio objetivo. Está ahí, como algo que no puede negarse y que debemos tener en cuenta; La sociedad es externa para nosotros. Nos circunda, rodea nuestra vida por todos lados. Estamos dentro de la sociedad, ubicados en sectores específicos del sistema social. Esta ubicación determina y define de antemano casi todos nuestros actos, desde el lenguaje hasta la etiqueta, desde las creencias religiosas que defendemos hasta la probabilidad de que cometamos un suicidio. Nuestros deseos no se toman en consideración en este problema de la ubicación social y nuestra resistencia intelectual a lo que la sociedad prescribe o proscribe a menudo no tiene ningún valor y, en el mejor de los casos, vale muy poco. La sociedad, como un hecho objetivo y externo, se enfrenta a nosotros especialmente en forma de restricción. Sus instituciones modelan nuestros actos e incluso plasman nuestras esperanzas. Estas nos recompensan en la medida en que permanezcamos dentro de los límites de las funciones que se nos han asignado. Si nos salimos de estos límites, la sociedad dispone de una variedad casi infinita de instrumentos de control y de coerción. Las sanciones de la sociedad, en cualquier momento de la existencia, son capaces de mantenemos aislados en medio de nuestros compañeros, de exponemos al ridículo, de privarnos del sustento y de nuestra libertad, y en el último de los casos, de despojamos de nuestra propia vida. El derecho y la moral de la sociedad pueden crear amplias justificaciones para cada una de estas sanciones y la mayoría de nuestros semejantes las aprobarán si son empleadas contra nosotros en castigo por nuestro descarrío. Finalmente, estamos situados dentro de la sociedad no sólo en espacio sino también en tiempo. Nuestra sociedad es una entidad histórica que se extiende temporalmente más allá de cualquier vida individual. La sociedad nos precede y sobrevivirá después de nuestra muerte. Existía ya antes de nuestro nacimiento y existirá después de nuestra desaparición. Nuestras vidas no son sino episodios en su marcha majestuosa a través del tiempo. En resumen, la sociedad es la muralla que nos aprisiona en la historia. Introducción a la sociología
Peter Berger Cap. 4: La perspectiva sociológica: El hombre en la sociedad. 1963 Fuente: Berger, Peter. Introducción a la sociología. Editorial Limusa Wiley, México, 1967. Si la presentación del capítulo anterior ha sido fructuosa, será posible aceptar la sociología como una preocupación intelectual de gran interés para ciertos individuos. Sin embargo, detenemos a estas alturas sería en realidad muy poco sociológico. El hecho mismo de que la sociología apareciese como una disciplina en una etapa determinada de la historia occidental debería obligamos a averiguar con más detalle cómo es posible que algunas personas se ocupan de ella y cuáles son los requisitos para esta ocupación. En otras palabras, la sociología no es independiente del tiempo ni es una empresa forzosa de la mente humana. Si admitimos esto, surge lógicamente una interrogante acerca de los factores convenientes que hacen de ella una necesidad para determinadas personas. En realidad, quizá ninguna actividad intelectual sea eterna o necesaria. Pero la religión, por ejemplo, ha sido poco menos que universal al incitar una intensa preocupación mental a través de toda la historia de la humanidad, en tanto que los pensamientos destinados a resolver los problemas económicos de la existencia han sido una necesidad en 1a mayoría de las .culturas humanas. Sin duda alguna, esto no significa que la teología o la economía, en nuestro sentido contemporáneo, son fenómenos universalmente presentes de la mente, pero al menos pisamos un terreno seguro si decimos que el pensamiento humano siempre parece haber estado dirigido hacia los problemas que ahora constituyen la materia principal de estas disciplinas. Sin embargo, de la sociología no puede decirse siquiera otro tanto. Esta se manifiesta más bien como una reflexión peculiarmente moderna y occidental. Y, como trataremos de demostrar en este capítulo, está constituida por una forma particularmente moderna de conocimiento de sí mismo. La peculiaridad de la perspectiva sociológica se toma clara con cierta consideración acerca del significado del término “sociedad”, el cual se refiere al objetivo por excelencia de la disciplina. Como la mayoría de los términos empleados por los sociólogos, éste se deriva del uso común, en el cual su significado es bastante impreciso. Algunas veces quiere decir una asociación particular de personas (como en la “Sociedad Protectora de Animales”), en algunas ocasiones sólo a las personas dotadas de un gran prestigio o privilegios (como en la “Sociedad de Damas de Boston”) y en otras ocasiones se emplea simplemente para denotar compañía de cualquier tipo (por ejemplo, “él sufrió mucho en aquellos años por falta de sociedad”.) Existen también otros significados menos frecuentes. El sociólogo usa el término en un sentido más preciso, aunque existen, por supuesto, diferencias en la manera de usarlo aun dentro de la propia disciplina. El sociólogo considera que el término “sociedad” denota un gran complejo de relaciones humanas, o, expresándolo en un lenguaje más técnico, piensa que se refiere a un sistema de interacción. La palabra “gran” es difícil de especificar cuantitativamente en este contexto. El sociólogo puede hablar de una “sociedad” que incluye a millones de seres humanos (por ejemplo, la “sociedad estadounidense”), pero también puede usar el término para referirse a una colectividad numéricamente más reducida (digamos, “la sociedad de alumnos de segundo año en esta universidad”). Dos personas charlando en una esquina difícilmente constituirán una sociedad, pero tres personas que han quedado desamparadas en una isla sin duda alguna sí lo serán. Por lo tanto, la aplicabilidad del concepto no puede determinarse solamente por razones cuantitativas. Más bien se aplica cuando un complejo de relaciones es lo suficientemente breve para ser analizado por sí mismo, reconocido como una entidad autónoma y opuesto a otros de la misma clase. El adjetivo “social” debe ser definido igualmente para su uso sociológico. En el lenguaje común puede denotar también muchas "cosas diferentes: la calidad informal de una reunión determinada (“esta es una reunión social, no discutiremos de negocios”) , la actitud altruista por parte de alguien (“él tiene un gran interés social en su trabajo”), o más generalmente, cualquier cosa derivada de contacto con otras personas (“una enfermedad social”). El sociólogo usará el término más limitadamente y en forma más precisa para referirse a la calidad de la interacción, de la interrelación y de la reciprocidad. Así, dos hombres charlando en una esquina no constituyen una “sociedad”, pero lo que trasciende de ellos es sin duda “social”. La “sociedad” está integrada por un complejo de tales acontecimientos “sociales”. Por lo que respecta a la definición exacta de lo “social”, es difícil perfeccionar la definición de Max Weber de una situación “social”: aquella en la que la gente orienta recíprocamente sus acciones. La trama de significados, expectativas y dirección resultante de tal orientación mutua es la materia prima del análisis sociológico. No obstante, esta purificación de la terminología no basta para demostrar la distinción del ángulo de visión sociológico. Podemos acercamos más comparando a este último con la perspectiva de otras disciplinas que se ocupan de las acciones humanas. Por ejemplo, el economista está interesado en los análisis de los procesos que ocurren en la sociedad y que pueden describirse como sociales. Estos procesos tienen que ver con el problema básico de la actividad económica: la distribución de los escasos bienes y servicios dentro de una sociedad. El economista se ocupará de estos procesos en cuanto a la manera en que realizan, o no pueden realizar, esta función. El sociólogo, al observar los mismos procesos, naturalmente tendrá que tomar en cuenta su propósito económico. Pero su interés característico no se encuentra forzosamente relacionado con este propósito como tal. El sociólogo se interesará en una variedad de relaciones e interacciones humanas que pueden ofrecerse aquí y que pueden ser totalmente ajenas a las metas económicas en cuestión. Así pues, la actividad económica implica relaciones de poder, prestigio, prejuicio e incluso de funcionamiento que pueden analizarse únicamente con una alusión marginal a la función propiamente económica de la actividad. El sociólogo descubre que su materia de estudio está presente en todas las actividades humanas, pero no todos los aspectos de estas actividades constituyen esta materia. La interacción social no es cierta sección especializada de la manera en que actúan los hombres entre sí. Más bien es un aspecto determinado de todas estas acciones. Otra manera de expresarlo es que el sociólogo realiza un tipo especial de abstracción. Lo social, como materia de estudio, no es un campo separado de la actividad humana. Más bien (haciendo nuestra una frase de la teología sacramental luterana) está presente “en, con y debajo” de muchos campos diferentes de tal actividad. El sociólogo no observa fenómenos de los que ninguna otra persona está enterada. Pero observa los mismos fenómenos de manera diferente. Como un ejemplo más podríamos tomar la perspectiva del abogado. Aquí encontramos afectivamente un punto de vista mucho más amplio en cuanto a su campo de aplicación, que el del economista. Casi todas las actividades humanas pueden caer, en un momento u otro, dentro de la competencia de abogado. Este es en realidad el hechizo de la abogacía. Asimismo, descubrimos en este campo un procedimiento de abstracción muy especial. De la enorme riqueza y variedad de la conducta humana, el abogado selecciona los aspectos pertinentes (o, como él diría, “materiales'’) para su marco de referencia muy particular. Como sabe muy bien toda persona que se ha visto involucrada alguna vez en un litigio, los criterios de lo que es o no pertinente según la ley a menudo sorprenderán enormemente a los causantes en el caso en cuestión. No es necesario que nos ocupemos de esto aquí. Preferiríamos observar que el marco de referencia legal está integrado por cierto número de modelos cuidadosamente definidos de la actividad humana. Así, tenemos modelos patentes de obligaciones, responsabilidades o perversidad. Es necesario que prevalezcan condiciones definidas antes de que cualquier acto empírico pueda ser clasificado bajo uno de estos membretes, y estas condiciones son formuladas por leyes o por precedentes. Cuando no se llenan estos requisitos, el documento en cuestión es legalmente inaplicable. La habilidad del abogado consiste en conocer las reglas según las cuales se estructuran estos modelos. Dentro de su marco de referencia, sabe cuándo un contrato comercial es válido, cuándo puede hacerse responsable de negligencia al chofer de un automóvil, o cuándo ha tenido lugar un estupro. El sociólogo puede observar estos fenómenos, pero su marco de referencia será totalmente diferente. Más importante aún, su criterio sobre estos fenómenos no puede derivarse de leyes positivas o del precedente. Su interés en las relaciones humanas que tienen lugar en una transacción comercial no tiene relación con la validez legal de los contratos firmados, al igual que la desviación en la conducta sexual, sociológicamente tan interesante, no puede ser apta para catalogarla bajo algún membrete en particular. Desde el punto de vista del abogado, la investigación del sociólogo es ajena al marco de referencia legal. Refiriéndonos a la estructura conceptual de la ley, podríamos decir que la actividad del sociólogo tiene un carácter subterránea Al abogado le incumbe lo que podríamos llamar el concepto oficial de la situación. A menudo el sociólogo trata con conceptos realmente extraoficiales. Para el abogado, lo que debe comprender esencialmente es cómo considera la ley a un tipo determinado de criminal. Para el sociólogo resulta igualmente importante la manera en que el criminal considera la ley. En consecuencia, formular preguntas sociológicas presupone que estamos interesados en mirar un poco más adelante de las metas comúnmente aceptadas u oficialmente definidas de las acciones humanas. Presupone un cierto conocimiento de que los sucesos humanos tienen diferentes niveles de significado, algunos de los cuales se ocultan de la conciencia de la vida diaria. Incluso puede presuponer cierto grado de recelo acerca de la forma en que las autoridades interpreten oficialmente los sucesos humanos, ya sean de un carácter político, judicial o religioso. Si estamos dispuestos a llegar tan lejos, perecería evidente que no todas las circunstancias históricas son igualmente favorables para el desarrollo de la perspectiva sociológica. En consecuencia, parecería plausible que el pensamiento sociológico tendría mejor oportunidad para desarrollarse en circunstancias históricas caracterizadas por fuertes sacudidas al concepto propio de una cultura, especialmente al oficial y autorizado, el cual es aceptado generalmente. Únicamente en tales circunstancias es probable que los hombres perceptivos se sientan motivados a pensar más allá de las aseveraciones de este concepto propio y, como resultado de ello, se oponen a las autoridades. Albert Salomon ha sostenido convenientemente que el concepto de “sociedad”, en su sentido sociológico moderno, podría surgir sólo como las estructuras normativas de la cristiandad y después de que fueron destruidos los anciens régimes. Por lo tanto, podemos concebir otra vez a la “sociedad” como la estructura oculta de un edificio cuya fachada exterior esconde esta estructura de la vista del público. En la cristiandad medieval, la “sociedad” se hizo invisible por la imponente fachada religioso-política que constituía el mundo común del hombre europeo. Como señaló Salomon, la fachada política más mundana del estado absoluto realizó la misma función después de que la Reforma rompió la unidad de la cristiandad. Fue con la desintegración del estado absoluto que la estructura subyacente de la “sociedad” empezó a verse: esto es, un mundo de motivos y de fuerzas que no podría comprenderse en términos de las interpretaciones oficiales de la realidad social. Entonces, la perspectiva sociológica puede sobreentenderse en razón de expresiones tales como “percatarse”, “examinar detrás”, en forma muy parecida a la manera en que estas frases se emplearían en el lenguaje común —“adivinar su juego”, "mirar tras bastidores”— en otras palabras, “estar al corriente de todos los trucos”. No estaremos muy lejos de la verdad si consideramos el pensamiento sociológico como una parte de lo que Nietzsche llamó el “arte de la desconfianza”. Ahora bien, sería un creso exceso de simplificación el pensar que este arte ha existido sólo en los tiempos modernos. “Comprender” o “adivinar” las cosas es probablemente una buena función general de la inteligencia, incluso en sociedades muy primitivas. £1 antropólogo estadounidense Paul Radin nos ha proporcionado una vivida descripción del escéptico como un tipo humano en la cultura primitiva. También nosotros tenemos pruebas de que civilizaciones diferentes de las de los modernos estados occidentales dan testimonio de formas de conciencia que bien podrían llamarse protosociológicas. Por ejemplo, podríamos indicar a Herodes o a Ibn-Khaldun. Existen incluso textos del antiguo Egipto que hacen patente un profundo desencanto con el orden político y social que ha logrado fama de haber sido uno de los más coherentes de la historia de la humanidad. Sin embargo, con el comienzo de la era moderna en el Occidente, esta forma de conciencia se intensifica, se concentra y sistematiza, caracteriza el pensamiento de un número cada vez mayor de hombres perceptivos. Este no es el lugar adecuado para exponer detalladamente la prehistoria del pensamiento sociológico, exposición que debemos en gran parte a Salomon, Ni siquiera queremos proporcionar aquí un índice intelectual de los antecesores de la sociología, demostrando sus relaciones con Maquiavelo, Erasmo, Bacon, con la filosofía del siglo XVII y las belles-lettres del siglo XVIII: esto ya se ha hecho en otras obras y ha sido llevado a cabo por personas mucho más idóneas que el autor. Baste con recalcar una vez más que el pensamiento sociológico indica el goce de algunas producciones intelectuales que se han localizado muy específicamente en la historia moderna occidental. Retomemos en lugar de ello a la proposición de que la perspectiva sociológica implica un proceso de “comprensión” a través de las fachadas de las estructuras sociales. Podríamos considerar esto en términos de una experiencia común de la gente que habita en las grandes ciudades. Una de las fascinaciones que posee una gran ciudad es la inmensa variedad de actividades humanas que tienen lugar tras las hileras de casas aparentemente anónimas y perpetuamente iguales. Una persona que vive en una ciudad como ésta experimentará una y otra vez sorpresa o inclusive emoción cuando descubre las extrañas actividades en las que se entretienen algunos hombres, bastante discretamente, en casas que, desde el exterior, se parecen a todas las demás que están situadas en una calle determinada. Al vivir esta experiencia una o dos veces, nos encontraremos repetidamente caminando por una calle, quizás a últimas horas de la tarde, y preguntándonos lo que puede estar sucediendo bajo las brillantes luces que se transparentan por una hilera de cortinas corridas. ¿Una familia común entregada a una agradable conversación con sus invitados? ¿Una escena de desesperación que se desarrolla en medio de la enfermedad o la muerte? ¿O una escena de placeres lujuriosos? ¿Tal vez un culto extraño o una peligrosa conspiración? Las fachadas de las casas no pueden decimos nada, proclamando únicamente una conformidad arquitectónica con los gustos de algún grupo o clase social que inclusive puede que ya no resida en esa calle. Los misterios sociales se ocultan tras las fachadas. El deseo de penetrar hasta estos misterios es análogo a la curiosidad sociológica. En algunas ciudades atacadas súbitamente por la calamidad, este deseo puede realizarse de manera repentina. Las personas que han experimentado bombardeos en épocas de guerra, saben de los encuentros súbitos con los inesperados (y algunas veces, con los inimaginables) compañeros ocupantes del refugio contra incursiones aéreas del edificio de apartamentos en el que uno vive. O pueden recordar la sobrecogedora escena matinal de una casa alcanzada por una bomba durante la noche, partida exactamente en dos, con la fachada arrancada y el interior, antes oculto, descubierto despiadadamente a la luz del día. Pero en la mayoría de las ciudades en donde se puede vivir normalmente, debemos horadar las fachadas por nuestras propias intrusiones investigadoras. De manera similar, existen situaciones históricas en las que las fachadas de la sociedad son desmembradas violentamente y todos, menos los más indiferentes, nos vemos obligados a ver que siempre existe una realidad detrás de las fachadas. Por regla general, esto no sucede y las fachadas siguen haciéndonos frente con una estabilidad aparentemente de roca. Por tanto, la percepción de la realidad que existe tras las fachadas exige un gran esfuerzo intelectual. Algunos ejemplos de la forma en que la sociología “ve tras” las fachadas de las estructuras sociales, podrían servir para esclarecer aún más nuestro argumento. Consideremos, por ejemplo, la organización política de una comunidad. Si deseamos descubrir la manera en que es gobernada una moderna ciudad estadounidense, es muy fácil obtener la información oficial acerca de este tema. La ciudad poseerá una carta constitucional, que rige según las leyes del estado. Con cierto asesoramiento de individuos bien' informados, podemos considerar diversas leyes que definen la constitución de la ciudad. Así, podemos enteramos de que esta comunidad particular posee una forma de administración en la que el gobierno está en manos de un regente municipal, o que las afiliaciones de partido no aparecen en las boletas en elecciones municipales, o que el gobierno de la ciudad participa en una jurisdicción regional de aguas. De manera similar, por la lectura de algunos periódicos, podemos alterarnos de los problemas políticos reconocidos de la comunidad. Podemos leer que la ciudad proyecta adicionar cierta zona suburbana, o que ha habido un cambio en las leyes de división en zonas de la ciudad con el fin de facilitar el desarrollo industrial en otra aérea, o incluso que uno de los miembros del ayuntamiento de la ciudad ha sido acusado de valerse de su cargo para su provecho personal. Todas estas cosas ocurren todavía, por decirlo así, en el nivel visible, oficial o público, de la vida política. Sin embargo, necesitaríamos ser excesivamente ingenuos para creer que este tipo de información nos proporciona una imagen cabal de la realidad política de esta población. £1 sociólogo deseará conocer más que nada la composición electoral, todos los grupas de votantes que constituyen la “estructura informal del poder” (como la ha llamado Floyd Hunter, un sociólogo estadounidense interesado en tales estudios), que es una configuración de hombres y de los poderes que paseen que no podemos averiguar en ninguna ley y de los que probablemente no podemos enterarnos por los periódicos. El científico político o el experto jurídico podrían encontrar muy interesante comparar la carta constitucional de la ciudad con las constituciones de otras comunidades similares. El sociólogo estará mucho más interesado en descubrir la forma en que los poderosos intereses creados influyen o incluso controlan las acciones de los funcionarios electos bajo la carta constitucional. Estos intereses creados no los descubriremos en el ayuntamiento, sino más bien en los despachos de los funcionarios ejecutivos de las compañías que puede que ni siquiera estén radicadas en esta localidad, en las mansiones privadas de un puñado de hombres poderosos, quizá en las oficinas de algunos sindicatos obreros o inclusive, en algunos casos, en los cuarteles generales de las organizaciones criminales. Cuando el sociólogo se interesa en el poder, “mirará tras” los mecanismos oficiales que se supone regulan el poder en la comunidad. Esto no significa necesariamente que considerará los mecanismos oficiales totalmente ineficaces o que los definirá legalmente como completamente ilusorios. Pero cuando menos insistirá en que existe otro nivel de la realidad que debe investigarse en el sistema particular de poder. En algunos casos llegará a la conclusión de que buscar el poder real en sitios reconocidos públicamente es absolutamente erróneo. Consideremos otro ejemplo. Las denominaciones protestantes en este país se diferencian enormemente en lo que llaman su “forma de gobernarse”, o sea, la manera oficialmente definida en que funciona la secta. Podemos hablar de una “forma de gobierno” episcopal, de una presbiteriana o de una congregacional (dando a entender con esto no las denominaciones o sectas llamadas por estos nombres, sino las formas de gobierno eclesiástico que comparten las diferentes sectas; por ejemplo, la forma de gobierno episcopal compartida por los episcopales y los metodistas, la congregacional compartida por los congregacionalistas y los bautistas). Casi en todos los casos, la “política” o forma de gobierno de una denominación es el resultado de una larga evolución histórica y se basa en una exposición teológica razonada sobre la cual los expertos en doctrina eclesiástica siguen disputando. No obstante, un sociólogo interesado en estudiar el gobierno de las sectas estadounidenses haría bien en no detenerse demasiado en estas definiciones oficiales. Pronto descubrirá que los problemas reales del poder y la organización tienen poco que ver con la “forma de gobierno” en el sentido teológico.: Encontrará que la forma básica de organización en todas las sectas de cualquier tamaño es burocrática. La lógica de la conducta administrativa viene determinada por los procesos burocráticos, sólo rara vez por los fundamentos de un punto de vista episcopal o congregacional. Por esta razón, el investigador sociológico “adivinará” rápidamente la masa de confusa terminología que caracteriza, a los funcionarios de la burocracia eclesiástica e identifica correctamente a los que poseen el poder ejecutivo, sea que se llamen “obispos”, “clérigos regulares” o “presidentes del sínodo”. Comprendiendo que la organización sectaria pertenece a las variedades mucho más grandes de la burocracia, el sociólogo podrá, pues, darse cuenta de los procesos que ocurren en la organización para observar las presiones internas y externas a las que se ven sometidas por personas que teóricamente ocupan los cargos administrativos. En otras palabras, tras la fachada de una “forma de gobierno episcopal”, el sociólogo percibirá los fundamentos de un instrumento burocrático que no difiere demasiado en la iglesia metodista, en un organismo del gobierno federal, en la General Motors o en el Sindicato de Trabajadores Unidos de la Industria Automovilística. O bien tomemos un ejemplo de la vida económica. El jefe de personal de una industria se complacerá en preparar diagramas brillantemente iluminados que indiquen el cuadro de organización que se supone debe administrar e) proceso de producción. Cada persona tiene su lugar; todos saben dentro de la organización quién es la persona de quien reciben órdenes y a quiénes deben transmitirlas; cada equipo de trabajo tiene señalado su papel en el gran drama de la producción. En realidad, las cosas rara vez funcionan de esta manera y todo buen jefe de personal lo sabe. Superpuesta al plano de la organización se encuentra una red mucho más sutil y mucho menos visible de grupos humanos, con sus lealtades, prejuicios, antipatías y (lo más importante) sus códigos de conducta. La sociología industrial está llena de datos sobre las operaciones de esta red informal, que siempre existe en diferentes grados de ajuste o de conflicto con el sistema oficial. Una coexistencia muy parecida de la organización formal y la informal, se encontrará siempre que grandes cantidades de hombres trabajen o vivan juntos bajo un sistema de disciplina: en las organizaciones militares, las prisiones, los hospitales, las escuelas, retomando a las misteriosas alianzas que establecen los niños entre sí y que sus padres disciernen sólo rara vez. Una vez más, el sociólogo se esforzará por penetrar la cortina de humo de las versiones oficiales de la realidad (la del capataz, el funcionario, el maestro) y tratará de entender las señales que le llegan del “mundo terrenal” (las del obrero, del recluta y del escolar). Permítasenos considerar un ejemplo más. En los países occidentales, y especialmente en los Estados Unidos, se da por sentado que los hombres y las mujeres se casan porque están enamorados. Existe una mitología popular ampliamente fundamentada acerca del carácter del amor como una emoción violenta e irresistible que se arraiga en donde quiere, un misterio que constituye la meta de la mayoría de los jóvenes y a menudo también de los que no son tan jóvenes. Sin embargo, en cuanto investigamos cuál es la gente que se casa realmente, descubrimos que las flechas de Cupido parecen estar dirigidas bastante firme mente dentro de canales muy definidos de dase, ingresos, educación y antecedentes raciales y religiosos. Si investigamos entonces un poco más en la conducta a la que se comprometen antes del matrimonio, de acuerdo con el eufemismo bastante engañoso del “noviazgo”, descubrimos canales de interacción frecuentemente rígidos hasta el punto de parecer un ritual. Empezamos a sospechar que, en Ja mayor parte de las ocasiones, no es tanto la emoción del amor la que crea un tipo determinado de relación, sino que las relaciones cuidadosamente definidas de antemano y a menudo planeadas generan finalmente la emoción deseada. En otras palabras, cuando se cumplen o son erigidas ciertas condiciones, nos permitimos “enamoramos”. El sociólogo que investiga nuestras normas de “noviazgo” y matrimonio, pronto descubre una compleja trama de motivos relacionados en muchas formas con toda la estructura institucional dentro de la cual un individuo pasa su vida: la clase, la profesión, las ambiciones económicas y las aspiraciones de poder y prestigio. El milagro del amor empieza a parecemos ahora un poco sintético. Por otra parte, esto no significa necesariamente que en algún caso determinado el sociólogo declare que la interpretación romántica es una ilusión. Pero, una vez más, mirará más allá de las interpretaciones proporcionadas directamente y aprobadas públicamente. Contemplando a una pareja que contempla a su vez la luna, el sociólogo no necesita sentirse forzado a negar el choque emocional de la escena así iluminada. Pero observará el mecanismo que participó en la construcción de la escena en sus aspectos no lunares: el índice de condición social que es el automóvil desde el cual se realiza la contemplación, los cánones de gusto y de táctica que determinan la indumentaria de los enamorados, las muchas formas en que el lenguaje y el porte los sitúa socialmente y por lo mismo la posición social y lo intencional de toda la actividad. A estas alturas puede resultar evidente que los problemas que interesarán al sociólogo no son necesariamente los que otra gente puede llamar “problemas”. La manera en que los funcionarios públicos y los periódicos (y, ¡ay!, algunos libros de texto en materia de sociología) hablan acerca de los “problemas sociales”, sirve para obscurecer este hecho. La gente habla generalmente de un “problema social” cuando algo en la sociedad no funciona en la forma en que se supone que debería hacerlo según las interpretaciones oficiales. En ese caso, esperan que el sociólogo estudie el “problema” tal como ellos lo han definido y que tal vez dé una “solución” que atienda el asunto a su propia satisfacción. En contraste con este tipo de expectativa, es importante comprender que un problema sociológico es, en este sentido, algo totalmente diferente de un “problema social". Por ejemplo, es ingenuo concentrarse en el crimen como un “problema” porque los organismos que ponen en vigor las leyes lo definen de esta manera, o en el divorcio porque éste es un problema para los moralistas del matrimonio. Un ejemplo aún más patente, el “problema” del capataz que consiste en lograr que sus hombres trabajen con más eficiencia, o el del oficial de línea para hacer que sus tropas ataquen con más entusiasmo al enemigo, no son de ninguna manera un problema para el sociólogo (dejando fuera de consideración por el momento el hecho probable de que el sociólogo al que se le ha pedido que estudie tales “problemas” esté empleado por la corporación o por el ejército) . El problema sociológico es siempre la comprensión de los factores que intervienen en este punto en términos de interacción social. Así, el problema sociológico no consiste tanto en saber por qué algunas cosas “funcionan mal” desde el punto de vista de las autoridades y de la administración de la escena social, sino, en primer lugar, cómo funciona todo el sistema, qué conjeturas pueden extraerse de él y por qué medios se mantiene sin interrupción. El problema sociológico fundamental no es el crimen, sino la ley; no es el divorcio, sino el matrimonio; no es la discriminación racial, sino la estratificación definida racialmente; ni la revolución, sino el gobierno. Este punto puede explicarse más ampliamente con un ejemplo. Consideremos un centro de asistencia social en un barrio de la clase más baja que trata de apartar a los adolescentes de la actividades públicamente reprobadas de una pandilla juvenil. El marco de referencia dentro del cual definen los “problemas” de esta situación los trabajadores sociales y los oficiales de la policía está constituido por el mundo de los valores respetables y públicamente aprobados de la clase media. El hecho de que los adolescentes anden de un lado para otro en automóviles robados constituye un “problema”, pero es una “solución” si en lugar de ello juegan partidas de grupo en el centro de asistencia. Pero si cambiamos el marco de referencia y observamos la situación desde el punto de vista de los líderes de la pandilla juvenil, los “problemas” son definidos en un orden inverso. Es un “problema” para la solidaridad de la pandilla si sus miembros son seducidos a alejarse de las actividades que dan prestigio a la pandilla dentro de su propio mundo social, y sería una “solución” si los trabajadores sociales regresasen al infierno de la parte alta de la ciudad de donde vinieron. Lo que para un sistema social constituye un “problema” es la rutina normal para otro, y viceversa. Lealtad y deslealtad, solidaridad y apartamiento son definidos en términos contradictorios por los representantes de los dos sistemas. Ahora bien, el sociólogo puede considerar, en términos de sus propios valores, más conveniente la respetabilidad de la clase media y en consecuencia puede desear colaborar con el centro de asistencia, el cual constituye su avanzada misionera in partibus infidelium. Sin embargo, esto no justifica la identificación de los dolores de cabeza del director con los que son “problemas” desde el punto de vista sociológico. Los “problemas” que el sociólogo deseará resolver atañen a una comprensión de toda la situación social, a los valores y modos de acción en ambos sistemas y a la manera en que los dos sistemas coexisten en el espacio y el tiempo. En realidad, esta misma capacidad para observar una situación desde las posiciones ventajosas de los sistemas de interpretación en competencia, es una de las marcas distintivas de la conciencia sociológica, como lo veremos después más claramente. Por lo tanto, quisiéramos afirmar que existe un motivo de desenmascaramiento y demostración de mentira o exageración inherente a la conciencia sociológica. El sociólogo se verá forzado, una y otra vez, por la lógica misma de su disciplina, a bajar del pedestal los sistemas sociales que estudia. Esta tendencia a desenmascarar no se debe forzosamente al temperamento o a las inclinaciones del sociólogo. En realidad, puede suceder que el sociólogo, que como individuo puede ser de una disposición conciliatoria y totalmente desafecto a alterar las cómodas suposiciones en las que basa su propia existencia social, se vea obligado, no obstante, por su trabajo, a hacer frente a lo que dan por sentado las personas que lo rodean. En otras palabras, quisiéramos afirmar que las raíces del motivo para desenmascarar en sociología, no son sicológicas, sino metodológicas. El marco de referencia sociológico, con su procedimiento —que forma parte de su estructura misma— de buscar niveles de realidad diferentes de los que se dan en las interpretaciones oficiales de la sociedad, lleva consigo un imperativo lógico de desenmascarar las simulaciones y la propaganda por medio de la cual los hombres encubren sus mutuas acciones. Este imperativo de desenmascaramiento es una de las características de la sociología, particularmente en nuestro país en las condiciones de la era moderna. La tendencia al desenmascaramiento que existe en el pensamiento sociológico, puede ser ejemplificada por una variedad de fenómenos que se han producido dentro del campo. Por ejemplo* una de las tesis principales de la sociología de Weber es la de las consecuencias involuntarias e inesperadas que pueden tener las acciones humanas en la sociedad. La obra más famosa de Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, en la cual demuestra la relación entre ciertas consecuencias de los valores protestantes y el desarrollo del carácter capitalista, a menudo ha sido mal interpretada por los críticos precisamente porque no comprendieron esta tesis. Tales críticos han señalado que los pensadores protestantes citados por Weber nunca tuvieron la intención de que sus enseñanzas fuesen aplicadas de manera de producir los específicos resultados económicos en cuestión. En forma precisa, Weber sostuvo que la doctrina calvinista de la predestinación llevaba a la gente a conducirse de una forma que él llamaba “ascética en las cosas mundanas internas”, o sea, de una manera en que se preocupa intensa, sistemática y desinteresadamente por las cuestiones de este mundo, especialmente por los asuntos económicos. Los críticos de Weber han señalado entonces que nada más lejos del pensamiento de' Calvino y de los demás líderes de la Reforma calvinista. Pero Weber nunca sostuvo que el pensamiento calvinista tuviese la intención de producir estos patrones de acción económica. Por el contrario, él sabía muy bien que sus intenciones eran totalmente diferentes. Las consecuencias sobrevinieron independientemente de las intenciones. En otras palabras, la obra de Weber (y no solamente la parte famosa de ella que acabamos de mencionar) nos proporciona una imagen vivida de la ironía de las acciones humanas/ Así pues, la sociología de Weber nos brinda una antítesis radical respecto a todos los criterios que consideran la historia como la realización de las ideas o como el fruto de los esfuerzos deliberados de los individuos o las colectividades. Esto no significa de ninguna manera que las ideas no sean importantes. No quiere decir que el producto de las ideas por regla general sea muy diferente de lo que planearon o esperaron las personas que tuvieron las ideas primero. Un conocimiento tal del aspecto irónico de la historia es tranquilizante, constituye un fuerte antídoto para todos los tipos de utopías revolucionarías. La tendencia de la sociología a desenmascarar se encuentra implícita en todas las teorías sociológicas que hacen hincapié en el carácter autónomo de los procesos sociales. Por ejemplo, Emile Durkheim, fundador de la escuela más importante en la sociología francesa, recalcó que la sociedad era una realidad sui generis, esto es, una realidad que no podía reducirse a factores sicológicos o de otro tipo en los diferentes niveles del análisis. El efecto de esta insistencia ha sido un soberano desprecio por los motivos y designios aplicados individualmente en el estudio realizado por Durkheim de los diversos fenómenos. Quizá esto se manifiesta de manera más sutil en su bien conocido estudio del suicidio, en la elaboración de este título, en el cual las intenciones individuales de los que cometen o tratan de cometer suicidio se excluyen por completo del análisis a favor de las estadísticas relacionadas con las diferentes características sociales de- estos individuos. En la perspectiva de Durkheim, vivir en sociedad significa existir bajo el dominio de la lógica de dicha sociedad. Muy a menudo los hombres actúan de acuerdo con esta lógica sin siquiera conocerla. /Por tanto, jara descubrir la dinámica interior de la sociedad, con frecuencia el sociólogo ha de haca* caso omiso de las respuestas que darían a sus preguntas los propios representantes sociales y buscar explicaciones que se ocultan a su propio conocimiento. Este enfoque esencialmente durkheimiano se ha trasladado al enfoque teórico llamado ahora funcionalismo. En el análisis funcional se analiza la sociedad en términos de sus propias obras como sistema, obras que a menudo resultan obscuras u opacas para los que actúan dentro del sistema. El sociólogo contemporáneo Robert Merton ha expresado muy bien este enfoque en sus conceptos de las funciones “manifiestas” y “latentes”. Las primeras son las funciones conscientes y deliberadas de los procesos sociales, las últimas son las inconscientes e involuntarias. Así, la función “manifiesta” de la legislación contra las casas de juego puede ser suprimir el juego, y su función “latente” crear un imperio ilegal para los sindicatos de tahúres. O las misiones cristianas en algunas partes del África “manifiestamente” trataban de convertir a los africanos al cristianismo y “latentemente” ayudaban a destruir las culturas de las tribus indígenas, proporcionando así un importante impulso para el logro de una rápida transformación social. O el control del partido comunista sobre todos los sectores de la vida social en Rusia, cuya función “manifiesta” era asegurar la perpetuación del dominio del carácter revolucionario, y la “latente”, crear una nueva clase de cómodos burócratas misteriosamente burgueses en sus aspiraciones y cada vez menos inclinadas a la abnegación que implica la consagración belchevique. O la función “manifiesta” de muchas organizaciones voluntarias en los Estados Unidos es la sociabilidad y el servicio público, y la función “latente”, asignar índices de condición social a las personas autoriza* das para pertenecer a tales asociaciones. El concepto de “ideología”, central en algunas teorías sociológicas, podría servir como un ejemplo más de la tendencia a desenmascarar, de la que nos ocupamos antes. Los sociólogos hablan de “ideología” al examinar los puntos de vista que sirven para buscar una explicación racional a los intereses creados de algún grupo. Con mucha frecuencia tales puntos de vista deforman sistemáticamente la realidad social de manera muy parecida a un individuo que neuróticamente niega, deforma o interpreta aspectos de su vida que le resultan molestos. El importante enfoque del sociólogo italiano Vilfredo Pareto tiene un lugar central para esta perspectiva, y, como veremos en uno de los siguientes capítulos, el concepto de “ideología” resulta esencial para el enfoque llamado la “sociología del conocimiento”. En tales análisis, las ideas por medio de las cuales los hombres explican sus acciones son desenmascaradas como vanas ilusiones, el tipo de “sinceridad” que David Riesman ha descrito atinadamente como el estado de la mente de un hombre que generalmente cree en su propia propaganda. De esta manera, podemos hablar de “ideología” cuando analizamos la creencia de muchos, médicos estadounidenses de que las normas de salud declinarán si es abolido el método de pago de “honorarios por servicio” o la convicción de muchos empresarios de pompas fúnebres de que los funerales baratos demuestran falta de cariño por el difunto, o la manera en que definen su actividad como “educativa” los maestros de ceremonias de los programas de preguntas en la televisión. La imagen de sí mismo del vendedor de seguros como asesor paternal de las jóvenes familias, de las coristas del teatro frívolo como artistas, del propagandista como experto en comunicaciones, la del verdugo como un servidor público; todas estas opiniones no son únicamente alivios individuales de la culpabilidad o la ansiedad por la posición, sino que constituyen las interpretaciones oficiales de todos los grupos sociales, obligatorias para sus miembros bajo pena de excomunión. Al revelar la utilidad social de las pretensiones ideológicas, el sociólogo tratará de no parecerse a los historiadores de quienes dijo Marx que el tendero de la esquina sabe mejor que ellos la diferencia que existe entre lo que un hombre realmente es y lo que pretende ser. El motivo de la sociología para colocar las cosas en la realidad yace en esta penetración de las cortinas de humo verbales hasta llegar a los móviles de la acción no admitidos y a menudo desagradables. Hemos sugerido antes que es probable que la candencia sociológica surja cuando se tornen débiles o vacilantes las interpretaciones de la sociedad comúnmente aceptadas o expuestas de manera autoritaria. Como hemos dicho antes, existe un buen argumento a favor de juzgar los orígenes de la sociología en Francia (la madre patria de la disciplina) en función de un esfuerzo por hacer frente intelectualmente a las consecuencias de la Revolución Francesa, no sólo las del gran cataclismo de 1789, sino las derivadas de lo que De Tocqueville llamó la Revolución continua del siglo xix. En el caso de Francia, no es difícil imaginar la sociología frente al medio ambiente de las rápidas transformaciones de la sociedad moderna, el derrumbamiento de las fachadas, la deformación de las antiguas creencias y la aparición en la escena social de fuerzas nuevas realmente temibles. En Alemania, el otro país europeo en el que surgió un importante movimiento sociológico en el siglo xix, la cuestión tiene un aspecto totalmente diferente. Si se nos permite citar una vez más a Marx, diremos que los alemanes tenían la tendencia a practicar en los estudios de los catedráticos las revoluciones que los franceses llevaban a cabo en las barricadas. Cuando menos una de estas raíces académicas de la revolución, tal vez la más importante, puede buscarse en el movimiento del pensamiento ampliamente cimentado que llegó a llamarse “historicismo”, Este no es el sitio apropiado para investigar toda la historia de este movimiento. Basta con decir que representa un intento por abordar filosóficamente el sentido abrumador de la relatividad de todos los valores dentro de la historia. Este conocimiento de la relatividad fue un resultado casi necesario de la enorme acumulación de erudición histórica por parte de los alemanes en todos los campos concebibles. El pensamiento sociológico se basó al menos parcialmente en la necesidad de llevar orden y claridad a la impresión de caos que causó en ciertos observadores este conjunto de conocimientos históricos. Sin embargo, es innecesario subrayar que la sociedad del sociólogo alemán fue cambiando en torno a él tal como sucedió con la de su colega francés, a medida que Alemania se lanzó hacia el poderío industrial y la nacionalización en la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, no nos dedicaremos a estas cuestiones. Si retornamos a los Estados Unidos, el país en que' la sociología logró la aceptación más amplia, descubrimos asimismo un conjunto diferente de circunstancias, aunque también frente a un medio ambiente de cambio social rápido y profundo. Al observar esta evolución estadounidense, podemos descubrir otro motivo de sociología relacionados estrechamente con el de desenmascarar, aunque no idéntico a éste: su fascinación por el aspecto poco respetable de la sociedad. Cuando menos en todas las sociedades occidentales es posible distinguir entre sectores respetables y no. respetables. En este sentido, la sociedad estadounidense no ocupa una posición única en su género. Pero la respetabilidad estadounidense posee una cualidad particularmente penetrante. Tal vez esto puede atribuirse en parte a los prolongados efectos resultantes de las costumbres puritanas. Esto tiene que ver más probablemente con el papel predominante que desempeñó la burguesía en la formación de la cultura estadounidense. Sea cual sea su origen histórico, es fácil observar las fenómenos sociales en los Estados Unidos y situarlos cómodamente en uno de estos dos sectores. Podemos columbrar a los Estados Unidos oficiales y respetables representados simbólicamente por la Cámara de Comercio, las iglesias, las escuelas y otros centros de ceremonias cívicas. Pero frente a este mundo de respetabilidad se encuentran los “otros Estados Unidos”, presentes en todas las ciudades independientemente de su tamaño, unos Estados Unidos que poseen otros símbolos y se expresan en otro lenguaje. Este lenguaje es probablemente su marca de identificación más segura; es el lenguaje de la sala de apuestas y de los juegos de poker, de los bares, los burdeles y los cuarteles. Pero también es el lenguaje que comienza a emplearse con un suspiro de alivio entre dos vendedores que toman una copa en el coche salón cuando su tren deja tras las pequeñas y limpias aldeas del Medio Oeste en una mañana de domingo, con los limpios aldeanos entrando en tropel en los blanqueados santuarios. Es el lenguaje que se reprime cuando se está en compañía de damas o de clérigos y que debe su existencia principalmente a la transmisión oral de una generación a otra de Huckleberry Finns. (Si bien en años recientes el lenguaje ha encontrado una disposición literaria en algunos libros destinados a emocionar a las damas y a los clérigos.) Los “otros Estados Unidos” que hablan este lenguaje pueden encontrarse dondequiera que la gente es excluida, o se excluye a sí misma, del mundo decoroso de la clase media. Lo descubrimos en aquellos sectores de la clase trabajadora que no se han adelantado aún demasiado en el camino del aburguesamiento, en los barrios bajos, en los municipios poblados por casuchas y en aquellas partes de las ciudades que los sociólogos urbanos han llamado “zonas de transición”. Lo encontramos expresado fuertemente en el mundo del negro estadounidense. También damos con él en los submundos de aquellas personas que por una razón u otra se han apartado voluntariamente de Main Street y de la Avenida Madison; en los obsesionados, los homosexuales, los vagabundos y demás “hombres marginales” en los mundos que se mantienen a salvo fuera de la vista en las calles en donde vive gente refinada que trabaja y se divierte en famille (aunque en algunas ocasiones estos mundos pueden resultar bastante convenientes para los varones pertenecientes a la clase de "gente refinada”, precisamente en aquellas ocasiones en que se encuentran felizmente sans famille). La sociología estadounidense, aceptada desde el principio tanto en los círculos académicos como por personas comprometidas en actividades benéficas, fue asociada desde sus albores con los Estados Unidos “oficiales”, con el mundo de los autores de la política en la comunidad y en la nación. Hoy día, la sociología conserva esta respetable afiliación en la universidad, en los negocios y en el gobierno. Este apelativo difícilmente hace que se arqueen las cejas, excepto las de los racistas de los Estados Unidos del Sur lo suficientemente cultos como para haber leído las notas a pie de página del decreto a favor de la segregación de 1954. Sin embargo, quisiéramos sostener que ha habido una importante corriente subterránea en la sociología estadounidense, referente a esos “otros Estados Unidos” del sucio lenguaje y actitudes desilusionadas, ese estado de ánimo que se resiste a ser impresionado, conmovido o confundido por las ideologías oficiales. Esta perspectiva no respetable sobre la escena estadounidense puede observarse con más claridad en la figura de Thorstein Veblen, uno de los primeros sociólogos importantes de los Estados Unidos. Su propia biografía constituye un ejercido de la teoría del marginalismo: un carácter difícil y querellante; nacido en una granja noruega en la frontera del Estado de Wisconsin; adquirió el inglés como un lenguaje extranjero; mezclado toda su vida con individuos moral y políticamente sospechosos; un emigrado académico; seductor inveterado de las esposas de los demás. La perspectiva lograda sobre los Estados Unidos desde este ángulo de visión puede encontrarse en la abierta sátira que aparece como una sangrienta amenaza en toda la obra de Veblen, de la cual la más famosa es su Theory of the Leisure Class, que observa despiadadamente desde la parte más baja las pretensiones de la haute bourgeoisie estadounidense. La opinión de Veblen de la sociedad puede sobreentenderse más fácilmente como una serie de ideas no rotarías: su comprensión del “consumo ostentoso”, o “consumo de prestigio”, comparado con el entusiasmo de la clase media por las “cosas más finas”, su análisis de los procesos económicos en términos de manipulación y despilfarro comparados con el carácter de productividad estadounidense, su comprensión de las maquinaciones ,que tienen lugar en la especulación de bienes raíces comparadas con la ideología de la comunidad estadounidense; y, lo más satírico de todo, su descripción de la vida académica (en The Higher Learning in America) en términos del fraude y la presunción comparada con el culto estadounidense a la educación. No nos asociamos aquí con un cierto neoveblenismo que se ha puesto en boga entre algunos de los sociólogos más jóvenes estadounidenses, ni afirmamos que Veblen fue un gigante en el desarrollo de este campo. Nos limitamos a señalar su irreverente curiosidad y su visión penetrante como las características de una perspectiva proveniente de aquellos lugares de la cultura en que uno se levanta para afeitarse el domingo alrededor del mediodía. Tampoco afirmamos que la visión penetrante sea un rasgo general de la poca respetabilidad. La estupidez y la lentitud de pensamiento probablemente se distribuyen en forma bastante equitativa en todo el espectro social. Pero donde existe inteligencia y donde ésta procura liberarse de las anteojeras de la respetabilidad, podemos esperar una visión más clara de la sociedad que en los casos en que se toma la fantasía retórica como si fuese la vida real. Cierto número de cambios en los estudios empíricos de la sociología estadounidense proporcionan pruebas de esta misma fascinación por el aspecto poco respetable de la sociedad. Por ejemplo, reflexionando en el poderoso desarrollo de los estudios urbanos que se emprendieron en la Universidad de Chicago en la década 1920 nos sorprende la atracción aparentemente irresistible que ejercen sobre los investigadores los peores aspectos de la vida de la ciudad. El consejo que da a sus discípulos Robert Park, la figura más importante en este desarrollo, en el sentido de que deben ensuciarse las manos con la investigación, con bastante frecuencia significa de manera literal un interés intenso en todas las cosas que los residentes de North Shore llamarían “sucias”. En muchos de estos estudios sentimos la excitación de descubrir las picarescas partes bajas de la metrópoli: los estudios de la vida de los barrios bajos, del mundo melancólico de las casas de huéspedes, del Skid Row y de los mundos del crimen y la prostitución. Uno de los vástagos de la llamada “escuela de Chicago” es el estudio sociológico de los oficios o profesiones, debido en gran parte al trabajo de precursor de Everett Hughes y sus discípulos. Aquí encontramos también una fascinación con todos los mundos posibles en los que los seres humanos viven y hacen su vida, no sólo con los mundos de las profesiones respetables, sino con aquellos del chofer de taxi, del conserje de las casas de apartamentos, del boxeador profesional o del músico de jazz. La misma tendencia puede descubrirse en el curso de los estudios de la comunidad estadounidense que se llevaron a cabo a raíz de los famosos estudios Middletown de Robert y Helen Lynd. Estos estudios tuvieron que desviarse inevitablemente de las versiones oficiales de la vida de la comunidad para observar la realidad social de la comunidad no sólo desde la perspectiva del ayuntamiento sino también desde la de la cárcel de la ciudad. Tal procedimiento sociológico constituye ipso jacto una refutación de la respetable suposición de que únicamente ciertos aspectos del mundo deben considerarse seriamente. No quisiéramos dar una impresión exagerada del efecto que tienen tales investigaciones en la conciencia de los sociólogos. Conocemos muy bien los elementos de indagación de intimidades y de romanticismo inherentes a algunas de ellas. También sabemos que muchos sociólogos participan de Heno en él respetable Weltanschauung como todos los demás miembros de la PTA (Asociación de Padres y Maestros) de su cuadra. No obstante, afirmaríamos que la conciencia sociológica nos predispone hacia un conocimiento del mundo diferente al de la respetabilidad de la clase media, un conocimiento que lleva en sí mismo las semillas de la no respetabilidad intelectual. En el segundo estudio Middletown, los Lynd nos proporcionan un análisis clásico de la mentalidad de los miembros de la clase media de los Estados Unidos en su serie de "afirmaciones obvias”, o sea, las afirmaciones que representan un consenso tan marcado que las respuestas a cualquier pregunta que se haga respecto a ellas por regla general van precedidas de las palabras “por supuesto”. “¿Es la nuestra una economía de libre empresa?” “¡Por supuesto!” “¿Tomamos todas nuestras decisiones importantes mediante el proceso democrático?” “¡Por supuesto!” “¿Es la monogamia la forma natural del matrimonio?” “¡Por supuesto!” El sociólogo, por muy conservador y conformista que pueda ser en su vida privada, sabe que pueden surgir serias controversias acerca de cada una de estas “afirmaciones obvias”. Par el solo hecho de saberlo llega hasta el umbral de la no respetabilidad. Este motivo no respetable de la conciencia sociológica no denota necesariamente una actitud revolucionaria. Quisiéramos ir aún más lejos y expresar la opinión de que la comprensión sociológica es hostil a las ideologías revolucionarias, no porque tenga cierta especie de tendencia conservadora, sino porque observa no solamente a través de las ilusiones del statu quo presente, sino también a través de las expectativas ilusionadas respecto a futuros posibles, siendo estas expectativas el alimento espiritual acostumbrado del revolucionario. La sobriedad no revolucionaria y moderada de la sociología tiene para nosotros un valor muy alta Desde el punto de vista de nuestros valores, es mucho más lamentable el hecho de que la comprensión sociológica no lleve necesariamente por sí misma a una mayor tolerancia con respecto a las flaquezas del género humano. Es posible observar la realidad social con compasión o con cinismo, ya que ambas actitudes son compatibles con una visión penetrante. Pero, ya sea que se resuelva o no a adoptar una actitud de simpatía humana hacía los fenómenos que estudia, en cierta medida el sociólogo se apartará de las actitudes que se dan por sentadas de su sociedad. La no respetabilidad, cualesquiera que sean sus ramificaciones en las -emociones y en la voluntad, debe seguir siendo una posibilidad constante en la mente del sociólogo. Esta posibilidad puede segregarse del resto de su vida, obscurecida por los estados mentales rutinarios de la existencia diaria, e incluso rechazarse ideológicamente. Sin embargo, la respetabilidad global del pensamiento significará invariablemente la muerte de la sociología. Esta es una de las razones de por qué la sociología auténtica desaparece prontamente de la escena en los países totalitarios, como lo ilustra el caso de la Alemania nazi. Por deducción, el modo de ver sociológico siempre es potencialmente peligroso para las mentes de los policías y otros guardianes del orden público, ya que tenderá a hacer relativa la demanda por una rectitud absoluta en la que gustan de apoyarse tales mentalidades. Antes de concluir el capítulo, quisiéramos observar una vez más este fenómeno de relativización del que ya nos hemos ocupado ligeramente en unas cuantas ocasiones. Quisiéramos decir ahora explícitamente que la sociología armoniza tanto con las condiciones de la era moderna precisamente porque representa el conocimiento de un mundo en el que los valores se han hecho radicalmente relativos. Esta relativización ha llegado hasta el punto a ser una parte de la imaginación cuotidiana que nos resulta difícil comprender por completo cuán unidas y absolutamente ligadas han estado —y en algunos lugares lo están aún— las visiones del mundo de otras culturas. El sociólogo estadounidense: Daniel Lemer; en su estudio de los países del Oriente Medio (The Passing of Traditional Society), nos ha proporcionado un retrato vivido de lo que significa el “modernismo” como un tipo de estado consciente enteramente nuevo en aquellos países. Para la mentalidad tradicional, somos lo que somos, el lugar donde estamos, y ni siquiera es posible imaginar cómo podríamos ser algo diferente. En cambio, la mentalidad moderna es móvil, participa por substitución imaginaria en las vidas de personas que residen en lugares diferentes del nuestro y puede imaginarse fácilmente cambiando de oficio o de residencia. Así pues, Lemer descubrió que algunos de los analfabetos que respondieron a sus cuestionarios sólo podían responder con risa a la pregunta de qué harían si se encontrasen en el lugar de sus gobernantes, y que ni siquiera tomaron en cuenta la pregunta de en qué circunstancias estarían dispuestos a marcharse de su pueblo nativo. Otra manera de exponer esto sería decir que las sociedades tradicionales señalan a sus miembros identidades definidas y permanentes. En la sociedad moderna la propia identidad es insegura y fluida. No sabemos realmente lo que se espera de nosotros como gobernantes, como padres, como personas cultas o como individuos sexualmente normales. Generalmente, en ése caso necesitamos que diversos expertos nos lo digan. El director de un club de libros nos dice qué es la cultura, el decorador de interiores el gusto que debemos tener y el sicoanalista quiénes somos. Vivir en una sociedad moderna significa vivir en el centro de un calidoscopio de papeles siempre cambiantes. Una vez más, debemos resistir la tentación de extendemos en este punto, puesto- que ello nos apartaría de nuestro argumento desviándonos hacia una exposición general de la sicología social de la existencia moderna. En lugar de ello, quisiéramos recalcar el aspecto intelectual de esta situación, ya que es en este aspecto en el que observaríamos una importante dimensión del conocimiento sociológico. La proporción sin precedentes de la movilidad geográfica y social que existe en la sociedad moderna, significa que hemos llegado a estar expuestos a una variedad nunca vista de formas de observar el mundo. Los conocimientos de otras culturas que podríamos reunir viajando, son conducidos hasta nuestra propia sala a través de los medios publicitarios en masa. En otro tiempo, alguien definió el refinamiento urbano como la capacidad para permanecer totalmente imperturbable cuando vemos frente a nuestra casa a un hombre ataviado con un turbante y un taparrabo, con una serpiente enroscada en tomo a su cuello, tocando una especie de tambor oriental al mismo tiempo que conduce calle abajo a un tigre amarrado. Sin duda, existen grados para este refinamiento, pero todo niño que ve la televisión la adquiere en cierta medida. También, indudablemente, esta falta de simplicidad es generalmente sólo superficial y no se extiende de ningún aferramiento a los modos de vida alternativos. No obstante, la posibilidad enormemente dilatada de viajar, en persona y por conducto de la imaginación, denota cuando menos potencialmente el conocimiento de- que nuestra propia cultura, incluyendo sus valores básicos, es relativa en espacio y tiempo. La movilidad social, o sea, el movimiento de un estrato social a otro, aumenta este efecto relativista. Siempre que se lleva a cabo una industrialización, se inyecta un nuevo dinamismo al sistema social. Las masas empiezan a cambiar su posición social, en grupos o individualmente. Y por regla general este -cambio se realiza en dirección “ascendente”. Con este movimiento la vida de un individuo comprende una notable jomada, no sólo a través de una diversidad de grupos sociales, sino de los universos intelectuales asignados, por decirlo así, a estos grupos. Así, el encargado de la correspondencia religiosa bautista que solía leer el Reader’s Digest se convierte en un joven ejecutivo episcopal que lee el New Yorker, o la esposa cuyo marido llega a ser presidente de una de las facultades de una universidad puede cambiar de lectura pasando de la lista de libros que más se venden, a Proust o Kafka. En vista de esta fluidez general de las maneras de ver el mundo en la sociedad moderna, no debe sorprendemos que nuestra época se haya caracterizado por la transformación. Ni debe sorprendemos que especialmente los intelectuales se hayan mostrado dispuestos a cambiar radicalmente y con una asombrosa, frecuencia sus modos de ver el mundo. El atractivo intelectual de los sistemas de pensamiento introducidos firmemente, y teóricamente cerrados tales como el catolicismo o el comunismo, con frecuencia ha sido objeto de grandes comentarios. El sicoanálisis en todas sus formas puede considerarse como un mecanismo institucionalizado de conversión o transformación, en el cual el individuo cambia no sólo la opinión que tiene de sí mismo sino del mundo en general. La popularidad de un sinnúmero de cultos y credos nuevos, presentados en diferentes grados de refinamiento intelectual según el nivel educativo de sus adeptos, es una manifestación más de esta, tendencia de nuestros contemporáneos hada la transformación. Tal parece como si el hombre moderno, y especialmente el que tiene un nivel elevado de educación, se encuentra en un estado perpetuo de duda acerca de su propia naturaleza y de la del universo en el que vive. En otras palabras, el conocimiento de la relatividad, que probablemente en todas las épocas ha sido propiedad exclusiva de un pequeño grupo de intelectuales, aparece en la actualidad como una amplia realidad intelectual que penetra profundamente en las clases más bajas del sistema social. No queremos dar la impresión de que este sentido de relatividad y la tendencia resultante a cambiar todo nuestro Weltanschauung, son manifestaciones de inmadurez intelectual o emocional. Indudablemente no hemos de tomar con demasiada seriedad algunos símbolos de este patrón. No obstante, nos atreveríamos a sostener que un patrón esencialmente similar se convierte prácticamente en un destino incluso en las actividades intelectuales más serías. Es imposible existir con un conocimiento pleno en el mundo moderno, sin darnos cuenta de que los compromisos morales, políticos o filosóficos son relativos; que, según las palabras de Pascal, lo que es verdadero en un lado de los Pirineos es erróneo en el otro. Un trabajo intenso con los sistemas de significado más plenamente elaborados de que disponemos en nuestros días, nos proporciona una comprensión verdaderamente asombrosa de la manera en que estos sistemas pueden damos una interpretación total de la realidad, dentro de la cual incluiremos una interpretación de los sistemas alternativos, y de las formas de trasladarnos de un sistema a otro. El catolicismo puede tener una teoría del comunismo, pero el comunismo corresponde la galantería e introducirá a su vez una teoría del catolicismo. Para el pensador católico, los comunistas viven en un mundo obscuro de ilusión materialista respecto al significado auténtico de la vida. Pero los comunistas, su adversario católico se ve atrapado irremediablemente en la “falsa conciencia” de una mentalidad burguesa. Para el psicoanalista, tanto el católico como el comunista pueden estar representando teatralmente al nivel intelectual los impulsos inconscientes que en realidad los mueve. Y el sicoanálisis puede constituir para el católico un escape de la realidad del pecado y para el comunista una evasión de las realidades de la sociedad. Esto significa que la elección del punto de vista del individuo determinará la forma en que contemple retrospectivamente su propia biografía. Los prisioneros de guerra estadounidenses a quienes “lavaron el cerebro” los comunistas chinos, cambiaron por completo sus puntos de vista acerca de cuestiones sociales y políticas. Para los que regresaron a los Estados Unidos, este cambio representó una especie de enfermedad originada por prisiones externas, como un convaleciente que mira hacia atrás y reflexiona sobre un sueño delirante. Pero para sus antiguos aprehensores esta conciencia transformada representa un breve destello de comprensión auténtica entre largos períodos de ignorancia. Y para los prisioneros que decidieron no regresar, su transformación puede parecer aún como el paso decisivo de la oscuridad a la luz. En lugar de hablar de conversión (un término cargado de connotaciones religiosas), preferiríamos emplear el término más neutral de “alternación” para describir este fenómeno. La situación intelectual que acabamos de describir trae consigo la posibilidad de que un individuo pueda alternar de uno a otro entre sistemas de significado lógicamente contradictorios. Cada vez, el sistema de significado al que se adhiere le proporciona una interpretación de su existencia y de su mundo, incluyendo en esta interpretación una explicación del sistema de significado que acaba de abandonar. Asimismo, el sistema de significado le proporciona instrumentos para combatir sus propias dudas. La disciplina católica de confesonario, la “autocrítica”, comunista y las técnicas sicoanalíticas de hacer frente a la “resistencia" sirven todas para el mismo propósito de impedir una separación del sistema de simplificado particular, permitiendo al individuo interpretar sus propias dudas en términos derivados del sistema mismo y conservándole de esta manera dentro de él. En los niveles más bajos del refinamiento existirán también diversos medios que se emplean para poner fin a preguntas que podrían amenazar la fidelidad del individuo al sistema, medios cuyo funcionamiento podemos observar en las acrobacias dialécticas incluso de grupos relativamente tan poco refinados como los Testigos de Jehová o los Musulmanes Negros. Sin embargo, si resistimos la tentación de aceptar tales dialécticas y estamos dispuestos a enfrentamos con toda equidad a la experiencia de la relatividad que acarrea e) fenómeno de la alternación, entramos entonces en posesión de otra dimensión crucial del conocimiento sociológico: el conocimiento de que no solamente las identidades, sino también las ideas, son relativas a posiciones sociales específicas. En uno de los capítulos posteriores veremos la importancia considerable que tiene este conocimiento para la comprensión sociológica. Baste decir aquí que este motivo relativizante es una más de las fuerzas motrices fundamentales de la actividad sociológica. En este capítulo tratamos de bosquejar las dimensiones de la conciencia sociológica por medio del análisis de tres motivos: el del desenmascaramiento, él de la no respetabilidad el de la relativización. Para terminar, agregaremos a estos tres uno más, motivo mucho menos transcedental en sus inferencias, pero útil para redondear nuestra descripción: el motivo cosmopolita. Regresando a épocas muy antiguas, éste se desarrolló en ciudades que mostraron un espíritu abierto hacia el mundo, hacia otras maneras de pensar y de actuar. Ya sea que pensamos en Atenas o en Alejandría, en el París medieval o en la Florencia del Renacimiento, o en los turbulentos centros urbanos de la historia moderna, podemos identificar cierta conciencia cosmopolita que fue especialmente característica de la cultura de las ciudades. Por tanto, el individuo que no sólo es urbano sino también culto es aquel que, a pesar de lo apasionadamente devoto que pueda ser de su propia ciudad, anda errante por todo el amplio mundo en sus viajes intelectuales. Su mente, si es que no su cuerpo y sus emociones, se encuentra en su elemento dondequiera que existan otros hombres que piensan. Permítasenos decir que el conocimiento sociológico se caracteriza por el mismo tipo de cosmopolitismo. Esta es la razón de que un parroquialismo estrecho en sus focos de interés sea siempre una señal peligrosa para la empresa sociológica (señal peligrosa que, desgraciadamente, enarbolaríamos sobre bastantes estudios sociológicos en los Estados Unidos de nuestros días). La perspectiva sociológica es un criterio amplio, abierto y emancipado de la vida humana. En el mejor de los casos, el sociólogo es un hombre que gusta de otras tierras, interiormente abierto a la riqueza ilimitada de posibilidades humanas, ávido de nuevos horizontes y de nuevos mundos con significado humano. Probablemente ya no sea necesaria una elaboración más amplia para dejar sentado que este tipo de hombre puede desempeñar un papel particularmente útil en el curso de los acontecimientos actuales. Introducción a la sociología
Peter Berger Cap. 2: La sociología como una forma de conciencia 1963 Fuente: Berger, Peter. Introducción a la sociología. Editorial Limusa Wiley, México, 1967. Existen muy pocos chistes respecto a los sociólogos. Esto ha de producirles cierta decepción, especialmente si se comparan con sus primos segundos más favorecidos, los sicólogos, quienes casi han llegado a ocupar por completo ese sector del humorismo estadounidense que solían ocupar los clérigos. Un sicólogo, presentado como tal en una reunión, se convierte inmediatamente en el blanco de una gran atención y de una molesta hilaridad. En la misma circunstancia, es probable que un sociólogo no despierte más reacción que si le hubiese presentado como un vendedor de seguros. Tendrá que conquistar la atención con grandes dificultades, exactamente como cualquier otra persona. Esto resulta molesto e injusto, pero también puede ser instructivo. Por supuesto, la escasez de chistes acerca de los sociólogos indica que no participan en tan gran medida en la imaginación popular como han llegado a hacerlo los sicólogos. Pero probablemente indica también que existe cierta ambigüedad- en las imágenes que de ellos se ha formado la .gente. Así pues, puede ser un buen punto de partida para nuestras consideraciones el observar más detenidamente algunas de estas imágenes. Si preguntamos a los estudiantes aún no graduados por qué se están especializando en sociología, a menudo recibimos la respuesta: “Porque me gusta trabajar con la gente”. Si seguimos entonces preguntando a estos estudiantes respecto al futuro de su ocupación, tal como ellos la imaginan, a menudo escuchamos que se proponen participar en el trabajo o acción social. De esto hablaremos en breve. Otras respuestas son más vagas y generales, pero todas indican que el estudiante en cuestión preferiría tratar con gente que con cosas. Las ocupaciones mencionadas a este respecto incluyen manejo de personal, relaciones humanas en la industria, relaciones públicas, publicidad, planificación de la comunidad, o labor religiosa del tipo seglar. La suposición común es que en todas estas clases de esfuerzos se podría “hacer algo por la gente”, “ayudar a la gente” o “hacer una labor provechosa para la comunidad”. La imagen del sociólogo implicada aquí podría describrise como una versión secularizada del liberal Clero Protestante, proporcionando quizá el secretario de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos) el vínculo de enlace entre la obra sexual sagrada y la profana. La sociología se considera como una moderna variación a la tesis clásica estadounidense dé la “elevación del nivel de vida”. Se sobreentiende que el sociólogo es una persona interesada profesionalmente en actividades edificantes a favor del individuó y de toda la comunidad. Uno de estos días tendrá que escribirse una gran novela estadounidense sobre el desengaño brutal que este tipo de motivación está destinado a sufrir en' la mayoría de las ocupaciones que acabamos de mencionar. Existe un rasgo patético que infunde compasión en el destino de estos simpatizantes de la gente que participan en la dirección de personal y se enfrentan por primera vez a las realidades humanas de una huelga que deben combatir permaneciendo en un lado de la línea de batalla fieramente trazada'; o de quienes, entran en un trabajo de relaciones públicas y descubren exactamente qué es lo que se espera de ellos en lo que los expertos en este campo han llamado “la ingeniería del consenso”.; o de quienes ingresan en obras de la comunidad para empezar una instrucción cruel en la política de especulación en bienes raíces. Pero lo que estamos interesados en tratar no es el despojo de la inocencia, sino más bien una imagen particular del sociólogo, imagen que es al mismo tiempo errónea y engañosa. Naturalmente, es cierto que algunos tipos de explorador (Boy Scout) se han Convertido en sociólogos. También es cierto que un interés benévolo en la gente podría ser el punto de partida biográfico para los estudios sociológicos. Pero es importante señalar que una actitud malévola y misantrópica podría servir exactamente para el mismo fin. Los conocimientos sociológicos resultan valiosos para cualquier persona interesada en una actividad dentro de la sociedad. Pero esta actividad no necesita ser particularmente humanitaria. En la actualidad, algunos sociólogos estadounidenses son empleados por organismos gubernamentales que tratan de proyectar comunidades más habitables para la nación. Otros sociólogos estadounidenses son empleados por organismos gubernamentales interesados en borrar del mapa a las comunidades de naciones hostiles, siempre y cuando fuese necesario. Cualesquiera que puedan ser las inferencias morales de sus respectivas actividades, no existen motivos para que no se puedan practicar en ambas interesantes estudios sociológicos. De manera similar, la criminología como un campo- especial dentro de la sociología, ha puesto al descubierto una valiosa información acerca de los procesos criminales en la sociedad moderna. Esta información resulta igualmente valiosa para las personas que tratan de combatir el delito y para las que están interesadas en fomentarlo. El hecho de que haya sido empleado un número mayor de criminólogos por la policía que por los “gangsters” puede atribuirse al prejuicio ético de los propios criminólogos3 a las relaciones públicas de la policía y tal vez a la falta de refinamiento científico de los “gangsters”. En resumen, “trabajar con la gente” puede significar mantenerla alejada de los barrios bajos o meterla en la cárcel, venderles propaganda o quitarle el dinero (ya sea legal o ilegalmente), haciendo que fabriquen mejores automóviles o que sean mejores pilotos de bombarderos. Por lo tanto, como imagen del sociólogo, la frase deja algo que desear, aun cuando pueda servir para describir al menos el impulso inicial, como resultado del cual alguna gente recurre al estudio de la sociología. Se requieren algunos comentarios adicionales a propósito de una imagen estrechamente relacionada del sociólogo como una especie de teórico de la labor social. Esta imagen resulta comprensible en vista del desarrollo de la sociología en los Estados Unidos. Cuando menos una de las raíces de la sociología estadounidense ha de encontrarse en los apuros de los trabajadores sociales al tener que afrontar los problemas masivos que surgieron a raíz de la revolución industrial: el rápido crecimiento de las ciudades y de los barrios -bajos que surgieron dentro de ellas, la inmigración en masa, los movimientos masivos del pueblo, la desorganización de los medios de -vida tradicionales y la desorientación resultante de los individuos atrapados en estos procesos. Se ha estimulado gran parte de la investigación sociológica debido a esto. Y así, aún es bastante habitual que los estudiantes no graduados planeen ingresar en el trabajo social para especializarse en sociología. En realidad, el trabajo soda] estadounidense ha recibido mucha más influencia de la sicología en el desarrollo de su “teoría”. Es muy probable que este hecho tenga cierta relación con lo que dijimos antes acerca de la posición relativa de la sociología y la sicología en la imaginación popular. Los trabajadores sociales han tenido que librar durante tiempo una penosa batalla para que se les reconozca como “profesionales” y para lograr el prestigio, el poder y (no menos importante) la renumeración que entraña tal reconocimiento. Buscando en tomo suyo un modelo “profesional” que emular, encuentran que el del siquiatra es el más natural. Y por ello los trabajadores sociales con temporáneos reciben a sus “clientes” en una oficina, mantienen con ellos “entrevistas clínicas” con una duración de cincuenta minutos, archivan las entrevistas por cuadruplicado y las discuten y analizan con una jerarquía de “supervisores”. Al adoptar las galas externas del siquiatra, adoptaron también, naturalmente, su ideología. Así, la teoría del trabajo social estadounidense contemporáneo consiste en gran parte en una versión algo mutilada de la sicología sicoanalítica, una especie de freudianismo de los pobres que sirve para legitimar el derecho del trabajador social a ayudar a la gente de manera “científica”. En este libro no estamos interesados en investigar la validez “científica” de esta doctrina sintética. Nuestra opinión es que esta no solamente tiene muy poco que ver con la sociología, sino que en realidad demuestra ser singularmente obtusa en relación con la realidad social. La identificación de la sociología con el trabajo social en la mente de muchas personas es hasta cierto punto un fenómeno de “retraso cultural”, que se remonta a la época en que los trabajadores sociales “pre-profesionales” se ocupaban todavía de la pobreza en vez de abordar la frustración libidinosa y lo hacían sin valerse de un dictáfono. Pero aun cuando el trabajo social estadounidense no hubiera seguido la corriente de la psicología popular, la imagen del sociólogo como el mentor teórico del trabajador social resultaría engañosa. £1 trabajo social, cualquiera que sea su justificación racional teórica, es una práctica positiva en la sociedad. La sociología no es una práctica, sino un intento por comprender. Indudablemente, esta comprensión puede ser de utilidad para el practicante. A este respecto, afirmaríamos que una comprensión más profunda de la sociología sería de mayor utilidad para el trabajador social y que tal comprensión evitaría la necesidad de que éste descienda a las profundidades mitológicas del “subconsciente” para explicar cuestiones que por regla general son totalmente conscientes, mucho más simples y, en realidad, de una naturaleza social. Pero no existe nada inherente a la empresa sociológica de tratar de comprender a la sociedad que lleve forzosamente a esta práctica o a cualquiera otra. La comprensión sociológica puede recomendarse a los trabajadores sociales, pero también a los vendedores, a las enfermeras, a (os evangelistas y a los políticos: en realidad, a cualquier persona cuyos objetivos comprendan el manejo de gente, con cualesquier propósito y justificación moral. Esta concepción de la actividad sociológica se encuentra implícita en la afirmación clásica de Max Weber, una de las figuras más importantes en el desarrollo de este campo, en el sentido de que la sociología está “exenta de valores”. Puesto que más tarde será necesario retomar ‘varias veces a este punto, conviene explicarlo más ampliamente a estas alturas. Evidentemente la declaración de Weber no significa que el sociólogo no tenga o no deba tener valares. En todo caso, resulta casi imposible para un ser humano existir sin poseer valores algunos, aunque pueden haber enormes variaciones en los valores que podamos mantener. Normalmente, el sociólogo poseerá tantos valores como un ciudadano, un particular, el miembro de un grupo religioso o como un adepto de alguna otra asociación de personas. Pero dentro de los límites de sus actividades como sociólogo, existe únicamente un valor fundamental: el de la integridad científica. Por supuesto, incluso en este respecto, el sociólogo como ser humano tendrá que tener en cuenta sus convicciones, sus emociones y prejuicios. Pero forma parte de su disciplina intelectual el que trate de comprender y controlar estas tendencias como predisposiciones que deben ser eliminadas, hasta donde sea posible, de su trabajo. Se sobreentiende que esto no siempre es fácil, pero no es tampoco imposible. El sociólogo trata de ver lo que hay. Puede abrigar esperanzas o temores respecto a lo que pueda averiguar. Pero tratará de observarlo todo sin tomar en cuenta sus esperanzas o temores. Por tanto, este es un acto de percepción pura, tan pura como lo permiten los recursos humanamente limitados, que la sociología se esfuerza en llevar a cabo. Una analogía puede servir para dejar esto un poco más claro. En cualquier conflicto político o militar, resulta ventajoso capturar la información empleada por los organismos de espionaje del bando contrario. Pero esto es así únicamente porque un buen conocimiento se compone de información libre de prejuicios. Si un espía presenta su informe en términos de la ideología y ambiciones de sus superiores, sus informaciones carecen de utilidad no sólo para el enemigo, en el -caso de que éste las capturase, sino también para el propio bando del espía. Se ha sostenido que uno de los puntos débiles del mecanismo de espionaje de los estados totalitarios es que los espías no informan lo que descubren sino lo que sus superiores desean oír. Este es, sin duda alguna, un mal espionaje. El buen espía informa la verdad. Otros deciden lo que deberá hacerse como resultado de su información. De manera muy similar, el sociólogo es un espía. Su labor consiste en informar, tan correctamente como le sea posible, acerca de un medio social determinado. Otras personas, o él mismo, en una función diferente a la de sociólogo, tendrán que decidir los pasos que deben darse en este campo. Quisiéramos recalcar enérgicamente que el decir esto no significa que el sociólogo no tenga obligación alguna de averiguar los objetivos de sus superiores, o el partido que éstos sacarán de su trabajo. Pero esta no es una averiguación sociológica. Equivale a formular las mismas preguntas que debe formularse cualquiera respecto a sus actos en sociedad. De la misma manera, el conocimiento biológico puede emplearse para curar o para matar. Esto no quiere decir que el biólogo esté exento de toda responsabilidad respecto al uso que se dé a sus conocimientos. Pero cuando se interroga a sí mismo acerca de esta responsabilidad, no está formulando una pregunta biológica. Otra imagen del sociólogo, relacionada con las dos que ya hemos expuesto, es la del reformador social. Esta imagen tiene también raíces históricas, no sólo en los Estados Unidos, sino también en Europa. Augusto Comte, el filósofo francés de principios del siglo xix que inventó el nombre de la-disciplina, pensaba que la sociología era la doctrina del progreso, una sucesora secularizada de la teología como la maestra de las ciencias. Según este punto de vista, el sociólogo desempeña el papel de árbitro de todas las ramas del saber para el bienestar del ser humano., Esta idea, aunque despojada de .sus pretensiones más fantásticas, dejó una huella profunda en el desarrollo de la sociología francesa. Pero tuvo también sus repercusiones en los Estados Unidos, cuando en los albores de la sociología estadounidense, algunos discípulos transatlánticos de Comte sugirieron formalmente en un memorándum al presidente de la Universidad de Brown que todas las secciones de esta última deberían ser reorganizadas como subordinadas de la facultad de sociología. Actualmente muy pocos sociólogos, y probablemente ninguno en este país, considerarían de esta manera su papel. Pero algo de este concepto sobrevive cuando se espera que los sociólogos aparezcan con copias de unos mismos planos para hacer reformas en cierto número de problemas sociales. Desde ciertos puntos de vista valiosos (incluyendo algunos del autor) resulta satisfactorio que las ideas sociológicas hayan sido de utilidad en algunos casos para mejorar la suerte de algunos grupos de seres humanos, poniendo al descubierto circunstancias moralmente ofensivas, disipando ilusiones colectivas o demostrando que podrían obtenerse resultados socialmente convenientes en forma más humana. Por ejemplo, podríamos indicar ciertas aplicaciones del conocimiento sociológico en el sistema penitenciario de los países occidentales. O podríamos mencionar la utilidad que se ha dado a los estudios sociológicos en la decisión adoptada por la Corte Suprema en 1954 respecto a la segregación racial en las escuelas públicas. O podríamos considerar las aplicaciones de otros estudios sociológicos a la planificación humana del nuevo desarrollo de zonas urbanas. Indudablemente, el sociólogo moral y políticamente sensible obtendrá grandes satisfacciones de estos ejemplos. Pero, una vez más, conviene tener presente que lo que se encuentra en disputa en este libio no es una comprensión sociológica como ésta sino ciertas aplicaciones de esta comprensión. No es difícil imaginar la manera en que podría aplicarse la misma comprensión con intenciones opuestas. Por Jo mismo, la comprensión sociológica de la dinámica del prejuicio racial puede ser aplicada eficazmente tanto por las personas que estimulan el odio entre los grupos, como por las que desean propagar la tolerancia. Y la comprensión sociológica del carácter de la solidaridad humana puede emplearse al mismo tiempo al servicio de los regímenes totalitarios y de los democráticos. Resulta sensato darse cuenta de que los mismos procesos que originan un, consenso pueden ser manipulados por un trabajador social de grupo en un campamento de verano en los macizos Adirondacks y por un comunista lava-cerebros en un campo de prisioneros de China. Fácilmente podemos admitir que en algunas ocasiones el sociólogo tiene la obligación de presentar su consejo cuando se trata de cambiar ciertas condiciones sociales que se consideran poco convenientes. Pero la imagen del sociólogo como un reformador social adolece de la misma confusión que su imagen como trabajador social. Si todas estas imágenes del sociólogo suponen a su respecto un elemento de “retraso cultural”, podemos pasar ahora a algunas otras imágenes de fecha más reciente y atribuirlas a los desarrollos actuales de la disciplina. Una de estas imágenes es la del sociólogo como un recolector de estadísticas acerca de la conducta humana. En este punto el sociólogo se considera esencialmente como un ayudante de una máquina IBM. Va a su asunto con un cuestionario, entrevista a personas seleccionadas al azar, después regresa a casa, asienta sus tabulaciones en innumerables tarjetas que acto seguido son introducidas en una máquina. Por supuesto, en todas estas operaciones es asistido por un equipo numeroso y por un presupuesto muy grande. En esta imagen está comprendida la deducción de que los resultados de todo este esfuerzo son de-poca monta, una reafirmación pedante de lo que de cualquier manera todo el mundo sabe. Como señaló expresivamente un observador, un sociólogo es un individuo que gasta 100,000 dólares para descubrir el camino que lleva a una casa de mala reputación. Esta imagen del sociólogo ha sido fortalecida en la mente del público por las actividades de muchos organismos que bien podrían llamarse parasociológicos, principalmente organismos interesados en la opinión pública y en las tendencias del mercado. La persona encargada de hacer encuestas se ha convertido en una figura muy conocida dentro de la vida estadounidense, importunando a la gente acerca de sus opiniones desde la política exterior hasta el papel higiénico. Puesto que los métodos empleados en las tareas de la persona que realiza encuestas muestran un gran parecido con la investigación sociológica, el desarrollo de esta imagen del sociólogo es bastante comprensible. Los estudios Kinsey de la conducta sexual estadounidense probablemente han aumentado muchísimo la influencia de esta imagen. La pregunta sociológica fundamental, lo mismo si atañe a los contactos amorosos antes del matrimonio que a los votos republicanos o a la incidencia de los acuchillamientos entre las pandillas, se supone siempre que es: “¿cuántas veces?” o “¿cuánto?” Incidentalmente, las-escasas bromas o chistes circulantes acerca de los sociólogos, generalmente se relacionan con esta imagen estadística (es-mejor dejar a la imaginación del lector cuáles son éstos chistes). Debemos ahora admitir, aunque con pesar, que esta imagen del sociólogo y de su oficio no es enteramente producto de la fantasía. Comenzando poco después de la Primera Guerra Mundial, la. - sociología estadounidense se desvió bastante-: resueltamente de la teoría hada una intensa preocupación por los estudios empíricos estrechamente circunscritos. En relación con este giro, los sociólogos perfeccionaron cada vez más sus técnicas de investigación. Naturalmente, entre éstas, las técnicas estadísticas ocuparon un lugar prominente. Desde poco más o menos la mitad de la década de 1940, ha habido un renacimiento del interés en la teoría sociológica, y existen indicadores de que esta tendencia a alejarse de un empirismo estrecho continúa ganando impulso. Sin embargo, sigue siendo cierto que una parte considerable de la labor sociológica en este país consiste, aún en estudios insignificantes de fragmentos oscuros de .la vida social, .irrelevantes para cualquier interés teórico más amplio. Una mirada al índice de las principales revistas sociológicas, o a la lista de disertaciones leídas en las convenciones sociológicas, confirmará esta afirmación. La estructura política y económica de la- vida estadounidense estimula esta norma y no sólo en lo que se refiere a la sociología. Los colegios superiores y universidades son administrados normalmente por gente muy ocupada que dispone de poco tiempo o inclinación a ahondar en las cuestiones esotéricas introducidas por sus doctos empleados.,. No obstante, esos administradores están obligados a tomar decisiones acerca de contrataciones y despidos, ascensos, y posesión de cargos del personal de su facultad. ¿Qué criterios deberían usar para-tomar estas decisiones? No puede esperarse que lean todo lo que escriben sus profesares, en vista de que no tienen tiempo para estas actividades, especialmente en las disciplinas más- técnicas, careciendo de los requisitos necesarios para juzgar -el material. Las opiniones de los colegas inmediatos de los profesores en cuestión resultan sospechosas n priort, - por ser la institución académica normal una selva donde se escenifican luchas enconadas entre los bandos- del profesorado, en ninguno, de los cuales puede confiarse para que emitan un juicio objetivo de los miembros de su propio grupo o de alguno de los bandos opuestos. Averiguar las opiniones de los estudiantes sería un procedimiento aún más inseguro. Así pues, se deja a los administradores cierto número de opciones igualmente malas. Estos pueden recurrir al principio de que la institución es una familia feliz, cada uno de cuyos miembros asciende constantemente la escala de posiciones haciendo caso omiso de sus méritos. Este sistema se ha venido ensayando bastante -a menudo, pero cada vez se toma más difícil en una época de competencia por el favor del público y por los fondos de las fundaciones. Otra de las opciones es contar con el consejo de una camarilla, seleccionada sobre ciertas bases más o menos racionales. Esto origina claras dificultades políticas para el administrador de un grupo crónicamente a la defensiva de su independencia. La tercera alternativa, la más común en la actualidad, es la de echar mano del criterio de la productividad tal como se utiliza en el mundo de los negocios. Puesto que es realmente difícil juzgar la productividad de un erudito en cuya especialidad no se está lo suficientemente familiarizado, se debe tratar de descubrir de alguna manera lo grato que es el erudito para sus colegas imparciales en este campo. En tal caso, se da por sentado que dicha aceptabilidad puede deducirse del número de libros o artículos que los editores o directores de publicaciones profesionales están dispuestos a aceptar del erudito en cuestión. Esto obliga a los eruditos a concentrarse en un trabajo que puede convertirse fácil y rápidamente en un artículo bastante bueno que probable mente sea aceptado para su publicación en una revista profesional. Para los sociólogos esto significa un estudio empírico insignificante de un tema estrechamente limitado. En la mayoría de los casos, tales estudios exigirán la aplicación de técnicas estadísticas. Puesto que se sospecha que la mayor parte de las revistas profesionales en esta especialidad publican artículos que no contienen siquiera cierto material estadístico, esta tendencia se ha fortalecido aún más. Y así, jóvenes e impacientes sociólogos varados en instituciones en alguna parte del interior del país, anhelando las praderas más ricas de las mejores universidades, nos abastecen con una continua corriente de pequeños estudios estadísticos de las costumbres computadas de sus estudiantes, de las opiniones políticas de los nativos circunvecinos, o del sistema de clase de alguna aldea situada a cierta distancia de los terrenos de la Universidad. Podríamos añadir aquí que este sistema no es tan terrible como pudiera parecer al recién llegado a este campo de la ciencia, puesto que sus condiciones rituales son bien conocidas para todos los interesados. En consecuencia, la persona sensata lee las publicaciones sociológicas principalmente por las críticas de libros y las noticias obituarias, y asiste a las reuniones sociológicas exclusivamente cuando busca un trabajo o quiere ocuparse de otras intrigas. La prominencia de las técnicas estadísticas en la sociología estadounidense de nuestros días tiene, por tanto, ciertas funciones rituales fácilmente comprensibles en vista del sistema de gobierno dentro del cual tienen que practicar su profesión la mayoría de los sociólogos. En realidad, la mayor parte de los sociólogos poseen un conocimiento de las estadísticas un poco mayor que el de un libro de cocina, discurriendo sobre ellas poco más o menos con la misma mezcla de temor reverente, ignorancia y tímido manipuleo con la que discurriría el sacerdote de una pobre aldea sobre las potentes modulaciones latinas de la teología tomista. Sin embargo, una vez que nos damos cuenta de las de estas cosas, deberá ser evidente que la sociología no debe juzgarse por estas aberraciones. En tal caso, nos tomamos, por, decirlo así, sociológicamente refinados respecto a la sociología y capaces de observar más allá de las señales externas cualquier virtud interna que pueda esconderse debajo de ellas. Los datos estadísticos en si mismos no forman la sociología. Se convierten en sociología únicamente cuando son interpretados sociológicamente y colocados dentro de un marco de referencia teórico que sea sociológico. El simple cómputo, o incluso la correlación de las diferentes cláusulas que numeramos, no es sociología. No existe prácticamente ninguna sociología en los informes Kinsey. Esto no quiere decir que los datos de estos estudios no sean auténticos o que no puedan resultar pertinentes para la comprensión sociológica. Considerándoles por sí mismos, estos datos son materias primas que pueden emplearse en la interpretación sociológica. Sin embargo, esta interpretación debe ser más liberal que los propios datos. De esta manera el sociólogo no puede fijar su atención en los índicos de frecuencia del contacto premarital o de la pederastía extramarital. Estos detalles son significativos para él sólo en términos de sus inferencias mucho más amplias para una comprensión de las instituciones y valores de nuestra sociedad. Para llegar a tal comprensión, a menudo el sociólogo tendrá que aplicar técnicas estadísticas, especialmente cuando se ocupa de los fenómenos populares de la moderna vida social. Pero la sociología se compone de estadísticas tan poco como la filología consiste en la conjugación de verbos irregulares o la química de elaborar perfumes desagradables en tubos de ensayo. Otra imagen del sociólogo bastante común en la actualidad y relacionada muy estrechamente con la del estadístico, es la que lo concibe como un hombre interesado principalmente en el desarrollo de una metodología científica que puede imponer después a los fenómenos humanos. Esta es la imagen que guardan frecuentemente los humanistas y que se presenta como prueba de que la sociología es una forma de barbarie intelectual. Una parte de esta crítica de la sociología por parte de los littérateurs es a menudo un comentario severísimo sobre la extraña jerga en la que se expresan muchos escritos sociológicos. Por supuesto, en contraste, aquél que hace estas críticas se presenta como un guardián de las tradiciones clásicas de la sabiduría humana. Sería bastante posible refutar estas críticas por medio de un argumento ad hominem. Parece que el barbarismo intelectual se distribuye bastante imparcialmente en las principales disciplinas eruditas que abordan el fenómeno “hombre”. Sin embargo, es indecoroso argumentar ad hominem, así que admitiremos de buena gana que, en realidad, es mucho lo que se admite hoy día bajo el membrete de sociología que con toda justicia puede calificarse como bárbaro, si es que esta palabra intenta denotar una ignorancia de la historia y la filosofía, una pericia limitada sin horizontes más amplios, una preocupación por las habilidades técnicas y una total insensibilidad a las aplicaciones del lenguaje. Una vez más, estos elementos pueden sobreentenderse sociológicamente en términos de ciertas características de la vida académica contemporánea. La competencia que existe por el prestigio y por empleos en campos que se toman cada vez más complejos, obliga a una especialización que con demasiada frecuencia conduce a un deprimente jurisdiccionalismo de los intereses. Pero, una vez más, sería erróneo identificar la sociología con esta tendencia intelectual mucho más penetrante. Desde sus principios, la sociología se ha comprendido a sí misma como una ciencia. Han habido muchas controversias acerca del significado preciso de esta autodefinición. Por ejemplo, los sociólogos alemanes han subrayado la diferencia entre la ciencia social y la natural mucho más enérgicamente que sus colegas franceses o estadounidenses. Pero la fidelidad de los sociólogos al genio científico ha significado en todas partes una buena voluntad a verse limitado por cientos cánones científicos de conducta. Si el sociólogo permanece leal a su profesión, debe deducir sus afirmaciones por medio de la observación de ciertas reglas de testimonio que permitan a otros comprobar lo hecho por él, repetir o ampliar más sus descubrimientos. Es esta disciplina científica la que a menudo proporciona el motivo para leer una obra sociológica en vez de, digamos, una novela sobre el mismo tema, que podría describir los problemas en un lenguaje mucho más eficaz y convincente. Cuando los sociólogos trataron de desarrollar sus reglas científicas de testimonio, se vieron obligados a reflexionar en los problemas metodológicos. Esta es la razón de por qué la metodología es una parte válida y necesaria de la actividad sociológica. Al mismo tiempo, es totalmente cierto que algunos sociólogos, especialmente en los Estados Unidos, han llegado a interesarse en las cuestiones metodológicas a tal grado que han dejado de interesarse absolutamente en la sociedad. En consecuencia, no han descubierto nada de importancia acerca de algún aspecto de la vida social, puesto que en la ciencia, como en el amor, el concentrarse en la técnica es bastante probable que conduzca a la impotencia. Gran parte de esta fijación en la metodología puede explicarse en razón del apremio de una disciplina relativamente nueva para encontrar aceptación en el escenario académico. En vista de que la ciencia es una entidad casi sagrada entre los estadounidenses en general y los académicos en particular, el deseo de emular la conducta de las ciencias naturales más antiguas es muy fuerte entre los recién llegados al mercado de la erudición. Cediendo a este deseo, los sicólogos experimentales, por ejemplo, han tenido un éxito tal que generalmente sus estudios no tienen nada que ver con lo que los seres humanos son o hacen. La ironía de este proceso radica en el hecho de que los propios eruditos en ciencias naturales han renunciado al mismo dogmatismo positivista que sus imitadores están esforzándose aún por adoptar. Pero esto no nos interesa aquí. Basta decir que los sociólogos han logrado evitar algunas de las exageraciones más grotescas de este “metodismo”, en comparación con ciertos campos de estudio estrechamente relacionados con éste. Como cada vez están más seguros en su condición académica, puede esperarse que este complejo de inferioridad metodológico disminuirá aún más. La acusación de que muchos sociólogos escriben en un dialecto barbárico también debe admitirse con reservas similares. Toda disciplina científica debe desarrollar una terminología. Esto se hace patente en cuanto a una disciplina tal como, digamos, la física nuclear, que aborda materias desconocidas para la mayoría de la gente y para las cuales no existen palabras en el lenguaje común. Sin embargo, posiblemente la terminología es aún más importante para las ciencias sociales, simplemente porque la materia de que trata es muy conocida y porque sí existen palabras para designarla. Debido a que conocemos bien las instituciones sociales que nos rodean, nuestra percepción de ellas es imprecisa y a menudo errónea. De manera muy parecida, la mayoría de nosotros se verá en grandes dificultades para dar una descripción exacta de nuestros padres, esposos o esposas, hijos o amigos íntimos. Además, a menudo nuestro lenguaje (tal vez afortunadamente) es vago y confuso en sus alusiones a la realidad social. Tomemos, por ejemplo, el concepto de clase, el cual es muy importante en sociología. Deben haber docenas de significados que pueda tener este término en el lenguaje común: categorías de acuerdo con los ingresos, razas, grupos étnicos, camarillas del poder, clasificaciones de acuerdo con la inteligencia y muchos otros. Es obvio que el sociólogo debe tener una definición precisa e inequívoca del concepto si desea proseguir su trabajo con cierto grado de exactitud científica. En vista de estos hechos, podemos comprender que algunos sociólogos hayan sentido la tentación de inventar un conjunto de nuevas palabras para evitar las trampas semánticas del uso vernáculo. Por lo mismo, afirmaríamos que algunos de estos neologismos han sido necesarios. Sin embargo, sostendríamos también que la mayor parte de la sociología puede exponerse en un inglés inteligible con muy poco esfuerzo y que una buena parte del “sociologismo” contemporáneo puede considerarse una mixtificación afectada. Esto no obsta a que nuevamente nos enfrentemos aquí con un fenómeno intelectual que afecta también otros campos. Puede haber cierta relación con la gran influencia de la vida académica alemana en un período de formación en el desarrollo de las universidades estadounidenses. La profundidad científica fue evaluada por la aridez del lenguaje científico. Si la prosa científica resultaba ininteligible para cualquiera, excepto para el círculo reducido de adeptos al campo en cuestión, esto era una prueba ifiso fado de su respetabilidad intelectual. Muchos escritos eruditos estadounidenses se leen aún como una traducción del alemán. Sin duda alguna, esto es lamentable. Sin embargo, esto tiene poco que ver con la legitimidad de la actividad sociológica como tal. Finalmente, quisiéramos considerar una imagen del sociólogo no tanto en su papel profesional como en su existencia, es decir, como se supone que es un determinado tipo de persona. Esta es la imagen del sociólogo como observador destacado y sardónico y como un frio manipulador de hombres. Donde esta imagen prevalece, puede representar un triunfo irónico de los propios esfuerzos del sociólogo para ser aceptado como un científico genuino. Aquí, el sociólogo se convierte en un hombre que se designa a si mismo como superior, manteniéndose apartado de la cálida vitalidad de la existencia común, encontrando su satisfacción no en vivir, sino en valorar fríamente las vidas de los demás, archivándolas en pequeñas categorías y, por lo mismo, pasando por alto posiblemente el significado real de lo que observa. Además, algunas personas opinan que, cuando se implica de alguna manera en los procesos sociales, el sociólogo lo hace como un técnico sin compromiso, poniendo sus habilidades manipuladoras a la disposición de las autoridades. Esta última imagen probablemente no esté muy generalizada. Es sostenida principalmente por las personas interesadas por razones políticas en los abusos existentes o posibles de la sociología en las sociedades modernas. No hay mucho que decir a manera de refutación acerca de esta imagen. Gomo un retrato general del sociólogo contemporáneo es, sin duda alguna, una crasa tergiversación. Corresponde a muy pocos individuos que alguien pueda encontrar en nuestro país actualmente. Con todo, el problema del papel político del científico social es auténtico. Por ejemplo, el empleo de sociólogos por parte de ciertas ramas de la industria y el gobierno suscita problemas morales a los que debe hacerse frente mucho más que hasta ahora. Sin embargo, existen problemas morales que incumben a todos los hombres que ocupan posiciones de responsabilidad en la sociedad moderna. La imagen del sociólogo como observador despiadado y como manipulador sin conciencia no necesita retener más nuestra atención. De manera general, la historia produce muy pocos Talleyrands. Por lo que toca a los sociólogos contemporáneos, la mayoría de ellos carecerían de la aptitud emocional para desempeñar tal papel aun cuando lo ambicionasen en momentos de fantasía calenturienta. Entonces, ¿cómo debemos imaginar al sociólogo? Al exponer las diversas imágenes que abundan en la concepción popular respecto a su persona, ya hemos puesto de relieve ciertos elementos que tendrían que entrar en nuestra configuración. Ahora podemos reunimos. Al hacerlo, edificaremos lo que los propios sociólogos llaman un “tipo ideal”. Esto significa que lo que describimos no podrá encontrarse en la realidad en su forma pura. En lugar de ello encontraremos, en diferentes grados, aproximaciones y desviaciones de él. No debe considerarse que esto es un término medio empírico. Ni siquiera pretenderíamos que todos los individuos que se califican actualmente como sociólogos, se reconozcan a sí mismos sin reservas en nuestro concepto, ni refutaríamos el derecho de los que no se reconocen en él a emplear el calificativo. Nuestra ocupación no es la de excomulgar. Sin embargo, afirmaremos que nuestro “tipo ideal” corresponde a la concepción que tienen de si mismos la mayoría de los sociólogos que se encuentran dentro de la corriente principal de la disciplina, tanto históricamente (al menos en este siglo) como en la actualidad. Entonces, el sociólogo es una persona que se interesa por comprender la sociedad de una manera disciplinada. La naturaleza de esta disciplina es científica. Esto significa que lo que el sociólogo descubre y dice acerca de los fenómenos sociales que estudia ocurre dentro de un determinado marco de referencia definido bastante estrictamente. Una de las características principales de este marco de referencia científico es que las operaciones se encuentran limitadas por ciertas reglas de prueba. Como científico, el sociólogo trata de ser objetivo, procura controlar sus preferencias y prejuicios personales y percibir claramente en lugar de juzgar de acuerdo con una pauta. Por supuesto, esta limitación no abarca toda la existencia del sociólogo como ser humano, sino que se reduce a sus operaciones, en su condición de sociólogo. El sociólogo no pretende que su marco de referencia sea el único dentro del cual puede considerarse a la sociedad. A este respecto, muy pocos científicos pretenderían en la actualidad que la manera correcta de observar el mundo es únicamente la científica. El botánico que mira un narciso atrompetado (daffodil) no tiene razones para refutar el derecho del poeta a mirar el mismo objeto de manera muy diferente. Hay muchas maneras de llevar el juego. La cuestión no es negarse a ver los juegos de otras personas, sino que estemos seguros de las reglas de nuestro propio juego. Por consiguiente, el juego del sociólogo emplea reglas científicas. Como resultado de ello, el sociólogo debe estar interiormente seguro del significado de estas reglas; o sea, que debe interesarse por los problemas metodológicos. La metodología no constituye su objetivo. Recordemos una vez más que éste último es el intento por comprender a la sociedad; la metodología ayuda a alcanzar esta meta. Con el fin de comprender la sociedad, o la parte de ella que esté estudiando en ese momento, el sociólogo se valdrá de muchos medios; entre éstos se encuentran las técnicas estadísticas. Las estadísticas pueden ser de gran utilidad para responder ciertas preguntas sociológicas. Pero las estadísticas no constituyen la sociología. Como científico, el sociólogo tendrá que preocuparse por el significado exacto de los términos que emplea; esto es, tendrá que ser muy cuidadoso respecto a la terminología. Esto no significa necesariamente que debe inventar un lenguaje nuevo propio, sino que no puede usar ingenuamente el lenguaje de todos los días. Finalmente, el interés del sociólogo es primordialmente teórico; o sea; que está interesado en comprender por su propio bien. Puede estar enterado o inclusive interesado en la aplicabilidad práctica y en las consecuencias de sus descubrimientos, pero con este fin abandona el marco de referencia sociológico y se traslada a los dominios de los valores, las creencias y las ideas que comparte con otros hombres que no son sociólogos. No tenemos dudas de que este concepto del sociólogo encontraría un consenso muy amplio dentro de la disciplina actual. Pero quisiéramos ir un poco más adelante y formular una pregunta un poco más personal (y por tanto, sin duda alguna, que se presta más a controversias). Nos gustaría preguntar no sólo lo que el sociólogo hace sino también qué es lo que lo empuja a hacerlo. O, .para emplear la frase que usó Max Weber respecto a algo parecido, queremos investigar un poco la naturaleza del demonio del sociólogo. Al hacerlo, evocaremos una imagen que no es un ideal tan típico en el sentido en que empleamos el término anteriormente, sino más confesional en el sentido de compromiso personal. Además, no nos interesa excomulgar a nadie. El juego de la sociología se desarrolla en un campo muy amplio. Tan sólo estamos describiendo un poco más íntimamente a aquellos que quisiéramos incitar a incorporarse a nuestro juego. Quisiéramos decir además que el sociólogo (esto es, la persona a la que realmente nos gustaría invitar a nuestro juego) es una persona que se interesa intensa, incesante y descaradamente por las acciones de los hombres./ Su ambiente natural son todos los sitios de reunión humana en el mundo, dondequiera que los hombres se congregan. El sociólogo puede interesarse en muchas otras cosas. Pero el interés al que se entrega por completo continúa en el mundo de los hombres, en sus instituciones, su historia, sus pasiones. Y puesto que se interesa por los hombres, nada de lo que éstos hacen puede resultarle tedioso. Estará naturalmente interesado en los acontecimientos que comprometen las creencias fundamentales de los hombres, en sus momentos de tragedia, de grandeza y de éxtasis. Pero también se sentirá fascinado por lo trivial y lo cuotidiano. Conocerá la veneración, pero ésta no le impedirá que desee observar y comprender. En algunas ocasiones puede sentir revulsión o desprecio- pero tampoco ésto lo detendrá de desear una respuesta para sus preguntas o sus dudas. En su búsqueda de comprensión, el sociólogo se mueve a través del mundo de los hombres sin respeto por las fronteras comunes. La nobleza o la degradación, el poder o la oscuridad, la inteligencia y la tontería, todos son igualmente interesantes para él, independientemente de lo diferentes que puedan ser de sus valores o gustos. Así, sus preguntas pueden conducirlo a todos los niveles posibles-de la sociedad, a los lugares más conocidos y a los menos conocidos, a los más respetados y a los más despreciados. Y si es un buen sociólogo, se encontrará en todos estos lugares, porque sus propias preguntas habrán tomado posesión de él basta el punto de que su única alternativa es buscar respuestas. Sería posible decir las mismas cosas en un tono más bajo. Podríamos decir que el sociólogo, a no ser por el privilegio de su título académico, es el hombre que, a pesar suyo, debe escuchar murmuraciones, que se siente tentado a mirar por el ojo de la cerradura, a leer la correspondencia de otras personas y a abrir los armarios cerrados. Antes de que algún sicólogo que de otra manera no tendría nada que hacer se prepare ahora a inventar una prueba de capacidad para los sociólogos sobre la base de una capacidad de investigación sublimada, permítasenos decir rápidamente que estamos hablando sólo pór vía de analogía. Quizá algunos niños muertos de curiosidad por espiar a sus tías solteras en el baño se conviertan más tarde en sociólogos empedernidos. Lo que nos interesa es la curiosidad que se apodera de todo sociólogo frente a una puerta cerrada tras la cual se escuchan voces humanas. Si es un buen sociólogo deseará abrir la puerta y saber lo que dicen esas voces. Detrás de cada puerta cerrada presentirá alguna faceta nueva de la vida humana de la que aún no se había percatado ni la había comprendido. El sociólogo se ocupará de cuestiones que otros consideran demasiado sagradas o demasiado desabridas para investigarlas de manera desapasionada. Encontrará, recompensa en la compañía de sacerdotes o de prostitutas, no según sus preferencias personales sino según las preguntas que se encuentre formulando en ese momento. También se ocupará de cuestiones que otros pueden encontrar demasiado aburridas. Se interesará en la interacción humana que acompaña a la guerra o a los grandes descubrimientos intelectuales, pero también en las relaciones que existen entre los empleados de un restaurant o entre un grupo de niñas que juegan con sus muñecas. Su foco de atención principal no es el significado esencial de lo que hacen los hombres, sino de la acción en sí misma, considerándola como un ejemplo más de la infinita riqueza de la conducta humana. Eso en cuanto a la imagen de nuestro compañero de juego. En estas jomadas a través del mundo de los hombres, el sociólogo encontrará inevitablemente otros fisgones profesionales como él. Estos se sentirán ofendidos por su presencia, presintiendo que está invadiendo furtivamente sus cotos de caza. En algunos lugares el sociólogo se encontrará con el economista, en otros con el científico político, y en otros más con el sicólogo o el etnólogo. No obstante, hay probabilidades de que las cuestiones que han llevado al sociólogo a los mismos sitios sean diferentes de las que impulsaron a sus compañeros transgresores. Las preguntas del sociólogo son siempre esencialmente las mismas: “¿Qué está haciendo aquí la gente?” “¿Cuáles son sus relaciones recíprocas?” “¿De qué manera se organizan estas relaciones en las instituciones?” “¿Cuáles son las ideas colectivas que impulsan a los hombres y a las instituciones?” Por supuesto, al tratar de responder a estas preguntas en casos específicos, el sociólogo tendrá que habérselas con asuntos políticos o económicos, pero se enfrentará a ellos de una manera totalmente diferente que el economista o el científico político. La escena que contempla es la misma escena humana en la que se interesan estos otros científicos. Pero el ángulo de visión del sociólogo es diferente. Cuando entendemos esto, se toma evidente que time poco sentido tratar de demarcar un territorio especial dentro del cual el sociólogo se ocupa de sus asuntos por derecho propio. Como Wesley, el sociólogo tendrá que confesar que su parroquia es el mundo. Pero a diferencia de algunos wesleyanos de nuestros días, él se sentirá contento de compartir con otros su jurisdicción. Sin embargo, existe un viajero cuyo camino tendrá que cruzar el sociólogo con mucha más frecuencia en sus viajes que el de cualquier otro. Este viajero es el historiador. En realidad, tan pronto como el sociólogo se aleja del presente para internarse en el pasado, es muy difícil distinguir sus preocupaciones de las del historiador. Sin embargo, dejaremos esta relación para tratarla después. Baste decir aquí que la jornada sociológica será muy menguada a menos que la salpique frecuentemente con conversaciones con este otro viajero particular. Cualquier actividad intelectual produce cierta emoción desde el momento en que se convierte en la pista de un descubrimiento. En algunos campos de la ciencia, este es el descubrimiento de mundos inesperados e inconcebibles. Es la emoción que siente el astrónomo o el físico nuclear en los límites opuestos de las realidades que el hombre es capaz de concebir. Pero también puede ser la emoción de la bacteriología o de la geología. De manera diferente, puede ser la emoción del lingüista que descubre nuevos dominios de la expresión humana; o del antropólogo que explora las costumbres humanas en lejanos países. En tales descubrimientos, cuando se acometen con ardor, se produce una ampliación del conocimiento y algunas vece» una verdadera transformación de la conciencia. El universo resulta mucho más asombroso que alguna vez pudimos soñar. Generalmente, la emoción que produce la sociología es de un tipo diferente. Es cierto que en algunas ocasiones el sociólogo penetra en mundos que anteriormente habían sido del todo desconocidos para él: por ejemplo, en el mundo del crimen o en el mundo de alguna grotesca secta religiosa, o en el mundo formado por los intereses de cierto grupo tal como el de los especialistas médicos o los líderes militares o los funcionarios publicitarios. Sin embargo» la mayor parte del tiempo el sociólogo se mueve en sectores de experiencia que son conocidos tanto para él como para la mayoría de la gente dentro de su sociedad. Investiga comunidades, instituciones y actividades acerca de las cuales podemos leer todos los días en los periódicos. No obstante, existen otros motivos de emoción por los descubrimientos que realiza en sus investigaciones. No es la emoción de encontrarse con lo totalmente desconocido, sino más bien la que produce descubrir lo conocido transformándose en su significado. La fascinación de la sociología radica en el hecho de que su perspectiva nos hace contemplar desde un nuevo punto de vista el mismo mundo en el que hemos pasado toda nuestra vida. Esto constituye también una transformación de la conciencia. Además, esta transformación es más pertinente para la existencia que la que se lleva a cabo en muchas otras disciplinas, ya que es más difícil separarla en cierto compartimento especial de la mente. El astrónomo no vive en las remotas galaxias, y, fuera de su laboratorio, el físico nuclear puede reír y comer, casarse y votar sin pensar en las interioridades del átomo. El geólogo estudia las rocas sólo en los momentos apropiados y el políglota habla inglés con su esposa. El sociólogo vive en la sociedad, en el trabajo y fuera de él. Inevitablemente, su propia vida es una parte de la materia que estudia. Como hombres que son, los sociólogos también procuran separar sus conocimientos profesionales de sus asuntos diarios. Pero esta es una hazaña muy difícil de llevar a cabo en buena ley. El sociólogo se mueve en el mundo común de los hombres, muy cerca de lo que la mayoría: de ellos llamaría real. Las categorías que emplea en sus 'análisis son únicamente refinamientos de las clases por las que viven otros hombres: el poder, la clase, la condición social, la raza y-los orígenes étnicos. Como resultado de ello, existe una simplicidad y una evidencia engañosa respecto a algunas investigaciones sociológicas. Leemos acerca de ellas, dormitamos ante la escena familiar, observamos que ya sabíamos todo esto desde antes y que la gente tiene cosas mejores que hacer en lugar de perder su tiempo en axiomas: hasta que de repente adquirimos un discernimiento que nos hace poner en duda radicalmente todo lo que antes suponíamos acerca de esta escena familiar. Este es el momento crítico en que el que comenzamos a sentir la emoción de la sociología. Permítasenos emplear un ejemplo específico. Imaginemos una clase de sociología en una escuela superior del Sur en donde casi todos los estudiantes son blancos. Imaginemos una lección sobre el tema del sistema racial del Sur. El catedrático habla en ese momento de cuestiones que sus alumnos conocen desde su infancia. En realidad, puede ser que los alumnos estén más al tanto de las minucias de este sistema que el propio catedrático. Por lo tanto, están totalmente aburridos. Consideran que el profesor únicamente está empleando palabras más presuntuosas para describir lo que ellos ya saben. En este caso puede usar el término “casta”, empleado comúnmente en la actualidad por los sociólogos estadounidenses para describir el sistema racial de los estados del Sur. Pero al explicar el término se desvía hacia la sociedad tradicional hindú, tratando de aclararlo. Continúa después analizando las creencias mágicas inherentes en los tabús de casta, la dinámica social de la comensalía y el sistema conyugal, los intereses económicos ocultos dentro del sistema, la manera en que las creencias religiosas se relacionan con los tabús, los efectos del sistema de casta sobre el desarrollo industrial de la sociedad y viceversa: en fin, todas las características de la India. Pero de repente, la India no parece estar tan lejos. Entonces, la lección retorna al tema del Sur. Ahora lo conocido ya no parece tan conocido. Se han suscitado preguntas nuevas, formuladas quizá airadamente, pero, de todas maneras, formuladas. Y cuando menos algunos de los estudiantes han empezado a comprender que en este asunto de la raza se encuentran comprometidas funciones acerca de las cuales no habían leído en los periódicos (al menos no en los de sus ciudades natales) y que sus padres no les habían explicado, en parte porque ni los periódicos ni los padres sabían nada de ellas. Puede decirse que la máxima principal de la sociología es ésta: las cosas no son lo que parecen. Esta afirmación también es engañosamente simple. Pero poco después deja de ser simple. La realidad social pasa a tener muchos estratos de significado. El descubrimiento de cada nuevo estrato cambia la percepción del conjunto. Los antropólogos usan el término “choque de civilización” para describir la conmoción de una cultura totalmente nueva sobre un recién llegado. En un caso extremo, tal conmoción la experimentará un explorador occidental a quien se le dice, a mitad de la cena, que se está comiendo a la gentil anciana con la que estuvo charlando el día anterior, conmoción a la que pueden pronosticarse consecuencias psicológicas, si no morales. En la actualidad, la mayoría de los exploradores ya no tropiezan con casos de canibalismo en sus viajes. Sin embargo, los primeros encuentros con la poligamia o con los ritos de la pubertad, o incluso con la manera en que se manejan los- automóviles en algunos países; pueden constituir realmente una conmoción para un visitante estadounidense. A esta conmoción pueden acompañarla no solamente la desaprobación o el disgusto, sino una sensación excitante al comprobar que las cosas pueden ser en realidad tan diferentes de lo que son en nuestro país. Cuando menos hasta cierto punto, esta es la emoción que experimenta cualquier persona la primera vez que viaja al extranjero. La experiencia del descubrimiento sociológico puede describirse como el “choque de civilización” sin un desplazamiento geográfico. En otras palabras, el sociólogo viaja en casa, con resultados sorprendentes. Es poco probable que descubra que se está comiendo en la cena a una agradable anciana. Pero, por ejemplo, el descubrimiento de que la iglesia a la que pertenece tiene invertido mucho dinero en la industria de proyectiles dirigidos, o que a unas cuantas cuadras de su casa existen personas que se entregan a orgías dedicadas a algún culto, no puede ser demasiado diferente en cuanto al choque emocional que produce. No obstante, no deseamos significar que los descubrimientos sociológicos son siempre, o incluso generalmente, ultrajantes para el sentimiento moral. En absoluto. Lo que tienen en común con la exploración en tierras distantes es, sin embargo, la súbita iluminación de nuevas e insospechadas facetas de la existencia humana en sociedad. Esta es la excitación, y como trataremos de demostrar posteriormente, la justificación humanista de la sociología. La gente a la que le gusta evitar descubrimientos desagradables, que prefiere creer que la sociedad es exactamente lo que le enseñaron en la Escuela Dominical, a la que' le agrada la seguridad de las reglas y máximas de lo que ha llamado Alfred Schutz el “mundo que se da por supuesto”, debe permanecer alejada de la sociología. La gente que no siente, tentación-alguna ante las puertas cerradas, que no tiene curiosidad respecto a los seres humanos, que se siente contenta de contemplar el paisaje sin preguntarse qué clase de gente vive en aquellas casas que se ven al otro lado de ese río, probablemente deberían permanecer lejos de la sociología, porque la encontrarán desagradable o, en todo caso, poco remuneradora. La gente que se interesa en los seres humanos sólo si puede cambiarlos, convertirlos o reformarlos también debería ponerse sobre aviso, porque encontrará la sociología mucho menos útil de lo que esperaba. Y la gente que se interesa principalmente en sus propias estructuras conceptuales hará bien en recurrir al estudio de ratoncitos blancos. La sociología será satisfactoria, a la larga, sólo para aquellas personas que no pueden pensar a i otra cosa más fascinadora que observar a los hombres y comprender las cosas humanas. Ahora podemos dejar constancia de que, si bien deliberadamente, hemos dicho sólo una parte de la verdad en el título de este capítulo. Indudablemente, la sociología es un pasatiempo individual en el sentido de que a algunas personas les interesa y a otras les aburre» A algunas les gusta observar a los seres humanos, a otras experimentar con ratones. El mundo es lo bastante grande para dar cabida a todas las clases y no hay ninguna prioridad lógica para el interés de unas personas comparado con el de otras. Pero la palabra “pasatiempo” es ineficaz pura describir lo que queremos decir. La sociología se parece más a una pasión. La perspectiva sociológica es más similar a un demonio que se apodera de nosotros» que nos empuja apremiantemente una y otra vez hacia las preguntas que le son propias. En consecuencia, una introducción a la sociología es una invitación a un tipo de pasión muy .especial. Ninguna pasión carece de peligros. El sociólogo que vende sus conocimientos debería cerciorarse de que pronuncia claramente una caveat emptor desde que inicia la transacción. Introducción a la sociología
Peter Berger Cap. 1: La sociología como un pasatiempo individual 1963 Fuente: Berger, Peter. Introducción a la sociología. Editorial Limusa Wiley, México, 1967. Cap. 1: La promesaHOY EN DÍA los hombres advierten con frecuencia que sus vidas privadas son una serie de añagazas. Se dan cuenta de que en sus mundos cotidianos no pueden vencer sus dificultades, y en eso muchas veces tienen toda la razón: lo que los hombres corrientes saben directamente y lo que tratan de hacer está limitado por las órbitas privadas en que viven; sus visiones y sus facultades se limitan al habitual escenario del trabajo, de la familia, de la vecindad; en otros medios, se mueven por sustitución y son espectadores. Y cuanto más cuenta se dan, aunque sea vagamente, de las ambiciones y de las amenazas que trascienden de su ambiente inmediato, más atrapados parecen sentirse. Por debajo de esa sensación de estar atrapados se encuentran cambios aparentemente impersonales de la estructura misma de sociedades de dimensiones continentales. Los hechos de la historia contemporánea son también hechos relativos al triunfo y al fracaso de hombres y mujeres individuales. Cuando una sociedad se industrializa, el campesino se convierte en un trabajador, y el señor feudal es liquidado o se convierte en un hombre de negocios. Cuando las clases suben o bajan, un hombre tiene trabajo o no lo tiene; cuando la proporción de las inversiones aumenta o disminuye, un hombre toma nuevos alientos o se arruina. Cuando sobrevienen guerras, un agente de seguros se convierte en un lanzador de cohetes, un oficinista en un experto en radar, las mujeres viven solas y los niños crecen sin padre. Ni la vida de un individuo ni la historia de una sociedad pueden entenderse sin entender ambas cosas. Pero los hombres, habitualmente, no definen las inquietudes que sufren en relación con los cambios históricos y las contradicciones institucionales. Por lo común, no imputan el bienestar de que gozan a los grandes vaivenes de la sociedad en que viven. Rara vez conscientes de la intrincada conexión entre el tipo de sus propias vidas y el curso de la historia del mundo, los hombres corrientes suelen ignorar lo que esa conexión significa para el tipo de hombres en que se van convirtiendo y para la clase de actividad histórica en que pueden tener parte. No poseen la cualidad mental esencial para percibir la interrelación del hombre y la sociedad, de la biografía y de la historia, del yo y del mundo. No pueden hacer frente a sus problemas personales en formas que les permitan controlar las transformaciones estructurales que suelen estar detrás de ellas. No es de extrañar, desde luego. ¿En qué época se han visto tantos hombres expuestos a paso tan rápido a las sacudidas de tantos cambios? Que los norteamericanos no hayan conocido cambios tan catastróficos como los hombres y las mujeres de otras sociedades, se debe a hechos históricos que ahora se van convirtiendo velozmente en «mera historia». La historia que ahora afecta a todos los hombres es la historia del mundo. En este escenario y en esta época, en el curso de una sola generación, la sexta parte de la humanidad de feudal y atrasada ha pasado a ser moderna, avanzada y temible. Las colonias políticas se han liberado, y han surgido nuevas y menos visibles formas de imperialismo. Hay revoluciones, y los hombres sienten la opresión interna de nuevos tipos de autoridad. Nacen sociedades totalitarias y son reducidas a pedazos… o triunfan fabulosamente. Después de dos siglos de dominio, al capitalismo se le señala sólo como uno de los medios de convertir la sociedad en un aparato industrial. Después de dos siglos de esperanza, aun la democracia formal está limitada a una porción muy pequeña de la humanidad. Por todas partes, en el mundo subdesarrollado, se abandonan antiguos estilos de vida y vagas expectativas se convierten en demandas urgentes. Por todas partes, en el mundo superdesarrollado, los medios de ejercer la autoridad y la violencia se hacen totales en su alcance y burocráticos en su forma. Yace ahora ante nosotros la humanidad misma, mientras las supernaciones que constituyen sus polos concentran sus esfuerzos más coordinados e ingentes en preparar la tercera guerra mundial. La plasmación misma de la historia rebasa actualmente la habilidad de los hombres para orientarse de acuerdo con valores preferidos. ¿Y qué valores? Aun cuando no se sientan consternados, los hombres advierten con frecuencia que los viejos modos de sentir y de pensar se han ido abajo y que los comienzos más recientes son ambiguos hasta el punto de producir parálisis moral. ¿Es de extrañar que los hombres corrientes sientan que no pueden hacer frente a los mundos más dilatados ante los cuales se encuentran de un modo tan súbito? ¿Que no puedan comprender el sentido de su época en relación con sus propias vidas? ¿Que, en defensa de su yo, se insensibilicen moralmente, esforzándose por seguir siendo hombres totalmente privados o particulares? ¿Es de extrañar que estén poseídos por la sensación de haber sido atrapados? No es sólo información lo que ellos necesitan. En esta Edad del Dato la información domina con frecuencia su atención y rebasa su capacidad para asimilarla. No son sólo destrezas intelectuales lo que necesitan, aunque muchas veces la lucha para conseguirlas agota su limitada energía moral. Lo que necesitan, y lo que ellos sienten que necesitan, es una cualidad mental que les ayude a usar la información y a desarrollar la razón para conseguir recapitulaciones lúcidas de lo que ocurre en el mundo y de lo que quizás está ocurriendo dentro de ellos. Y lo que yo me dispongo a sostener es que lo que los periodistas y los sabios, los artistas y el público, los científicos y los editores esperan de lo que puede llamarse imaginación sociológica, es precisamente esa cualidad. 1 La imaginación sociológica permite a su poseedor comprender el escenario histórico más amplio en cuanto a su significado para la vida interior y para la trayectoria exterior de diversidad de individuos. Ella le permite tener en cuenta cómo los individuos, en el tumulto de su experiencia cotidiana, son con frecuencia falsamente conscientes de sus posiciones sociales. En aquel tumulto se busca la trama de la sociedad moderna, y dentro de esa trama se formulan las psicologías de una diversidad de hombres y mujeres. Por tales medios, el malestar personal de los individuos se enfoca sobre inquietudes explícitas y la indiferencia de los públicos se convierte en interés por las cuestiones públicas. El primer fruto de esa imaginación —y la primera lección de la ciencia social que la encarna— es la idea de que el individuo sólo puede comprender su propia experiencia y evaluar su propio destino localizándose a sí mismo en su época; de que puede conocer sus propias posibilidades en la vida si conoce las de todos los individuos que se hallan en sus circunstancias. Es, en muchos aspectos, una lección terrible, y en otros muchos una lección magnífica. No conocemos los límites de la capacidad humana para el esfuerzo supremo o para la degradación voluntaria, para la angustia o para la alegría, para la brutalidad placentera o para la dulzura de la razón. Pero en nuestro tiempo hemos llegado a saber que los límites de la «naturaleza humana» son espantosamente dilatados. Hemos llegado a saber que todo individuo vive, de-una generación a otra, en una sociedad, que vive una biografía, y que la vive dentro de una sucesión histórica. Por el hecho de vivir contribuye, aunque sea en pequeñísima medida, a dar forma a esa sociedad y al curso de su historia, aun cuando él está formado por la sociedad y por su impulso histórico. La imaginación sociológica nos permite captar la historia y la biografía y la relación entre ambas dentro de la sociedad. Ésa es su tarea y su promesa. Reconocer esa tarea y esa promesa es la señal del analista social clásico. Es la característica de Herbert Spencer, ampuloso, verboso, comprensivo; de A. E. Ross, gracioso, revelador, probo; de Auguste Comte y Émile Durkheim; del intrincado y sutil Karl Mannheim. Es la cualidad de todo lo que es intelectualmente excelente en Carlos Marx; es la clave de la brillante e irónica penetración de Thorstein Veblen, de las polifacéticas interpretaciones de la realidad de Joseph Schumpeter; es la base del alcance psicológico de W. E. H. Lecky no menos que de la profundidad y la claridad de Max Weber. Y es la señal de todo lo mejor de los estudios contemporáneos sobre el hombre y la sociedad. Ningún estudio social que no vuelva a los problemas de la biografía, de la historia y de sus intersecciones dentro de la sociedad, ha terminado su jornada intelectual. Cualesquiera que sean los problemas del analista social clásico, por limitados o por amplios que sean los rasgos de la realidad social que ha examinado, los que imaginativamente han tenido conciencia de lo que prometía su obra han formulado siempre tres tipos de preguntas: 1) ¿Cuál es la estructura de esta sociedad particular en su conjunto? ¿Cuáles son sus componentes esenciales, y cómo se relacionan entre sí? ¿En qué se diferencia de otras variedades de organización social? ¿Cuál es, dentro de ella, el significado de todo rasgo particular para su continuidad o para su cambio? 2) ¿Qué lugar ocupa esta sociedad en la historia humana? ¿Cuál es el mecanismo por el que está cambiando? ¿Cuál es su lugar en el desenvolvimiento de conjunto de la humanidad y qué significa para él? ¿Cómo afecta todo rasgo particular que estamos examinando al periodo histórico en que tiene lugar, y cómo es afectado por él? ¿Y cuáles son las características esenciales de ese periodo? ¿En qué difiere de otros periodos? ¿Cuáles son sus modos característicos de hacer historia? 3) ¿Qué variedades de hombres y de mujeres prevalecen ahora en esta sociedad y en este periodo? ¿Y qué variedades están empezando a prevalecer? ¿De qué manera son seleccionados y formados, liberados y reprimidos, sensibilizados y embotados? ¿Qué clases de «naturaleza humana» se revelan en la conducta y el carácter que observamos en esta sociedad y en este periodo? ¿Y cuál es el significado para la «naturaleza humana» de todos y cada uno de los rasgos de la sociedad que examinamos? Ya sea el punto de interés un Estado de gran poderío, o un talento literario de poca importancia, una familia, una prisión o un credo, ésos son los tipos de preguntas que han formulado los mejores analistas sociales. Ellas constituyen los pivotes intelectuales de los estudios clásicos sobre el hombre y la sociedad, y son las preguntas que inevitablemente formula toda mente que posea imaginación sociológica. Porque esa imaginación es la capacidad de pasar de una perspectiva a otra: de la política a la psicológica, del examen de una sola familia a la estimación comparativa de los presupuestos nacionales del mundo, de la escuela teológica al establecimiento militar, del estudio de la industria del petróleo al de la poesía contemporánea. Es la capacidad de pasar de las transformaciones más impersonales y remotas a las características más íntimas del yo humano, y de ver las relaciones entre ambas cosas. Detrás de su uso está siempre la necesidad de saber el significado social e histórico del individuo en la sociedad y el periodo en que tiene su cualidad y su ser. En suma, a esto se debe que los hombres esperen ahora captar, por medio de la imaginación sociológica, lo que está ocurriendo en el mundo y comprender lo que está pasando en ellos mismos como puntos diminutos de las intersecciones de la biografía y de la historia dentro de la sociedad. En gran parte, la conciencia que de sí mismo tiene el hombre contemporáneo como de un extraño por lo menos, si no como de un extranjero permanente, descansa sobre la comprensión absorta de la relatividad social y del poder transformador de la historia. La imaginación sociológica es la forma más fértil de esa conciencia de sí mismo. Por su uso, hombres cuyas mentalidades sólo han recorrido una serie de órbitas limitadas, con frecuencia llegan a tener la sensación de despertar en una casa con la cual sólo habían supuesto estar familiarizados. Correcta o incorrectamente, llegan a creer con frecuencia que ahora pueden proporcionarse a sí mismos recapitulaciones adecuadas, estimaciones coherentes, orientaciones amplias. Antiguas decisiones, que en otro tiempo parecían sólidas, les parecen ahora productos de mentalidades inexplicablemente oscuras. Vuelve a adquirir agudeza su capacidad de asombrarse. Adquieren un modo nuevo de pensar, experimentan un trastrueque de valores; en una palabra, por su reflexión y su sensibilidad comprenden el sentido cultural de las ciencias sociales. 2 La distinción más fructuosa con que opera la imaginación sociológica es quizás la que hace entre «las inquietudes personales del medio» y «los problemas públicos de la estructura social». Esta distinción es un instrumento esencial de la imaginación sociológica y una característica de toda obra clásica en ciencia social. Se presentan inquietudes en el carácter de un individuo y en el ámbito de sus relaciones inmediatas con otros; tienen relación con su yo y con las áreas limitadas de vida social que conoce directa y personalmente. En consecuencia, el enunciado y la resolución de esas inquietudes corresponde propiamente al individuo como entidad biográfica y dentro del ámbito de su ambiente inmediato: el ámbito social directamente abierto a su experiencia personal y, en cierto grado, a su actividad deliberada. Una inquietud es un asunto privado: los valores amados por un individuo le parecen a éste que están amenazados. Los problemas se relacionan con materias que trascienden del ambiente local del individuo y del ámbito de su vida interior. Tienen que ver con la organización de muchos ambientes dentro de las instituciones de una sociedad histórica en su conjunto, con las maneras en que diferentes medios se imbrican e interpenetran para formar la estructura más amplia de la vida social e histórica. Un problema es un asunto público: se advierte que está amenazado un valor amado por la gente. Este debate carece con frecuencia de enfoque, porque está en la naturaleza misma de un problema, a diferencia de lo que ocurre con la inquietud aun más generalizada, el que no se le pueda definir bien de acuerdo con los ambientes inmediatos y cotidianos de los hombres corrientes. En realidad, un problema implica muchas veces una crisis en los dispositivos institucionales, y con frecuencia implica también lo que los marxistas llaman «contradicciones» o «antagonismos». Consideremos a esa luz el desempleo. Cuando en una ciudad de 100 000 habitantes sólo carece de trabajo un hombre, eso constituye su inquietud personal, y para aliviarla atendemos propiamente al carácter de aquel hombre, a sus capacidades y a sus oportunidades inmediatas. Pero cuando en una nación de 50 millones de trabajadores 15 millones carecen de trabajo, eso constituye un problema, y no podemos esperar encontrarle solución dentro del margen de oportunidades abiertas a un solo individuo. Se ha venido abajo la estructura misma de oportunidades. Tanto el enunciado correcto del problema como el margen de soluciones posibles nos obliga a considerar las instituciones económicas y políticas de la sociedad, y no meramente la situación y el carácter personales de individuos sueltos. Veamos la guerra. El problema personal de la guerra, cuando se presenta, puede estar en cómo sobrevivir o cómo morir con honor, cómo enriquecerse con ella, cómo trepar a lo más alto del aparato militar de seguridad, o cómo contribuir a ponerle término. En suma, encontrar, de acuerdo con los valores que uno reconoce, una serie de ambientes, y dentro de ella sobrevivir a la guerra o hacer significativa la muerte de uno en ella. Pero los problemas estructurales de la guerra se refieren a sus causas, a los tipos de hombres que lleva al mando, a sus efectos sobre la economía y la política, sobre la familia y las instituciones religiosas, a la irresponsabilidad desorganizada de un mundo de Estados-naciones. Veamos el matrimonio. En el matrimonio el hombre y la mujer pueden experimentar inquietudes personales, pero cuando la proporción de divorcios durante los cuatro primeros años de matrimonio es de 250 por cada 1000, esto es prueba de un problema estructural que tiene que ver con las instituciones del matrimonio y de la familia y con otras relacionadas con ellas. O veamos las metrópolis: el horrible, hermoso, repugnante y magnífico desparramamiento de la gran ciudad. Para muchas personas de las clases altas, la solución personal del «problema de la ciudad» es tener un departamento con garaje privado en el corazón de la ciudad, y a cuarenta millas de ella una casa proyectada por Henry Hill con un jardín diseñado por Garrett Eckbo, en un terreno de cuarenta hectáreas de propiedad personal. En esos dos ambientes controlados —con un pequeño cuerpo de servicio en cada extremo y una comunicación por helicóptero entre ellos—, la mayor parte de las personas resolvería muchos de los problemas de ambiente personal causados por los hechos de la ciudad. Pero todo eso, aunque espléndido, no resuelve los problemas públicos que el hecho estructural de la ciudad plantea. ¿Qué habría que hacer con ese maravilloso monstruo? ¿Fragmentarlo en unidades diseminadas que reuniesen la residencia y el lugar de trabajo? ¿Dejarla como es, con algunos retoques? ¿O evacuarla y volarla con dinamita, y construir ciudades nuevas de acuerdo con planos y lugares nuevos? ¿Cómo serían esos planos? ¿Y quién va a decidir y a realizar lo que se elija? Ésos son problemas estructurales; hacerles frente y resolverlos nos obliga a examinar los problemas políticos y económicos que afectan a innumerables medios. Mientras una economía esté organizada de manera que haya crisis, el problema del desempleo no admite una solución personal. Mientras la guerra sea inherente al sistema de Estados-naciones y a la desigual industrialización del mundo, el individuo corriente en su medio restringido será impotente —con ayuda psiquiátrica o sin ella— para resolver las inquietudes que este sistema o falta de sistema le impone. Mientras que la familia como institución convierta a las mujeres en esclavas queridas y a los hombres en sus jefes proveedores y sus dependientes aún no destetados, el problema de un matrimonio satisfactorio no puede tener una solución puramente privada. Mientras la megalópolis superdesarrollada y el automóvil superdesarrollado sean rasgos constitutivos de la sociedad superdesarrollada, los problemas de la vida urbana no podrán resolverlos ni el ingenio personal ni la riqueza privada. Lo que experimentamos en medios diversos y específicos es, como hemos observado, efecto de cambios estructurales. En consecuencia, para comprender los cambios de muchos medios personales, nos vemos obligados a mirar más allá de ellos. Y el número y variedad de tales cambios estructurales aumentan a medida que las instituciones dentro de las cuales vivimos se extienden y se relacionan más intrincadamente entre sí. Darse cuenta de la idea de estructura social y usarla con sensatez es ser capaz de descubrir esos vínculos entre una gran diversidad de medios; y ser capaz de eso es poseer imaginación sociológica. 3 ¿Cuáles son en nuestro tiempo los mayores problemas para los públicos y las inquietudes clave de los individuos particulares? Para formular problemas e inquietudes, debemos preguntarnos qué valores son preferidos, pero amenazados, y cuáles preferidos y apoyados por las tendencias características de nuestro tiempo. Tanto en el caso de amenaza como en el de apoyo, debemos preguntamos qué contradicciones notorias de la estructura pueden estar implicadas. Cuando la gente estima una tabla de valores y no advierte ninguna amenaza contra ellos, experimenta bienestar. Cuando estima unos valores y advierte que están amenazados, experimenta una crisis, ya como inquietud personal, ya como problema público. Y si ello afecta a todos sus valores, experimenta la amenaza total del pánico. Pero supongamos que la gente no sienta estimación por ningún valor ni perciba ninguna amenaza. Ésta es la experiencia de la indiferencia, la cual, si parece afectar a todos los valores, se convierte en apatía. Supongamos, en fin, que no sienta estimación por ningún valor, pero que, no obstante, perciba agudamente una amenaza. Ésta es la experiencia del malestar, de la ansiedad, la cual, si es suficientemente total, se convierte en una indisposición mortal no específica. El nuestro es un tiempo de malestar e indiferencia, pero aún no formulados de manera que permitan el trabajo de la razón y el juego de la sensibilidad. En lugar de inquietudes —definidas en relación con valores y amenazas—, hay con frecuencia la calamidad de un malestar vago; en vez de problemas explícitos, muchas veces hay sólo el desalentado sentimiento de que nada marcha bien. No se ha dicho cuáles son los valores amenazados ni qué es lo que los amenaza; en suma, no han sido llevados a punto de decisión. Mucho menos han sido formulados como problemas de la ciencia social. En los años treinta apenas se dudaba —salvo en ciertos círculos de negocios alucinados— que había un problema económico que era también un haz de inquietudes personales. En los argumentos acerca de «la crisis del capitalismo», las formulaciones de Marx y las numerosas re-formulaciones de su obra probablemente asientan los principales términos del problema, y algunos individuos llegan a comprender sus inquietudes personales en relación con tales términos. Los valores amenazados eran fáciles de ver y estimados por todos; las contradicciones estructurales que los amenazaban también parecían fáciles. Ambas cosas eran amplia y profundamente experimentadas. Fue una edad política. Pero los valores amenazados en la era posterior a la segunda Guerra Mundial, muchas veces no son ni ampliamente reconocidos como valores ni se advierte de un modo general que estén amenazados. Muchas inquietudes privadas no son formuladas; mucho malestar público y muchas decisiones de enorme importancia estructural no llegan nunca a ser problemas públicos. Para quienes aceptan valores hereditarios, como la razón y la libertad, es el malestar mismo lo que constituye la inquietud, es la indiferencia misma lo que constituye el problema. Y esta situación de malestar e indiferencia es lo que constituye el signo distintivo de nuestro tiempo. Todo esto es tan sorprendente, que muchas veces es interpretado por los observadores como un cambio en la clase misma de los problemas que ahora reclaman ser formulados. Se nos dice con frecuencia que los problemas de nuestra década, o aun las crisis de nuestro tiempo, han salido del campo externo de la economía y se relacionan ahora con la calidad de la vida individual, en realidad con el problema de si tardará mucho en dejar de haber algo que pueda llamarse propiamente vida individual. No el trabajo de los niños, sino los libros de historietas, no la pobreza, sino el ocio en masa, son los centros de interés. Muchos grandes problemas públicos, lo mismo que muchas inquietudes privadas, se definen como cuestiones «psiquiátricas», con frecuencia, según parece, en un intento patético de evitar los grandes problemas de la sociedad moderna. A veces esta afirmación parece descansar sobre un angosto interés provinciano que sólo tiene en cuenta las sociedades occidentales, o quizás sólo a los Estados Unidos, ignorando, de esa suerte, las dos terceras partes de la humanidad; muchas veces, también, divorcia arbitrariamente la vida individual de las grandes instituciones dentro de las cuales se desenvuelve esa vida y que con frecuencia pesan sobre ella más penosamente que los ambientes íntimos de la infancia. Los problemas del ocio, por ejemplo, ni siquiera pueden formularse sin tener en cuenta los problemas del trabajo. Las inquietudes de la familia relativas a los libros de historietas no pueden formularse como problemas sin tener en cuenta la situación de la familia contemporánea en sus nuevas relaciones con las instituciones más recientes de la estructura social. Ni el ocio ni sus usos enervantes pueden entenderse como problemas sin reconocer la medida en que el malestar y la indiferencia forman actualmente el clima social y personal de la sociedad norteamericana contemporánea. En ese clima no pueden plantearse ni resolverse problemas de «la vida privada» sin tener en cuenta la crisis de ambición que forma parte de la carrera misma de muchos hombres que trabajan en una economía de grandes compañías o empresas. Es verdad, como constantemente señalan los psicoanalistas, que con frecuencia las gentes tienen «la sensación creciente de ser movidas por fuerzas oscuras que actúan dentro de ellas mismas y que son incapaces de definir». Pero no es verdad, como dijo Ernest Jones, que «el principal enemigo y el principal peligro del hombre es su misma indócil naturaleza y las fuerzas ocultas reprimidas dentro de él». Por el contrario: «el principal peligro» para el hombre reside hoy en las fuerzas ingobernables de la sociedad contemporánea misma, con sus métodos impersonales de producción, sus técnicas envolventes de dominación política, su anarquía internacional, en una palabra, con sus penetrantes transformaciones de la «naturaleza» misma del hombre y las condiciones y finalidades de su vida. La primera tarea política e intelectual —porque aquí coinciden ambas cosas— del científico social consiste hoy en poner en claro los elementos del malestar y la indiferencia contemporáneos. Ésta es la demanda central que le hacen los otros trabajadores de la cultura: los científicos del mundo físico y los artistas, y en general toda la comunidad intelectual. Es a causa de esta tarea y de esas demandas por lo que, creo yo, las ciencias sociales se están convirtiendo en el común denominador de nuestro periodo cultural, y la imaginación sociológica en la cualidad mental más necesaria. 4 En todas las épocas intelectuales tiende a convertirse en común denominador de la vida cultural determinado estilo de pensamiento. Es cierto que hoy en día muchas modas intelectuales se difunden ampliamente para ser abandonadas por otras nuevas en el curso de uno o dos años. Esos entusiasmos quizá sazonan el juego cultural, pero dejan poca huella intelectual, si es que dejan alguna. No puede decirse lo mismo de modos de pensar como la «física newtoniana» o la «biología darwiniana». Cada uno de estos universos intelectuales se convirtió en una influencia que llegó mucho más lejos que cualquier esfera especial de ideas y de fantasías. En relación con ellos, o en relación con cosas derivadas de ellos, sabios desconocidos y comentaristas de moda re-enfocan sus observaciones y re-formulan sus problemas. En la época moderna, las ciencias físicas y biológicas han sido el principal común denominador del pensamiento serio y de la metafísica popular en las sociedades de Occidente. «La técnica de laboratorio» ha sido el modo consagrado de proceder y la fuente de la seguridad intelectual. Ése es uno de los significados de la idea de un común denominador intelectual: los hombres pueden formular sus convicciones más poderosas según sus términos. Otros términos y otros estilos de pensamiento parecen meros vehículos de escape y oscuridad. El que prevalezca un común denominador no significa, naturalmente, que no existan otros estilos de pensamiento y otros tipos de sensibilidad. Lo que quiere decir es que los intereses intelectuales más generales tienden a entrar en su ámbito, para ser formulados en él más rigurosamente y pensar, una vez formulados así, que si no han tenido solución, por lo menos han sido llevados adelante de un modo provechoso. Creo yo que la imaginación sociológica se está convirtiendo en el principal común denominador de nuestra vida cultural y en su rasgo distintivo. Esta cualidad mental se encuentra en las ciencias sociales y psicológicas, pero va mucho más allá de esas disciplinas tal como ahora las conocemos. Su adquisición por los individuos y por la comunidad cultural en general es lenta y en ocasiones torpe; muchos científicos sociales mismos la desconocen por completo. Parecen ignorar que el uso de esta imaginación es central para mejorar el trabajo que pueden hacer, que por no desarrollarla y emplearla dejan de responder a las esperanzas culturales que se tienen en ellos y que las tradiciones clásicas de sus diversas disciplinas ponen a disposición de ellos. Pero las cualidades de esta imaginación son regularmente exigidas en materias de hecho y de moral, en el trabajo literario y en el análisis político. Se han convertido en rasgos fundamentales de esfuerzo intelectual y de sensibilidad cultural en una gran diversidad de expresiones. Los buenos críticos son ejemplos de esas cualidades, lo mismo que los periodistas serios, y en realidad se juzga según ellas la obra de unos y otros. Las categorías populares de la crítica —muy intelectual, medianamente intelectual o sin pretensiones intelectuales, por ejemplo— ahora son tan sociológicas por lo menos como estéticas. Los novelistas —cuya obra seria encarna las definiciones más difundidas de la realidad humana— poseen con frecuencia esta imaginación y se esfuerzan en satisfacer la demanda de ella. Por medio de ella, se busca orientar el presente como historia. A medida que las imágenes de la «naturaleza humana» se hacen más problemáticas, se siente cada vez más la necesidad de prestar atención más estrecha, pero más imaginativa, a las prácticas y a las catástrofes sociales que revelan (y que moldean) la naturaleza del hombre en este tiempo de inquietud civil y de conflicto ideológico. Aunque algunas veces se manifiesta la moda de intentar usarla, la imaginación sociológica no es una mera moda. Es una cualidad mental que parece prometer de la manera más dramática la comprensión de nuestras propias realidades íntimas en relación con las más amplias realidades sociales. No es meramente una cualidad mental más entre el margen contemporáneo de sensibilidades culturales: es la cualidad cuyo uso más amplio y más hábil ofrece la promesa de que todas esas sensibilidades —y de hecho la razón humana misma— llegarán a representar un papel más importante en los asuntos humanos. El significado cultural de la ciencia física —el mayor y más antiguo común denominador— se está haciendo dudoso. Como estilo intelectual, la ciencia física empieza a ser considerada por muchos como algo insuficiente. La suficiencia de los estilos científicos de pensamiento y sentimiento, de imaginación y sensibilidad, ha estado, naturalmente, desde sus orígenes sometida a la duda religiosa y a la controversia teológica, pero nuestros padres y abuelos científicos han reducido esas dudas religiosas. Las dudas hoy corrientes son profanas, humanistas, y con frecuencia absolutamente confusas. Los progresos recientes de las ciencias físicas —con su clímax tecnológico en la bomba H y los medios para transportarla— no han sido sentidos como solución a ninguno de los problemas ampliamente conocidos y profundamente ponderados por comunidades intelectuales y públicos culturales muy dilatados. Esos progresos han sido considerados, correctamente, como resultado de una investigación altamente especializada, e incorrectamente como misterios maravillosos. Han suscitado más problemas —tanto intelectuales como morales— que los que han resuelto, y los problemas que han planteado radican casi completamente en la esfera de los asuntos sociales, y no físicos. La conquista manifiesta de la naturaleza, la superación de la escasez, las sienten los hombres de las sociedades superdesarrolladas como cosa virtualmente acabada. Y ahora, en esas sociedades se cree que la ciencia —principal instrumento de esa conquista— vaga a su antojo, sin objetivo, y que necesita ser revalorada. La estimación moderna por la ciencia en gran parte ha sido meramente supuesta, pero ahora el ethos tecnológico y una especie de imaginación ingenieril asociados con la ciencia probablemente parecen más temibles y ambiguos que esperanzadores y progresivos. Naturalmente, no es eso todo lo que hay en la «ciencia», pero se teme que llegue a serlo. La necesidad sentida de revalorar la ciencia física refleja la necesidad de un nuevo denominador común. Es el sentido humano y el papel social de la ciencia, sus consecuencias militares y comerciales, su significación política, lo que está experimentando una revaloración confusa. Los progresos científicos de las armas quizás lleven a la «necesidad» de reajustes políticos del mundo; pero esa «necesidad» no se cree que pueda satisfacerla la ciencia física por sí misma. Mucho que ha pasado por «ciencia» se tiene ahora por filosofía dudosa; mucho que se considera como «verdadera ciencia» se cree con frecuencia que sólo proporciona fragmentos confusos de las realidades entre las cuales viven los hombres. Está muy difundido el sentimiento de que los hombres de ciencia ya no tratan de representar la realidad como un todo o de trazar un esbozo real del destino humano. Además, la «ciencia» les parece a muchos no tanto un ethos creador y una orientación, como un juego de máquinas científicas manejadas por técnicos y controladas por hombres economistas y militares que ni encaman ni comprenden la ciencia como ethos y orientación. Entretanto, los filósofos que hablan en nombre de la ciencia con frecuencia la convierten en «cienticismo», sosteniendo que su experiencia es idéntica a la experiencia humana y que únicamente con sus métodos pueden resolverse los problemas humanos. Con todo eso, muchos trabajadores culturales han llegado a pensar que la «ciencia» es un Mesías falso y pretencioso, o por lo menos un elemento marcadamente ambiguo de la civilización moderna. Pero, según la frase de C. P. Snow, hay «dos culturas»: la científica y la humanista. Ya como historia o como drama, ya como biografía, poesía o novela, la esencia de la cultura humanista ha sido la literatura. Pero ahora se insinúa con frecuencia que la literatura seria se ha convertido en un arte secundario. Si es así, no es solamente por el crecimiento de los públicos de masas y de los medios de comunicación para las masas, y por todo lo que eso significa para la producción literaria seria. Se debe también a la cualidad misma de la historia de nuestro tiempo y a los tipos de necesidades que los hombres sensibles advierten que reclaman aquella cualidad. ¿Qué novela, qué periodismo, qué esfuerzo artístico puede competir con la realidad histórica y los hechos políticos de nuestro tiempo? ¿Qué visión dramática del infierno puede competir con los acontecimientos de la guerra en el siglo XX? ¿Qué acusaciones morales pueden afectar a la insensibilidad de hombres en la agonía de la acumulación primaria? Es la realidad social e histórica lo que los hombres necesitan conocer, y muchas veces no encuentran en la literatura contemporánea un medio adecuado para conocerla. Quieren hechos, buscan su significado, desean un «gran panorama» en el cual puedan creer y dentro del cual puedan llegar a comprenderse a sí mismos. Quieren también valores orientadores y maneras apropiadas de sentir y estilos de emoción y vocabularios de motivación. Y no encuentran eso fácilmente en la literatura de hoy. No importa que esas cualidades deban encontrarse allí; lo que importa es que con frecuencia no las encuentran allí los hombres. En el pasado, literatos en función de críticos y de historiadores escribieron notas sobre Inglaterra y sobre viajes a los Estados Unidos. Se esforzaron por caracterizar sociedades en su conjunto y de discernir su sentido moral. Si Tocqueville o Taine vivieran hoy, ¿no serían sociólogos? Formulándose esta pregunta acerca de Taine, un reseñador de The Times (Londres) dice: Taine vio siempre al hombre primordialmente como un animal social y la sociedad como una colección de grupos: sabía observar minuciosamente, era un trabajador de campo infatigable y poseía una cualidad… particularmente valiosa para percibir relaciones entre los fenómenos sociales: la cualidad de la firmeza. Estaba demasiado interesado en el presente para ser un buen historiador, era demasiado teórico para ser novelista, y veía demasiado la literatura como documento de la cultura de una época o de un país para ser un crítico de primera fila… Su obra sobre la literatura inglesa es menos un estudio de la literatura inglesa que un comentario sobre la moral de la sociedad inglesa y un vehículo de su positivismo. Es un teórico social, antes que nada.[7] Que haya sido un «literato» más bien que un «científico social», atestigua quizás el dominio sobre gran parte de la ciencia social del siglo XIX ejercido por la búsqueda celosa de «leyes» supuestamente comparables a las que nos imaginamos que encuentran los científicos de la naturaleza. A falta de una ciencia social adecuada, los críticos y los novelistas, los dramaturgos y los poetas han sido los principales, si no los únicos, formuladores de inquietudes individuales y hasta de problemas públicos. El arte expresa esos sentimientos y a veces se concentra en ellos —en los mejores momentos con dramática agudeza—, pero no aún con la claridad intelectual necesaria para su comprensión y alivio en la actualidad. El arte no formula ni puede formular esos sentimientos como problemas que contienen las inquietudes y las dudas a las que los hombres tienen que hacer frente ahora si han de vencer su malestar e indiferencia y las insufribles angustias a que conducen. En realidad, el artista muchas veces no intenta hacerlo. Además, el artista serio experimenta él mismo gran inquietud, y le iría bien con alguna ayuda intelectual y cultural de una ciencia social animada por la imaginación sociológica. 5 Mi propósito en este libro es definir el significado de las ciencias sociales para las tareas culturales de nuestro tiempo. Deseo especificar las clases de esfuerzo que están detrás del desarrollo de la imaginación sociológica, indicar lo que ella implica para la vida política y para la vida cultural, quizá señalar algo de lo que se necesita para poseerla. Deseo, de esa manera, aclarar la naturaleza y los usos de las ciencias sociales en la actualidad, y dar un limitado informe de su situación contemporánea en los Estados Unidos.[8] En cualquier momento dado, naturalmente, la «ciencia social» consiste en lo que están haciendo los científicos sociales debidamente reconocidos; pero no todos ellos están, de ningún modo, haciendo lo mismo; en realidad ni siquiera hacen cosas del mismo género. La ciencia social es también lo que han hecho los científicos sociales del pasado; pero cada estudioso de estas materias elige una determinada tradición de su disciplina. Cuando hablo de «la promesa de la ciencia social», espero que esté claro que me refiero a esa promesa tal como yo la veo. Precisamente ahora hay entre los cultivadores de las ciencias sociales un malestar muy generalizado, tanto intelectual como moral, por la dirección que parece ir tomando la disciplina de su elección. Ese malestar, así como las infortunadas tendencias que contribuyen a producirlo, forman parte, según supongo, de un malestar general de la vida intelectual contemporánea. Pero quizás el malestar es más agudo entre los cultivadores de las ciencias sociales, aunque no sea más que por el dilatado alcance de la promesa que guio gran parte del trabajo anterior realizado en su campo, por la naturaleza de los asuntos que trata y por la urgente necesidad que hoy se siente de trabajo significativo y de importancia. No todos sienten ese malestar, pero el hecho de que muchos no lo sientan es en sí mismo causa de nuevo malestar entre los que no olvidan la promesa y son bastante honrados para no admitir la pretenciosa mediocridad de mucho de lo que se hace. Dicho con toda franqueza, espero aumentar ese malestar, definir algunas de sus fuentes, contribuir a transformarlo en un apremio específico para comprender la promesa de la ciencia social y limpiar el terreno para empezar de nuevo: en suma, indicar algunas de las tareas que hay que hacer y los medios disponibles para hacer el trabajo que hay que hacer hoy. El concepto de la ciencia social que yo sustento no ha predominado últimamente. Mi concepto se opone a la ciencia social como conjunto de técnicas burocráticas que impiden la investigación social con sus pretensiones metodológicas, que congestionan el trabajo con conceptos oscurantistas o que lo trivializan interesándose en pequeños problemas sin relación con los problemas públicamente importantes. Esos impedimentos, oscuridades y trivialidades han producido actualmente una crisis en los estudios sociales, sin que señalen en absoluto un camino para salir de ella. Unos cultivadores de las ciencias sociales insisten en la necesidad de «equipos técnicos de investigación», otros en la primacía del investigador individual. Unos gastan mucha energía en el refinamiento de los métodos y las técnicas de investigación; otros piensan que han sido abandonados los tipos doctos del artesano intelectual y que deben ser rehabilitados ahora. Unos desarrollan su trabajo de acuerdo con un rígido conjunto de procedimientos mecánicos; otros tratan de desarrollar, incitar y emplear la imaginación sociológica. Algunos —adeptos del alto formulismo de la «teoría»— asocian y disocian conceptos de manera que a otros les parece extraña; y estos otros apremian para la elaboración de palabras sólo cuando es manifiesto que ello amplía el alcance de la sensibilidad y aumenta el ámbito del razonamiento. Unos estudian estrictamente sólo ambientes en pequeña escala, con la esperanza de «armar» después con esas piezas concepciones de estructuras mayores; otros examinan las estructuras sociales en que tratan de «situar» muchos medios pequeños. Unos, olvidando por completo los estudios comparativos, estudian sólo una pequeña comunidad en una sociedad y en un tiempo; otros trabajan directamente y de un modo plenamente comparativo las estructuras sociales de las naciones del mundo. Unos limitan sus rigurosas investigaciones a secuencias muy reducidas de asuntos humanos; otros se interesan en problemas que sólo se advierten en una larga perspectiva histórica. Unos especializan su trabajo de acuerdo con compartimientos académicos; otros, saltándose todos los compartimientos, se especializan por asuntos o problemas, sin tener en cuenta dónde están situados académicamente. Unos atienden a la diversidad de la historia, de la biografía, de la sociedad; otros no. Esos contrastes, y muchos más de tipo parecido, no son necesariamente verdaderas alternativas, aunque en el calor de la controversia o en la indolente seguridad de la especialización se les tome por tales. En este punto, yo meramente los enuncio de un modo inicial, para volver a ellos al final de este libro. Tengo la esperanza, desde luego, de que se dejarán ver todas mis tendencias o prejuicios personales, porque los juicios que formule serán explícitos. Pero también intento, independientemente de mis propios juicios, enunciar los significados culturales y políticos de la ciencia social. Mis prejuicios no son, naturalmente, ni más ni menos prejuicios que los que voy a examinar. ¡Que quienes no se cuiden de los míos usen su oposición a ellos para hacer los suyos tan explícitos y tan reconocidos como tales, como yo trataré de hacer los míos! Entonces se reconocerán los problemas morales del estudio social —el problema de la ciencia social como problema público—, y se hará posible la discusión. Entonces cada uno se conocerá mejor a sí mismo, lo que es, desde luego, condición previa para la objetividad en la empresa de la ciencia social en su conjunto. Creo, en resumen, que lo que puede llamarse análisis social clásico es una serie de tradiciones definibles y usables; que su característica esencial es el interés por las estructuras sociales históricas; y que sus problemas tienen una relación directa con los urgentes problemas públicos y las insistentes inquietudes humanas. Creo también que hay actualmente grandes obstáculos en el camino de la continuidad de esa tradición —tanto dentro de las ciencias sociales como en sus ambientes académico y político—; pero que, no obstante, las cualidades mentales que la constituyen, se están convirtiendo en un denominador común de nuestra vida cultural general y que, aunque vagamente y baja una confusa variedad de disfraces, están empezando a dejarse sentir como una necesidad. Muchos profesionales de la ciencia social, especialmente en los Estados Unidos, me parecen curiosamente renuentes a aceptar el reto que ahora se les lanza. De hecho, muchos abdican las tareas intelectuales y políticas del análisis social; otros, indudablemente, no están a la altura del papel que, sin embargo, se han asignado. En ocasiones casi parecen haber acogido deliberadamente viejas astucias y producido nuevas timideces. Mas, a pesar de esa resistencia, la atención intelectual y la atención pública están ahora tan manifiestamente fijas sobre los mundos sociales que se supone que ellos estudian, que hay que reconocer que se encuentran por única vez ante una oportunidad. En esa oportunidad se revelan la promesa intelectual de las ciencias sociales, los usos culturales de la imaginación sociológica y el sentido político de los estudios sobre el hombre y la sociedad. 6 De un modo bastante embarazoso para quien se confiesa sociólogo, todas las infortunadas tendencias (salvo quizás una) que estudiaré en los capítulos siguientes caen dentro de lo que generalmente se considera «el campo de la sociología», aunque la abdicación cultural y política que implican indudablemente caracteriza a gran parte del trabajo diario de otras ciencias sociales. Haya lo que haya de verdad en disciplinas tales como las ciencias políticas y la economía, en la historia y la antropología, es evidente que hoy en los Estados Unidos lo que se conoce con el nombre de sociología se ha convertido en el centro de reflexión acerca de la ciencia social. Se ha convertido en el centro de interés en cuanto a los métodos; y también encontramos en ella un interés extremado por la «teoría general». Una diversidad de trabajo intelectual verdaderamente notable ha entrado a tomar parte en el desarrollo de la tradición sociológica. Interpretar esa variedad como una tradición es audaz por sí mismo. Pero quizá se admita generalmente que lo que ahora se reputa trabajo sociológico ha tendido a moverse en una o más de tres direcciones generales, cada una de las cuales está expuesta a ciertas deformaciones. Tendencia I: Hacia una teoría de la historia. Por ejemplo, en manos de Comte, como en las de Marx, Spencer y Weber, la sociología es una empresa enciclopédica, relativa a la totalidad de la vida social del hombre. Es al mismo tiempo histórica y sistemática: histórica porque trata de materiales del pasado y los emplea; sistemática porque lo hace con objeto de distinguir «las etapas» del curso de la historia y las regularidades de la vida social. La teoría de la historia del hombre puede ser deformada muy fácilmente y convertirse en un estrecho molde trans-histórico en el cual se meten a la fuerza los materiales de la historia humana y del cual salen visiones proféticas (por lo general sombrías) del futuro. Las obras de Arnold Toynbee y de Oswald Spengler son ejemplos bien conocidos. Tendencia II: Hacia una teoría sistemática de «la naturaleza del hombre y de la sociedad». Por ejemplo, en las obras de los formalistas, principalmente Simmel y Von Wiese, la sociología trata de conceptos destinados a servir para clasificar todas las relaciones sociales y penetrar sus características supuestamente invariables. En suma, se interesa en una visión más bien estática y abstracta de los componentes de la estructura social en un nivel muy elevado de generalidad. Quizá por reacción contra la deformación de la Tendencia I, la historia puede ser totalmente abandonada: la teoría sistemática de la naturaleza del hombre y de la sociedad se convierte con facilidad excesiva en un formalismo complicado y árido en el que la descomposición de conceptos y sus interminables recomposiciones y combinaciones se convierte en la tarea central. Entre los que llamaré Grandes Teóricos, las concepciones se han convertido verdaderamente en conceptos. El ejemplo contemporáneo más importante en la sociología norteamericana es la obra de Talcott Parsons. Tendencia III: Hacia el estudio empírico de los hechos y los problemas sociales contemporáneos. Aunque Comte y Spencer fueron los soportes de la ciencia social norteamericana hasta 1914 aproximadamente, y la influencia teórica alemana fue grande, la actitud empírica fue fundamental en los Estados Unidos desde tiempos tempranos. En parte se debió esto a haber sido anterior la consagración académica de la economía y de la ciencia política. Dado esto, en la medida en que es definida como el estudio de algún sector especial de la sociedad, la sociología se convierte fácilmente en una especie de trabajador suelto entre las ciencias sociales ocupado en estudios misceláneos de sobrantes académicos. Hay estudios de ciudades y de familias, de relaciones raciales y étnicas, y, desde luego, de «pequeños grupos». Como veremos, la miscelánea resultante se convirtió en un estilo de pensamiento que examinaré bajo el dictado de «practicidad liberal». El estudio de los hechos contemporáneos fácilmente puede convertirse en una serie de datos de ambiente sin relación entre sí y con frecuencia insignificantes. Muchos cursos docentes de sociología norteamericana pueden servir de ejemplo; pero quizás lo revelen mejor los libros de texto relativos a la desorganización social. Por otra parte, los sociólogos han tendido a hacerse especialistas en la técnica de la investigación de casi todo. Entre ellos, los métodos se han convertido en metodología. Gran parte de la obra —y más aún del ethos— de George Lundberg, Samuel Stouffer, Stuart Dodd y Paul F. Lazarsfeld son ejemplos actuales. Estas tendencias —de dispersar la atención y cultivar el método por el método— son dignas compañeras entre sí, aunque no se den necesariamente juntas. Las peculiaridades de la sociología pueden entenderse como deformaciones de una o más de sus tendencias tradicionales. Pero también sus promesas pueden entenderse en relación con esas tendencias. En los Estados Unidos se ha producido actualmente una especie de amalgama helenística que incorpora diversos elementos y finalidades de las sociologías de las diferentes sociedades occidentales. El peligro está en que, en medio de tanta abundancia sociológica, otros científicos sociales se impacienten tanto, y que los sociólogos sientan tanta urgencia de «investigar», que pierdan el dominio sobre un legado verdaderamente valioso. Pero hay también una oportunidad en nuestra situación: la tradición sociológica contiene las mejores formulaciones de la plena promesa de las ciencias sociales en conjunto, así como algunas realizaciones parciales de ellas. El matiz y la sugerencia que los estudiosos de la sociología pueden encontrar en sus tradiciones no pueden resumirse en breves términos, pero el investigador social que las tome en sus manos quedará ricamente recompensado. Su dominio sobre ellas puede convertirse rápidamente en nuevas orientaciones para su propio trabajo en la ciencia social. Volveré a ocuparme de las promesas de la ciencia social (en los capítulos VII a X, después de haber examinado algunas de sus deformaciones más habituales [capítulos II a VI]). La imaginación sociológica
Charles Wright Mills I. La promesa 1959 Fuente: Wright Mills, Charles. La imaginación sociológica. FCE, México, 1986. El oficio del científico (Cap. 3)Al plantear el problema del conocimiento tal como lo he planteado, no he dejado de pensar en las ciencias sociales, cuya particularidad había llegado a negar en alguna ocasión anterior. Y eso no se debe a una especie de cientifismo positivista, como alguien podría creer o fingir creer, sino a que la exaltación de la singularidad de las ciencias sociales sólo es a menudo una manera de decretar la imposibilidad de entender científicamente su objeto. Pienso, por ejemplo, en un libro de Adolf Grünbaum (1993) que recuerda los intentos de cierto número de historiadores, Habermas, Ricoeur, etcétera, por atribuir límites apriorísticos a tales ciencias. (Algo que me parece absolutamente injustificable: ¿por qué plantear que determinadas cosas son incognoscibles, y eso a priori, antes incluso de cualquier experiencia? Las personas hostiles a la ciencia han dirigido y concentrado su ira sobre las ciencias sociales y, más exactamente, sobre la sociología —y de ese modo han contribuido, sin duda, a frenar su progreso—, tal vez porque las ciencias de la naturaleza ya no les ofrecen ningún espacio. Decretan que son incognoscibles cieno número de cosas, como la religiosa y todos sus sucedáneos, el arte, la ciencia, a las que habría que renunciar a explicar.) Contra esa resistencia multiforme a las ciencias sociales Le métier de sociologue (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1968) afirmaba que las ciencias sociales son ciencias como las demás, pero que tienen una dificultad especial para ser ciencias como las demás. Sin duda, esta dificultad es aún más visible en la actualidad, y me parece que, para realizar el proyecto científico en ciencias sociales, es preciso dar un paso más, del que las ciencias de la naturaleza pueden prescindir. Para llevar a la luz lo oculto por excelencia, lo que escapa a la mirada de la ciencia porque se refugia en la mirada misma del científico, el inconsciente transcendental, es preciso historizar al sujeto de la historización, objetivar al sujeto de la objetivación, es decir, lo transcendental histórico cuya objetivación es la condición del acceso de la ciencia a la conciencia de sí misma, o sea, al conocimiento de sus presupuestos históricos. Hay que preguntar al instrumento de objetivación que constituyen las ciencias sociales la manera de arrancar a esas ciencias de la relativización a la que han estado expuestas tanto tiempo que sus producciones se hallan determinadas por las determinaciones inconscientes que están inscritas en el cerebro del científico o en las condiciones sociales en cuyo interior trabaja éste. Y, para ello, necesita enfrentarse al círculo relativista o escéptico y romperlo utilizando, para hacer la ciencia de las ciencias sociales y de los científicos que las producen, todos los instrumentos que ofrecen esas mismas ciencias y producir de ese modo unos instrumentos que permitan dominar las determinaciones sociales a las que están expuestas. Para entender uno de los principios fundamentales de la particularidad de las ciencias sociales, basta con examinar un criterio que ya he mencionado al plantear la cuestión de las relaciones entre cientificidad y autonomía. Cabría distribuir las diferentes ciencias según el grado de autonomía del campo de producción científica respecto a las diferentes formas de presión exterior, económica, política, etcétera. En los campos con una autonomía débil, profundamente inmersos, por tanto, en las relaciones sociales, como la astronomía o la física en su fase inicial, las grandes revoluciones fundamentales son también revoluciones religiosas o políticas que pueden ser combatidas políticamente con algunas posibilidades de éxito (por lo menos, a corto plazo), y que, como las de Copérnico o de Galileo, conmocionan la visión del mundo en todas sus dimensiones. Por el contrario, cuanto más autónoma es una ciencia, más, como explica Bachelard, tiende a ser el espacio de una auténtica revolución permanente, aunque progresivamente desprovista de implicaciones políticas o religiosas. En un campo muy autónomo, el propio campo es lo que define no sólo el orden habitual de la «ciencia normal», sino también las rupturas extraordinarias, las «revoluciones ordenadas» que menciona Bachelard. Cabe preguntarse por qué a las ciencias sociales les resulta tan difícil hacer reconocer su autonomía, por qué a un descubrimiento le cuesta tanto esfuerzo imponerse en el exterior del campo e incluso dentro de él. Las ciencias sociales, y, sobre todo, la sociología, tienen un objeto demasiado importante (interesa a todo el mundo, y en especial a los poderosos), demasiado acuciante, para dejarlo moverse a sus anchas, abandonarlo a su propia ley, demasiado importante y demasiado acuciante, desde el punto de vista de la vida social, del orden social y del orden simbólico, para que se les conceda el mismo grado de autonomía de las restantes ciencias y para que les sea otorgado el monopolio de la producción de la verdad. Y, en realidad, todo el mundo se siente con derecho a intervenir en la sociología y a meterse en la lucha a propósito de la visión legítima del mundo social, en la que también interviene el sociólogo, pero con una ambición muy especial, que se concede sin problemas a todos los restantes científicos, pero que, en su caso, tiende a parecer monstruosa: decir la verdad, o, peor aún, definir las condiciones en las que puede ser dicha. Así pues, la ciencia social está especialmente expuesta a la heteronomía porque la presión exterior es especialmente fuerte y las condiciones internas de la autonomía son muy difíciles de instaurar (sobre todo, en lo que se refiere a imponer un derecho de admisión). Otra razón de la débil autonomía de los campos de las ciencias sociales es que, en el propio interior de esos campos, se enfrentan unos agentes desigualmente autónomos y que, en los campos menos autónomos, los investigadores menos heterónomos y sus verdades «endóxicas», como dice Aristóteles, tienen, por definición, mayores posibilidades de imponerse socialmente en perjuicio de los investigadores autónomos: los dominados científicamente son, en efecto, los más propensos a someterse a las exigencias externas, de derecha o de izquierda (es lo que denomino la ley del jdanovismo), y los más predispuestos, a menudo por defecto, a satisfacerlas, y tienen, por tanto, mayores posibilidades de dominar en la lógica del plebiscito, o del aplaudiómetro, o del «índice de audiencia». En el interior del campo se ha dejado una inmensa libertad a los que contradicen el nómos del campo; están al amparo de las sanciones simbólicas que, en otros campos, castigan a los que infringen los principios fundamentales del campo. Proposiciones inconsistentes o incompatibles con los hechos tienen en él más posibilidades de perpetuarse e incluso de prosperar que en los campos científicos más autónomos, siempre que estén dotadas, dentro y fuera del campo, de un peso social adecuado para compensar su insuficiencia o su insignificancia, especialmente, si cuentan con unos apoyos materiales e institucionales (créditos, subvenciones, puestos de trabajo, etcétera). Y, por la misma razón, todo lo que define un campo muy autónomo, y que está vinculado a la limitación del subcampo de producción replegado sobre sí mismo, como los mecanismos de censura mutua, tiene dificultades para situarse. Reducido derecho de admisión, y, por tanto, censura muy reducida, objetivos sociales muy importantes… Pero la ciencia social tiene una tercera particularidad que hace especialmente difícil la ruptura social que es la condición de la construcción científica. Hemos visto que la lucha científica está arbitrada por la referencia a lo «real» construido. En el caso de las ciencias sociales, lo «real» es absolutamente exterior e independiente del conocimiento, pero es a su vez una construcción social, un producto de las luchas anteriores que, por esas mismas razones, sigue siendo un objetivo de luchas actuales. (Lo vemos claramente, incluso en el caso de la historia, a partir del momento en que nos enfrentamos a unos acontecimientos que siguen siendo objeto de disputa para los contemporáneos.) Conviene, pues, asociar una visión constructivista de la ciencia y una visión constructivista del objeto científico: los hechos sociales están construidos socialmente, y todo agente social, como el científico, construye de mejor o peor manera, y tiende a imponer, con mayor o menor fuerza, su singular visión de la realidad, su «punto de vista». Es la razón de que la sociología, quiéralo o no (y las más veces lo quiere), tome partido en las luchas que describe. Por consiguiente, la ciencia social es una construcción social de una construcción social. Hay en el propio objeto, o sea, tanto en el conjunto de la realidad social como en el microcosmos social en cuyo interior se construye la representación científica de esa realidad, el campo científico, una lucha por la construcción del objeto, de la que la ciencia social participa doblemente: atrapada en el juego, sufre sus presiones y produce allí unos efectos, sin duda, limitados. El analista forma parte del mundo que intenta objetivar y la ciencia que produce no es más que una de las fuerzas que se enfrentan en ese mundo. La verdad científica no se impone por sí misma, es decir, por la mera fuerza de la razón demostrativa (ni siquiera en los campos científicos). La sociología es socialmente débil, y tanto más, sin duda, cuanto más científica es. Los agentes sociales, sobre todo, cuando ocupan posiciones dominantes, no sólo son ignorantes, sino que tampoco quieren saber (por ejemplo, el análisis científico de la televisión es la ocasión de observar un enfrentamiento frontal entre los poseedores del poder temporal sobre esos universos y la ciencia que permite ver la verdad). La sociología no puede confiar en el reconocimiento unánime que alcanzan las ciencias de la naturaleza (cuyo objeto ya no es, en absoluto —o lo es en muy escasa medida—, un objetivo de luchas sociales externas al campo) y está condenada a ser contestada, controvertida. 1. Objetivar el sujeto de la objetivación La reflexividad no sólo es la única manera de salir de la contradicción que consiste en reivindicar la crítica relativizante y el relativismo en el caso de las restantes ciencias, sin dejar de permanecer vinculado a una epistemología realista. Entendida como el trabajo mediante el cual la ciencia social, tomándose a sí misma como objeto, se sirve de sus propias armas para entenderse y controlarse, es un medio especialmente eficaz de reforzar las posibilidades de acceder a la verdad reforzando las censuras mutuas y ofreciendo los principios de una crítica técnica, que permite controlar con mayor efectividad los factores adecuados para facilitar la investigación. No se trata de perseguir una nueva forma de saber absoluto, sino de ejercer una forma específica de la vigilancia epistemológica, exactamente, la que debe asumir dicha vigilancia en un terreno en el que los obstáculos epistemológicos son, de manera primordial, obstáculos sociales. En efecto, hasta la ciencia más sensible a los determinismos sociales puede encontrar en sí misma los recursos que, metódicamente puestos en práctica como dispositivo (y disposición) crítico, pueden permitirle limitar los efectos de los determinismos históricos y sociales. Para ser capaces de aplicar en su propia práctica las técnicas de objetivación que aplican a las restantes ciencias, los sociólogos deben convertir la reflexividad en una disposición constitutiva de su habitus científico, es decir, en una reflexividad refleja, capaz de actuar no ex post, sobre el opus operatum, sino a priori, sobre el modus operandi (disposición que impedirá, por ejemplo, analizar las diferencias aparentes en los datos estadísticos a propósito de diferentes naciones sin investigar las diferencias ocultas entre las categorías de análisis o las condiciones de la obtención de los datos vinculados a las diferentes tradiciones nacionales que pueden ser responsables de esas diferencias o de su ausencia). Pero tienen que escapar previamente a la tentación de plegarse a la reflexividad que cabría llamar narcisista, no sólo porque se limita muchas veces a un regreso complaciente del investigador a sus propias experiencias, sino también porque es en sí misma su final y no desemboca en ningún efecto práctico. Tiendo a colocar en esta categoría, pese a la contribución que puede aportar a un mejor conocimiento de la práctica científica en sí misma, el especial tipo de reflexividad practicada por los etnometodólogos, que debe su especial seducción a los aires de radicalidad con que se adorna al presentarse como una crítica radical de las formas establecidas de la ciencia social. Para intentar descubrir la lógica de los diferentes «juegos de código» (coding games), Garfinkel y Sachs (1986) observan a dos estudiantes encargados de codificar de acuerdo con unas instrucciones estandarizadas los historiales de los pacientes de un hospital psiquiátrico. Anotan las «consideraciones ad hoc» que los codificadores han adoptado para realizar el ensamblaje entre el contenido de los historiales y la hoja de codificación, especialmente, algunos términos retóricos, como «etc., let it pass, unless», y subrayan que utilizan su conocimiento de la clínica en la que trabajan (y, de manera más general, del mundo social) para efectuar sus ensamblajes. Todo ello para concluir que el trabajo científico es más constitutivo que descriptivo o verificativo (lo que es una manera de cuestionar la pretensión de las ciencias sociales a la cientificidad). Observaciones y reflexiones como las de Garfinkel y Sachs pueden tener, como mínimo, el efecto de sacar a los estadísticos normales de su confianza positivista en las taxonomías y procedimientos rutinarios. Y se adivina todo el partido que una concepción realista de la reflexividad puede sacar de un análisis semejante, que, por otra parte, yo he practicado mucho, y desde hace tiempo. Y eso, a condición de inspirarse en una intención que cabría llamar reformista, en la medida en que se presenta explícitamente como proyecto de buscar en la ciencia social y en el conocimiento que ésta puede producir, especialmente, respecto a la propia ciencia social, sus operaciones y sus presupuestos, unos instrumentos indispensables para una crítica reflexiva capaz de garantizarle un grado superior de libertad respecto a unas presiones y unas necesidades sociales que pesan sobre ella como sobre cualquier actividad humana. Pero esa reflexividad práctica sólo adquiere toda su fuerza si el análisis de las implicaciones y de los presupuestos de las operaciones habituales de la práctica científica se prolonga en una auténtica crítica (en el sentido kantiano) de las condiciones sociales de posibilidad y de los límites de las formas de pensamiento que el científico ignorante de esas condiciones pone en juego sin saberlo en su investigación y que realizan sin saberlo, es decir, en su lugar, las operaciones más específicamente científicas, como la construcción del objeto de la ciencia. Así, por ejemplo, una interrogación realmente sociológica sobre las operaciones de codificación debería esforzarse en objetivar las taxonomías que llevan a cabo los codificadores (estudiantes encargados de codificar los datos o autores responsables de la clave de codificación), las cuales pueden pertenecer al inconsciente antropológico común, como las que descubrí en un cuestionario del Instituto Francés de la Opinión Pública en forma de «juego chino» (analizado en el anexo de La distinction, 1979), o a un inconsciente escolar, como las «categorías del entendimiento profesoral» que desprendí de las opiniones formuladas por un profesor para justificar sus notas y sus valoraciones; y que, en ambos casos, pueden estar relacionadas, por tanto, con sus condiciones sociales de producción. Así es como la reflexión sobre las operaciones concretas de codificación, las que yo mismo realizaba en mis encuestas, o las que habían realizado los productores de las estadísticas que me era posible utilizar (especialmente, las encuestas del Instituto Nacional de Estadística), me ha llevado a relacionar las categorías o los sistemas de clasificación con quienes usan esas clasificaciones y quienes las conciben, así como con las condiciones sociales de su producción (especialmente, su formación escolar), ya que la objetivación de dicha relación ofrece un medio eficaz de comprender y de controlar sus efectos. Por ejemplo, no existe una más perfecta manifestación de lo que yo llamo el pensamiento del Estado que las categorías de la estadística del Estado, que sólo revelan su arbitrariedad (habitualmente, oculta por la rutina de una institución autorizada) cuando son controvertidas por una realidad «inclasificable»: como esas poblaciones de reciente aparición que están en la frontera insegura entre la adolescencia y la edad adulta, relacionadas especialmente con la prolongación de los estudios y la transformación de los hábitos matrimoniales, y de las que ya no se sabe si están formadas por adolescentes o por adultos, por estudiantes o por asalariados, por casados o por solteros, por trabajadores o por parados. Pero el pensamiento del Estado es tan poderoso, sobre todo en la cabeza de los científicos del Estado salidos de las grandes escuelas del Estado, que el final de las rutinas clasificatorias y de los compromisos que, habitualmente, permiten salvarlas, al igual que todos los equivalentes de los «let it pass» del codificador estadounidense, reagrupamientos, recurso a unas categorías «cajón de sastre», confección de índices, etcétera, no habría bastado para desencadenar un cuestionamiento de las taxonomías burocráticas, garantizadas por el Estado, si nuestros estadísticos del Estado no hubieran tenido la oportunidad de encontrar una traducción reflexiva que sólo había podido nacer y desarrollarse en el polo de la ciencia «pura», burocráticamente irresponsable, de las ciencias sociales. A lo que hay que añadir, para acabar de subrayar la diferencia con la reflexividad narcisista, que la reflexividad reformista no es una historia individual y que sólo puede ejercerse plenamente si afecta al conjunto de los agentes comprometidos en el campo. La vigilancia epistemológica sociológicamente pertrechada que cada investigador puede ejercer por su propia cuenta no podrá menos que verse reforzada por la generalización del imperativo de reflexividad y la divulgación de los instrumentos indispensables para obedecerla, pues sólo esa generalización será capaz de instituir la reflexividad como una ley común del campo, que, de ese modo, se verá abocado a una crítica sociológica de todos por todos capaz de intensificar y de redoblar los efectos de la crítica epistemológica de todos por todos. Esta concepción reformista de la reflexividad puede ser, para cada investigador y, a fortiori a la escala de un colectivo, como un equipo o un laboratorio, el principio de una especie de prudencia epistemológica que permita adelantar las probables oportunidades de error o, en un sentido más amplio, las tendencias y las tentaciones inherentes a un sistema de disposiciones, a una posición o a la relación entre ambos. Por ejemplo, una vez leído el trabajo de Charles Soulié (1995) sobre la elección de los sujetos de trabajos (memorias, tesis, etcétera) en filosofía, existen menos posibilidades de ser manipulado por los determinismos vinculados al sexo, al origen social y a la estirpe escolar que orientan habitualmente las opciones; o, de igual manera, cuando se conocen las tendencias del «afortunado» a la hiperidentificación maravillada con el sistema escolar, se está mejor preparado para resistir el efecto del pensamiento de Escuela. Otro ejemplo: si, al igual que Weber cuando habla de «tendencias del cuerpo sacerdotal», hablamos de tendencias del cuerpo profesoral, podemos aumentar las probabilidades de escapar a la más típica de todas ellas, la inclinación a la visión escolástica, destino probable de tantas lecturas de lector, y de contemplar de una manera completamente distinta una genealogía, típica construcción escolástica que, bajo la apariencia de ofrecer la verdad del parentesco, impide captar la experiencia práctica de la red de parentesco y de las estrategias destinadas, por ejemplo, a mantenerla. Pero cabe ir más allá del conocimiento de las tendencias más comunes y dedicarse a conocer las tendencias inherentes al cuerpo de los profesores de filosofía, o, más concretamente, de los profesores de filosofía franceses, o, con mayor precisión todavía, de los profesores franceses formados en los años 1950, y concederse de ese modo algunas posibilidades de anticipar esos destinos probables y evitarlos. Por la misma razón, el descubrimiento del vínculo entre las parejas epistemológicas descritas por Bachelard y la estructura dualista de los campos inclina a desconfiar de los dualismos y a someterlos a una crítica sociológica y no únicamente epistemológica. En suma, el socioanálisis del espíritu científico, tal como yo lo he tratado, me parece que es un principio de libertad y, por tanto, de inteligencia. Una tarea de objetivación sólo está científicamente controlada en proporción a la objetivación a que ha sido sometido previamente el sujeto de la objetivación. Por ejemplo, cuando me dispongo a objetivar un objeto como la universidad francesa, del que formo parte, tengo como objetivo, y estoy obligado a saberlo, objetivar todo un sector de mi inconsciente específico que amenaza con obstaculizar el conocimiento del objeto, ya que cualquier avance en el conocimiento del objeto es inseparable de un avance en el conocimiento de la relación con el objeto y, por tanto, en el dominio de la relación no analizada con el objeto (la «polémica de la razón científica» a la que se refiere Bachelard supone, casi siempre, una suspensión de la polémica en su sentido habitual). En otras palabras, mis posibilidades de ser objetivo son directamente proporcionales al grado de objetivación de mi propia posición (social, universitaria, etcétera) y de los intereses, en especial los intereses propiamente universitarios, relacionados con esa posición. [Para dar un ejemplo de la relación «dialéctica» entre el autoanálisis y el análisis que ocupa el centro del trabajo de objetivación, podría contar aquí toda la historia de la investigación que realicé en Homo academicus (1984); desgraciadamente, no tuve el «reflejo reflexivo» de llevar un diario de la investigación y tendría que utilizar la memoria. Pero, para prolongar el ejemplo de la codificación, diré, por ejemplo, que descubrí que no existían criterios de lo calidad científica (a excepción de algunas distinciones como las medallas de oro, de plata o de bronce, demasiado escasas para poder servir como eficaces y pertinentes criterios de codificación). Así que me vi llevado a construir unos índices de reconocimiento científico y, con ello, obligado a reflexionar no sólo sobre los diferentes tratamientos que debía conceder a las categorías «artificiales» y a las categorías ya constituidas en la realidad (como el sexo), sino también a la propia ausencia de principios de jerarquización específica en un cuerpo literalmente obsesionado por las clasificaciones y las jerarquías (por ejemplo, entre los profesores agregados, los profesores adjuntos, los candidatos a profesor que han superado el examen escrito, los que han superado el examen escrito y el oral, etcétera). Lo que me llevó a inventar la idea de sistema de defensa colectivo, del que la ausencia de criterios del «valor científico» es un elemento, que permite a los individuos, con la complicidad del grupo, protegerse contra los efectos probables de un sistema de medición riguroso del «valor científico»; y eso, sin duda, porque un sistema semejante sería tan doloroso para la mayoría de los que están vinculados a la vida científica, que todo el mundo hace como si esa jerarquía no fuera evaluable y, así que aparece un instrumento de medición, como el citation index, es posible rechazarlo apoyándose en argumentos variados, como el hecho de que favorece a los grandes laboratorios, o a los anglosajones, etcétera. A diferencia de lo que ocurre cuando se clasifica a coleópteros, se clasifica en este caso a unos clasificadores que no aceptan ser clasificados y que incluso pueden cuestionar los criterios de clasificación, o el propio principio de la clasificación, en nombre de unos principios de clasificación que dependen, a su vez, de su posición en las clasificaciones. Vemos que, paso a paso, esa reflexión sobre lo que sólo es, en un principio, un problema técnico conduce a interrogarse acerca de la condición y la función de la sociología y del sociólogo, y sobre las condiciones generales y particulares en las que se puede ejercer el oficio de sociólogo.] Convertir la objetivación del sujeto de la objetivación en la condición previa de la objetivación científica no sólo significa, por consiguiente, intentar aplicar a la práctica científica los métodos científicos de objetivación (como en el ejemplo de Garfinkel), sino que también es poner al día científicamente las condiciones sociales de posibilidad de la construcción, o sea, las condiciones sociales de la construcción sociológica y del sujeto de esa construcción. [No es por casualidad que los etnometodólogos olvidan este segundo momento, ya que, si bien recuerdan que el mundo social está construido, olvidan que los propios constructores están socialmente construidos y que su construcción depende de su posición en el espacio social objetivo que la ciencia debe construir.] Recapitulando: lo que se pretende objetivar no es la especificidad vivida del sujeto conocedor, sino sus condiciones sociales de posibilidad y, por tanto, los efectos y los límites de esa experiencia y, entre otras cosas, del acto de la objetivación. Lo que se pretende dominar es la relación subjetiva con el objeto que, cuando no está controlada y es él quien orienta las elecciones de objeto, de método, etcétera, es uno de los factores de error más poderosos, y las condiciones sociales de producción de esa relación, el mundo social que ha construido no sólo la especialidad y el especialista (etnólogo, sociólogo o historiador), sino también la antropología inconsciente que él introduce en su práctica científica. Esta tarea de objetivación del sujeto de la objetivación debe ser realizada a tres niveles: en primer lugar, es preciso objetivar la posición en el espacio social global del sujeto de la objetivación, su posición de origen y su trayectoria, su pertenencia y sus adhesiones sociales y religiosas (es el factor de distorsión más visible, más comúnmente percibido y, por ello, el menos peligroso); es preciso objetivar a continuación la posición ocupada en el campo de los especialistas (y la posición de ese campo, de esa disciplina, en el campo de las ciencias sociales), ya que cada disciplina tiene sus tradiciones y sus particularismos nacionales, sus problemáticas obligadas, sus hábitos de pensamiento, sus creencias y sus evidencias compartidas, sus rituales y sus consagraciones, sus presiones en materia de publicación de los resultados, sus censuras específicas, sin mencionar todo el conjunto de los presupuestos inscritos en la historia colectiva de la especialidad (el inconsciente académico); en tercer lugar, es preciso objetivar todo lo que está vinculado a la pertenencia al universo escolástico, prestando una atención especial a la ilusión de la ausencia de ilusión, del punto de vista puro, absoluto, «desinteresado». La sociología de los intelectuales permite descubrir una forma especial que es el interés por el desinterés (en contra de la ilusión de Tawney, Durkheim y Peirce) (Haskell, 1984). 2. Esbozo para un autoanálisis He mencionado que el análisis reflexivo tiene que dedicarse sucesivamente a la posición en el espacio social, a la posición en el campo y a la posición en el universo escolástico. ¿Cómo aplicarse a sí mismo, sin abandonarse a la complacencia narcisista, este programa y hacer su propia sociología, su autosocioanálisis, teniendo en cuenta que ese análisis sólo puede ser un punto de partida y que la sociología del objeto que yo mismo soy, la objetivación de su punto de vista, es una tarea necesariamente colectiva? Paradójicamente, la objetivación del punto de vista es la más segura puesta en práctica del «principio de caridad» (o de generosidad) y, aplicándolo, corro el riesgo de parecer propenso a la complacencia: comprender es «necesitar», explicar, justificar la existencia. Flaubert reprochaba a la ciencia social de su época que fuera incapaz de «adoptar el punto de vista del autor» y llevaba razón si por ello se entiende el hecho de situarse en el punto en el que se situaba el autor, en el punto que ocupaba en el mundo social y a partir del cual veía el mundo; situarse en ese punto significa adoptar sobre el mundo su punto de vista personal, comprenderlo como él lo comprendía, y, por tanto, en cierto sentido, justificarlo. Un punto de vista es fundamentalmente una perspectiva tomada a partir de un punto concreto (Gesichtspunkt), de una posición concreta en el espacio y, en el sentido en que lo entenderé aquí, en el espacio social: objetivar el sujeto de la objetivación, el punto de vista (objetivante), significa romper con la ilusión del punto de vista absoluto, que corresponde a todo punto de vista (inicialmente condenado a desconocerse como tal); también significa, por tanto, una visión perspectiva (Schau): todas las percepciones, visiones, creencias, expectativas, esperanzas, etcétera están socialmente estructuradas y socialmente condicionadas y obedecen a una ley que define el principio de su variación, la ley de la correspondencia entre las posiciones y las tomas de posición. La percepción del individuo A es a la percepción del individuo B lo que la posición de A es a la posición de B, y el habitus asegura la puesta en relación del espacio de las posiciones y del espacio de los puntos de vista. Pero un punto de vista también es un punto en un espacio (Standpunkt), un punto del espacio en el que nos instalamos para tener una visión, un punto de vista, en el primer sentido, sobre ese espacio: pensar el punto de vista como tal es pensarlo diferencialmente, relacionalmente, en función de las posibles posiciones alternativas a las que se opone con diferentes relaciones (ingresos, títulos escolares, etcétera). Y, con ello, constituir como tal el espacio de los puntos de vista, lo que define con mucha exactitud una de las tareas de la ciencia: la de objetivación del espacio de los puntos de vista a partir de un punto de vista nuevo, que sólo el trabajo científico, pertrechado de instrumentos teóricos y técnicos (como el análisis geométrico de los datos), permite tomar; este punto de vista sobre todos los puntos de vista, según Leibniz, es el punto de vista de Dios, único capaz de producir la «geometría de todas las perspectivas», lugar geométrico de todos los puntos de vista, en los dos sentidos del término, o sea, de todas las posiciones y de todas las tomas de posición, al que la ciencia sólo puede aproximarse indefinidamente y que constituye, de acuerdo con otra metáfora geométrica, tomada esta vez de Kant, un focus imaginarius, un límite (provisionalmente) inaccesible. Tranquilícense, esta especie de autosocioanálisis no tendrá nada de confesión, y, si algo confiesa, sólo serán cosas muy impersonales. En realidad, como ya he sugerido, toda la investigación en ciencias sociales, cuando se sabe utilizar para ese fin, se convierte en una especie de socioanálisis; y eso es muy especialmente cierto, evidentemente, en el caso de la historia y de la sociología de la educación y de los intelectuales (no me cansaré de recordar la frase de Durkheim: «El inconsciente es la historia»). Pues bien, yo sólo alcanzo a constituir mi punto de vista como tal, y llegar a conocerlo, por lo menos parcialmente, en su verdad objetiva (sobre todo en sus límites) constituyendo y conociendo el campo en cuyo interior se define como ocupante de cierta posición, de cierto punto. [Para darles una idea menos abstracta, y también, tal vez, más divertida, de la alteración que supone tomar un punto de vista sobre el propio punto de vista, objetivar a aquel que, al igual que el investigador, hace gala y profesión de la objetividad, mencionaré un relato, A Man in the Zoo, en el que David Garnett cuenta la historia de un joven que se pelea con su amiguita en una visita al zoo y que, desesperado, escribe al director del zoo para proponerle un mamífero que falta en su colección: el hombre. Lo colocan en una jaula, al lado del chimpancé, con un rótulo que dice: «Homo sapiens. Este ejemplar ha sido ofrecido por John Cromantie. Se ruega que no irriten al hombre con ningún tipo de observaciones personales.»] Así pues, tras de todos estos preámbulos, voy a hacer conmigo, más o menos, lo que he hecho con las diferentes corrientes de sociología de la ciencia que he ido evocando. Y definir de ese modo mi posición diferencial. Voy a comenzar por evocar la posición que yo ocupaba en el campo de las ciencias sociales en diferentes momentos de mi trayectoria y tal vez, por el paralelismo con las otras corrientes de la sociología de la ciencia, en el subcampo de la sociología de la ciencia, en el momento en que escribí mi primer texto sobre el campo científico, al comienzo de los años 1970, o sea, en un momento en el que la «nueva sociología de la ciencia» todavía no había hecho su aparición, aunque las condiciones sociales que, sin duda, han contribuido mucho a su éxito social en los campus estaban entonces a punto de constituirse. Pero es preciso, sin duda, comenzar por examinar la posición que yo ocupaba en el campo al principio, alrededor de los años 1950: normalien philosophe, es decir, la de un licenciado en filosofía que estudiaba en la escuela normal, posición privilegiada en la cima del sistema escolar en un momento en que la filosofía podía parecer triunfante. En realidad, ya he contado la parte esencial y necesaria para la explicación y la comprensión de mi trayectoria posterior en el campo universitario, a excepción, quizá, del hecho de que en aquellas épocas y en aquellos lugares la sociología y, en menor grado, la etnología, eran disciplinas menores e incluso despreciadas (pero remito, para mayor abundancia de detalles, al fragmento de las Méditations pascaliennes titulado «Confessions impersonnelles», 1999: 44-53.)[1] Otro momento decisivo: la entrada en el campo científico, a principios de los años 1960. Entender, en este caso, es entender el campo contra el cual y con el cual alguien se ha construido a sí mismo; y entender también la distancia respecto al campo, y a sus determinismos, que puede ofrecer cierta utilización de la reflexividad: habría que reproducir aquí un artículo titulado «Sociologie et philosophie en France, Mort et résurrection d’une philosophie sans sujet» que escribí, en colaboración con Jean-Claude Passeron, para la revista estadounidense Social Research (Bourdieu y Passeron, 1967). Ese texto, aunque «normalistamente» ampuloso y plagado de ripios retóricos, decía dos cosas esenciales, y creo que profundamente exactas, sobre el campo de las ciencias sociales: primera, el hecho de que el movimiento pendular que había llevado a los normaliens de los años 1930, y en especial a Sartre y Aron, a reaccionar contra el durkheimismo, considerado ligeramente «totalitario», había tomado el sentido contrario, a comienzos de los años sesenta, especialmente, por el impulso de Lévi-Strauss y de la antropología estructural, y había llevado a lo que se denominaba entonces, por parte de Esprit y de Paul Ricoeur, una «filosofía sin sujeto» (después, a partir de los años 1980, ese movimiento volvió a tomar el sentido contrario…); y, en segundo lugar, el hecho de que la sociología fuera una disciplina refugio, sometida al modelo dominante del cientifismo importado de los Estados Unidos por Lazarsfeld. (La sociología de la sociología tendría como efecto y como virtud liberar a las ciencias sociales de movimientos pendulares semejantes que, descritos a menudo como fenómenos de moda, son, en realidad, y de manera esencial, el efecto de los movimientos reactivos de los recién llegados que reaccionan a las tomas de posición de los dominadores, que también son los más antiguos, sus mayores.] Construir el espacio de las posibilidades que se me presentaba en el momento de la entrada en el campo significa reconstruir el espacio de las posiciones constitutivas del campo tal como podían ser aprehendidas a partir de un determinado punto de vista socialmente constituido, el mío, sobre ese campo (punto de vista que se había instituido a lo largo de toda la trayectoria social que conducía a la posición ocupada, y también por medio de esa posición: de ayudante de Raymond Aron en la Sorbona y de secretario general del centro de investigación que acababa de crear en la Escuela de Altos Estudios). Para recomponer el espacio de las posibilidades, hay que comenzar por reconstruir el espacio de las ciencias sociales, especialmente, la posición relativa de las diferentes disciplinas o especialidades. El espacio de la sociología ya está constituido y el Traité de sociologie, de Georges Gurvitch, que ratifica la distribución de la sociología entre las «especialidades» y los «especialistas», ofrece una buena imagen de él: es un mundo cerrado en el que están atribuidas todas las plazas. La generación de los veteranos mantiene las posiciones dominantes que, en aquel momento, son en su totalidad posiciones de profesores (y no de investigadores) y de profesores de la Sorbona (que, para dar la medida de los cambios morfológicos ocurridos a partir de entonces, con la multiplicación de las plazas, sobre todo, de categoría inferior, sumaban en total tres plazas de profesores de sociología y psicología social, provista cada una de ellas de un único ayudante): Georges Gurvitch, que regenta la Sorbona de manera notoriamente despótica, Jean Stoetzel, que enseña psicología social en la Sorbona y dirige el Centro de Estudios Sociológicos, además del Instituto Francés de la Opinión Pública y de controlar el CNIC, y, finalmente, Raymond Aron, recién nombrado profesor de la Sorbona que, por la percepción relacional (impuesta por el funcionamiento del campo), aparece como el que ofrece un espacio a la alternativa entre la sociología teoricista de Gurvitch y la psicosociología cientifista y «americanizada» de Stoetzel, autor de una copiosa y mediocre compilación de trabajos estadounidenses sobre la opinión. La generación de los jóvenes ascendentes, todos ellos bordeando la cuarentena, se reparte la investigación y los nuevos poderes, vinculados a la creación de laboratorios y de revistas, siguiendo una división en especialidades, definidas a menudo por los conceptos del sentido común, y claramente repartidas a la manera de feudos: la sociología del trabajo es Alain Touraine, y, en segundo lugar, Jean-Daniel Reynaud y Jean-René Tréanton, la sociología de la educación es Viviane Isambert, la sociología de la religión, François-André Isambert, la sociología rural, Henri Mendras, la sociología urbana, Paul-Henri Chombard de Lauwe, la sociología del ocio, Joffre Dumazedier, además de, sin duda, unas cuantas provincias menores o marginales que olvido. El espacio está balizado por tres o cuatro grandes revistas de recentísima fundación: la Revue française de sociologie, controlada por Stoetzel y unos cuantos investigadores de la segunda generación (Raymond Boudon la heredará unos años después), Les cahiers internationaux de sociologie, controlada por Gurvitch (heredada después por Georges Balandier), los Archives européennes de sociologie, fundada por Aron, y animada por Éric de Dampierre, y unas cuantas revistas secundarias, poco estructurantes —un poco a la manera de Georges Friedman entre los veteranos—, como Sociologie du travail y Études rurales. Convendría citar también L’homme, revista fundada y controlada por Lévi-Strauss que, aunque esté dedicada casi exclusivamente a la etnología, ejerce gran atracción sobre parte de la nueva generación (en la que me cuento). Cosa que recuerda la posición eminente de la etnología, y la posición dominada de la sociología, en el espacio de las disciplinas. Habría que decir incluso doblemente dominada: en el campo de las ciencias que utilizan el cálculo o la experimentación, donde le cuesta hacerse aceptar (si es que lo desea…; estamos lejos de los tiempos de Durkheim), mientras que la etnología, a través de Lévi-Strauss, lucha por imponer su reconocimiento como ciencia independiente (utilizando, especialmente, la referencia a la lingüística, entonces en su momento más alto), así como en el campo de las disciplinas literarias, en el que las «ciencias humanas» siguen estando llenas, para muchos filósofos, de jactancia de su condición, y de literatos ansiosos de distinción (continúan siendo abundantes aquí y ahora), «aprovechados» de última hora y advenedizos. A nadie sorprenderá encontrar en esta disciplina-refugio, muy, por no decir demasiado, acogedora o, como graciosamente explica Yvette Delsaut, «poco intimidadora», a un escaso número de miembros de la categoría A, que son, fundamentalmente, profesores que enseñan la historia de la disciplina y practican en escasa medida la investigación, y una masa (en realidad, no muy numerosa) de miembros de la categoría B, muy raramente profesores adjuntos (sobre todo, de filosofía) y procedentes de orígenes escolares muy diversos (la licenciatura de sociología no existía en el momento de la entrada de la segunda generación). Estos investigadores, que no han recibido una formación única y homogeneizadora adecuada para darles sensación de unidad, y que se dedican, de manera fundamental, a investigaciones empíricas, en su mayoría tan pobres teórica como empíricamente, se diferencian (de los historiadores, por ejemplo) por todos los índices de una enorme dispersión (en especial, en materia de nivel escolar) que es poco favorable a la instauración de un universo de discusiones racionales. Cabría hablar de disciplina paria: la «devaluación» que, en un medio intelectual que está, sin embargo, muy ocupado y preocupado por la política —aunque muchos compromisos, con el Partido Comunista, especialmente, siguen siendo una manera, sin duda bastante paradójica, de mantener a distancia el mundo social— afecta todo lo que concierne a las cosas sociales y acaba, en efecto, reforzando una posición dominante en el campo universitario. Respecto a ese punto, aunque la situación haya cambiado un poco, la parte esencial de esta descripción sigue siendo válida —como lo demuestra el hecho, verificado por mil indicios, de que el paso de la filosofía a la sociología va acompañado, tanto en la actualidad como en los tiempos de Durkheim, de una especie de «degradación», así como el hecho de que, entre los «tópicos» más arraigadamente instalados en el cerebro de los filósofos o de los literatos, existe la convicción de que, sea cual fuere el problema, es preciso «ir más allá de la sociología» o «superar la explicación meramente sociológica» (en nombre del rechazo del «sociologismo»). Pero la sociología también puede ser un medio de continuar la política por otros procedimientos (por ello, sin duda, se opone a la psicología, muy feminizada por el atractivo que ejerce sobre las jóvenes universitarias) y, en la clasificación de las ciencias de Auguste Comte, aparece como la disciplina de la culminación, capaz de rivalizar con la filosofía si se trata de pensar las cosas del mundo en su globalidad. (Raymond Aron, que ha transportado a la sociología la totalidad de las ambiciones de la filosofía a la manera de Sartre, escribe una obra titulada Paix et guerre entre les nations en 1984). Por otra parte, la referencia a los Estados Unidos, mediante la cual se enfrenta a las disciplinas canónicas, historia, literatura o filosofía, le da un aire de modernidad. En suma, es una disciplina que, tanto por su definición social como por la gente a la que atrae, profesores, investigadores o estudiantes, ofrece una imagen ambigua, por no decir desgarrada. Convendría analizar también la relación entre la sociología y la historia, que tampoco es sencilla; y, para ofrecer otro indicio de la condición de paria que corresponde al sociólogo, me limitaré a recordar a mis oyentes el cuidado que ponen los historiadores en excluirse de las ciencias sociales y que, mientras manifiestan muy gustosamente su vinculación con la etnología, mantienen las distancias con la sociología, de la que, al igual que los filósofos, aprovechan muchas cosas, sobre todo, en materia de instrumental conceptual. Pero también en este caso, me remito, para mayor abundancia de detalles, a una conversación que sostuve, hace unos cuantos años, con un historiador alemán de la escuela de los Annales (Bourdieu, 1995). Para construir el espacio de las posibilidades que se engendra en la relación entre un habitus y un campo es preciso, además, evocar rápidamente (lo haré a continuación) las características del habitus que yo introducía en ese campo: habitus que, debido a mi trayectoria social, no era modal en el campo filosófico y menos aún, gracias a mi trayectoria escolar, en el campo sociológico, y que me separaba de la mayoría de mis contemporáneos, filósofos o sociólogos. Además, al regresar de Argelia con una experiencia de etnólogo que, realizada en las difíciles condiciones de una guerra de liberación, había significado para mí una ruptura decisiva con la experiencia escolar, era propenso a tener una visión bastante despectiva de la sociología y de los sociólogos, la del filósofo reforzada por la del etnólogo. Se entiende que, en tales condiciones, el espacio de las posibilidades que se me ofrecían no podía reducirse al que me proponían las posiciones constituidas como socio lógicas en Francia o en el extranjero, es decir, en los Estados Unidos y, de manera secundaria, en Alemania e Inglaterra. Está claro que todo me llevaba a no dejarme encerrar en la sociología, o ni siquiera en la etnología y la filosofía, y a pensar mi trabajo en relación con el conjunto del campo de las ciencias sociales y de la filosofía. [El hecho de ser aquí a un tiempo sujeto y objeto del análisis redoblo una dificultad, muy común, del análisis sociológico: el peligro de que las interpretaciones propuestas de las prácticas —lo que se llama, a veces, las «intenciones objetivas»— sean entendidas como las intenciones expresas del sujeto que interviene, sus estrategias intencionales, sus proyectos explícitos. Por ejemplo, cuando pongo en relación, cosa que, de acuerdo con un buen método, es imposible dejar de hacer, mis proyectos intelectuales, particularmente vastos y desconocedores de las fronteras entre especialidades, pero también entre la sociología y la filosofía, con mi paso de la filosofía, disciplina prestigiosa, donde algunos de mis compañeros de escuela habían permanecido —lo que es, sin duda, muy importante desde un punto de vista subjetivo—, a la sociología y con la debilitación del capital simbólico que «objetivamente» originaba, eso no significa, sin embargo, que mis elecciones de objeto o de método no hayan estado inspiradas, de manera consciente o casi cínica, por la intención de proteger ese capital.] El hecho de que me considerara, al principio, etnólogo, lo que era, desde un punto de vista subjetivo, una manera más aceptable subjetivamente de aceptar la «degradación» vinculada al paso de la filosofía a las ciencias sociales, me llevó a introducir en la sociología mucho de lo que había aprendido practicando la filosofía y la etnología: unas técnicas (como la utilización intensiva de la fotografía, que había practicado mucho en Argelia), unos métodos (como la observación etnográfica o la conversación con unos individuos tratados más como informadores que como unas investigaciones) y, sobre todo, probablemente, unos problemas y unos métodos de pensamiento que se referían a la pluralidad metodológica que, a partir de entonces, he ido teorizando poco a poco (con la combinación del análisis estadístico y de la observación directa de grupos, en el caso de Un art moyen). Lo que era una manera de pasar a la sociología, pero a una sociología redefinida y ennoblecida (se encontrarán huellas de todo eso en el prólogo de Travail et travailleurs en Algérie —Bourdieu, Darbel, Rivet y Seibel, 1963— o en el prefacio a Un art moyen —Bourdieu, Boltanski, Castel y Chamboredon, 1965—), siguiendo el modelo de Ben-David y Collins que he comentado. Son, sin duda, los mismos principios sociales (unidos a mi formación epistemológica) que me inspiraban el rechazo (o el desprecio) de la definición científica de la sociología, y, en especial, la negativa a la especialización, que, impuesta por el modelo de las ciencias más avanzadas, se me presentaba como totalmente desprovista de justificación en el caso de una ciencia en sus comienzos como la sociología (recuerdo de manera especial la sensación de escándalo que experimenté, a mediados de los años 1960, en el congreso mundial de sociología de Varna, ante las injustificadas divisiones de la disciplina en sociología de la educación, sociología de la cultura y sociología de los intelectuales, cuando cada una de esas ciencias podía prestar los auténticos principios explicativos de su objeto a cualquier otra). Así es como he llegado a pensar, de manera muy natural, que había que trabajar para reunificar una ciencia social artificialmente fragmentada, sin caer por ello en los discursos académicos sobre el «hecho social total» a los que son tan propensos algunos de los maestros de la Sorbona, y, tanto en mis investigaciones como en las publicaciones que he incluido en la colección «Le sens commun» que fundé en las Éditions de Minuit, he intentado reunir la historia social y la sociología, la historia de la filosofía y la historia del arte (con autores como Erwin Panofsky y Michael Baxandall), la etnología, la historia, la lingüística, etcétera. De este modo he llegado a una práctica científica, convertida poco a poco en toma de posición deliberada, de la que cabe decir que, en determinados aspectos, es por así decirlo «antitodo» y, vista desde otra perspectiva, trata de «atraparlo todo», catch all, como se dice de algunas tomas de posición. Y de ese modo me he encontrado presente, sin haberlo pretendido nunca de manera explícita y, sobre todo, sin la menor intención «imperialista», en la totalidad del campo de las ciencias sociales. Lo cual quiere decir que, incluso si he llegado a concebir y a formular explícitamente el proyecto, refiriéndome al gran modelo durkheimiano, jamás he tenido la intención explícita de hacer una revolución en las ciencias sociales, sino, tal vez, contra el modelo estadounidense entonces dominante en todo el mundo, y, muy especialmente, contra el corte que introducía, y conseguía imponer en todo el universo, entre la «theory» y la «methodology» (encarnada en la oposición entre Parsons y Lazarsfeld, quienes tenían sus «agencias» y sus «sucursales» de introductores, de traductores y de comentadores en Francia), y también, pero en otro terreno, contra la filosofía que, en su definición social dominante, me parecía representar un obstáculo fundamental para el progreso de las ciencias sociales (a menudo me he definido, en esta misma institución y, sin duda, de manera un poco irónica, como el líder de un movimiento de liberación de las ciencias sociales contra el imperio y el poder de la filosofía). No sentía mayor indulgencia por los sociólogos que veían el paso por los Estados Unidos como una especie de viaje iniciático de la que había sentido, diez o quince años antes, por los filósofos que se precipitaban sobre los archivos inéditos de un Husserl cuyas obras principales seguían siendo, en parte considerable, inéditas en francés. Comienzo por la relación con la sociología estadounidense que, en su expresión más visible —me refiero a lo que yo denominaba la tríada capitolina, Parsons, Merton, Lazarsfeld—, imponía a las ciencias sociales todo un conjunto de reducciones y de mutilaciones de las que me parecía indispensable liberarlas, especialmente mediante un regreso (estimulado por Lévi-Strauss) a los trabajos de Durkheim y de los durkheimianos (sobre todo de Mauss), así como a la obra de Max Weber (renovada por una lectura que rompiera con la reducción neokantiana que había operado Aron), dos autores inmensos que habían sido anexionados, y vulgarizados, por Parsons. Para combatir esta nueva ortodoxia, socialmente muy poderosa (el propio Aron dedicó dos años de seminario a Parsons, y Lazarsfeld enseñó, durante un año, ante toda la sociología francesa congregada por Boudon y Lécuyer —bueno, no toda: existía, por lo menos, una excepción…— los rudimentos de la «metodología» que la auténtica multinacional científica que había creado imponía con éxito en todo el universo), era preciso recurrir a estrategias realistas y rechazar dos tentaciones suplementarias (acudiendo a la sociología y, en especial, a trabajos como el de Michael Pollak «Paul Lazarsfeld, fondateur d’une multinationale scientifique», 1979): por un lado, la sumisión pura y simple a la definición dominante de la ciencia, y por el otro, el encierro en la ignorancia nacional que llevaba, por ejemplo, al rechazo a priori de los métodos estadísticos, asociados al positivismo estadounidense, posición cuyo defensor más visible era, sin duda, Lucien Goldman, junto con algunos otros marxistas que consideraban sospechosa, a priori, cualquier referencia a Max Weber o a la literatura anglosajona, a los que, a menudo, apenas conocían (entre otras cosas, contra esa reclusión «nacional» políticamente estimulada y reforzada emprendí, con la colección «Le sens commun» de las Éditions de Minuit, y después con la revista Actes de la recherche en sciences sociales, la apertura del camino a los grandes investigadores extranjeros, clásicos, como Cassirer, o contemporáneos, como Goffman, Labov, etcétera). En la lucha contra la ortodoxia teórica y metodológica que dominaba el mundo científico, intenté encontrar aliados en Alemania, pero el corte entre los teóricos escolásticos (la escuela de Frankfurt, Habermas, y después Luhman) y los empiristas sometidos a la ortodoxia estadounidense era (y sigue siendo) muy profundo, prácticamente insuperable. Existía en mi proyecto, tal como lo explicaba a mis amigos alemanes, una intención política, pero específica: se trataba de crear una tercera vía realista, capaz de conducir a una nueva manera de practicar la ciencia social adoptando las armas del enemigo (estadísticas, especialmente; aunque en Francia también disponíamos de una gran tradición, con el Instituto Nacional de Estadística, del que he aprendido muchas cosas) para esgrimirlas contra él, al reactivar unas tradiciones europeas desviadas y deformadas por su retraducción estadounidense (Durkheim y los durkheimianos, masivamente reeditados en la colección «Le sens commun», Weber desoxidado mediante una relectura activa o, más exactamente, una reinterpretación libre que lo arrebataba a un tiempo de Parsons y de Aron, Schütz y la fenomenología del mundo social, etcétera); y para escapar de ese modo a la alternativa que perfilaba la oposición entre los meros importadores de métodos y de conceptos de segunda mano y los marxistas o sus parientes cercanos, bloqueados en el rechazo de Weber y de la sociología empírica. (En esta perspectiva, la política de traducciones era un elemento capital: pienso, por ejemplo, en Labov, cuya obra y cuya presencia activa sirvieron de base al desarrollo en Francia de una auténtica sociolingüística, que entroncaba con la tradición europea de la que él procedía.) Y todo ello con la ambición de encontrar una nueva base internacional a esa nueva ciencia, mediante una acción pedagógica que miraba especialmente a Hungría, que se liberaba poco a poco del materialismo dialéctico y recuperaba la estadística (de la pobreza, sobre todo), a Argelia, foco entonces de las luchas del Tercer Mundo, y al Brasil. Pero me enfrentaba con idéntica decisión a la filosofía, es decir, a la filosofía institucional conectada a la defensa de las agregadurías y de sus programas arcaicos y, sobre todo, de la filosofía aristocrática de la filosofía como casta de esencia superior, que en todos los filósofos que, a pesar de su inclinación antiinstitucional y a pesar, para algunos, de una ruptura ostentosa con las «filosofías del sujeto», seguían mostrando un desprecio de casta respecto a las ciencias sociales que eran una de las plataformas del credo filosófico tradicional: pienso en Althusser, que hablaba de las «ciencias llamadas sociales», o en Foucault, que alineaba las ciencias sociales en el orden inferior de los «saberes». No podía menos que sentir cierta irritación ante lo que se me antojaba un «doble juego» de esos filósofos que, mientras se apoderaban del objeto de las ciencias sociales, no paraban de minar su fundamento. La resistencia que pretendía oponer a la filosofía no me era inspirada por ninguna hostilidad a tal disciplina, y seguía siendo una elevada idea de la filosofía (demasiado elevada, tal vez) la razón de que intentara ayudar a la constitución de una sociología de la filosofía capaz de aportar mucho a la filosofía al desembarazarla de la filosofía dóxica de la filosofía, que es un efecto de las coacciones y de las rutinas de la institución filosófica. Sin duda, la situación, muy singular, de la filosofía en Francia, consecuencia, fundamentalmente, de la existencia, hecho excepcional, de la enseñanza de la filosofía en los cursos finales de la enseñanza media y de la posición dominante de la filosofía en las jerarquías escolares, explica la especial intensidad de la subversión filosófica que apareció en Francia en los años 1970 (convendría proponer aquí un modelo análogo al que he propuesto para explicar la fuerza excepcional del movimiento de subversión antiacadémica que apareció en Francia con Manet y los impresionistas, en reacción contra la omnipotente institución académica, y la ausencia, por el contrario, de un movimiento semejante en Inglaterra, donde no se daba semejante concentración de los poderes simbólicos en materia artística). Pero el movimiento de los filósofos franceses que alcanzaron la celebridad en la década de 1970 resulta ambiguo por el hecho de que la rebelión contra la institución universitaria se combina con una reacción conservadora contra la amenaza que el ascenso de las ciencias sociales, sobre todo, a través de la lingüística y de la etnología «estructuralistas», representaba para la hegemonía de la filosofía (he analizado con mayor profundidad el contexto social de la relación entre la filosofía y las ciencias sociales en Homo academicus, muy especialmente, en el prefacio a la segunda edición de ese libro): como la trayectoria escolar que los llevaba a la cumbre de la institución académica había entrado en aquella época en una crisis profundísima, movidos por un malhumor antiinstitucional especialmente fuerte contra una institución sobremanera rígida, endogámica y opresiva, los filósofos franceses de los años 1970 respondieron de manera «providencialmente» adecuada (por descontado, sin proponérselo en absoluto) a las expectativas suscitadas por la «revolución» del 68, revolución específica, que llevó la contestación político-institucional al campo universitario (Feyerabend en Berlín y Kuhn en los Estados Unidos eran igualmente utilizados para dar un lenguaje a una contestación espontánea de la ciencia). Pero, por otra parte, obsesionados por el mantenimiento de su hegemonía en relación con las ciencias sociales, paradójicamente, retomaban, radicalizándola, en una estrategia muy similar a la de Heidegger al ontologizar el historicismo (Bourdieu, 1988a), la crítica historicista de la verdad (y de las ciencias). La década de 1970 señaló una brusca inversión del pro y el contra del mood filosófico dominante. Hasta aquel momento la filosofía (por lo menos la anglosajona, e incluso la continental) aspiraba a la lógica, con la ambición de construir un sistema formal unitario basado en el análisis de las matemáticas de Russell; la filosofía analítica, el empirismo lógico de los Hempel, Carnap y Reichenbach, grandes admiradores del primer Wittgenstein (Tractatus), así como la fenomenología, seguían a Frege en su rechazo de cualquier concesión al «historicismo» y al «psicologismo»; todos afirmaban la misma voluntad de instaurar un corte muy profundo entre las cuestiones formales o lógicas y las cuestiones empíricas, concebidas como no racionales o incluso irracionales; se enfrentaban, especialmente, con la «genetic fallacy», que consistía en mezclar consideraciones empíricas con justificaciones lógicas. Esta conversión colectiva, especie de desquite sin cuartel de la «genetic fallacy», «simbolizada» en el caso francés por el paso de Koyré y Vuillemin a Foucault y a Deleuze, hace aparecer la adhesión a las verdades formales y universales como pasada de moda e incluso un poco reaccionaria, comparada con el análisis de las situaciones histórico-culturales concretas, ilustrado por los textos de Foucault que, reunidos con el título de Power/Knowledge, cimentaron su prestigio en los Estados Unidos (para conocer la situación en este país a finales de la década de 1970, véase Stephen Toulmin, 1979: 143-144). [Resultaría fácil mostrar que, sin dejar de estar arraigada en la filosofía más aristocrática de la filosofía, esta transformación del humor filosófico está muy directamente vinculada, por su estilo y sus objetos, con las experiencias y las influencias del mayo del 68 que hacen descubrir a los filósofos y a la filosofía la política o, como preferirían decir, lo político.] Pienso que este análisis, por simplificador que sea, permite comprender, a mí en primer lugar, que me he encontrado constantemente en falso respecto a los que el radicalismo de campus ha clasificado globalmente en la categoría «cajón de sastre» de los «posmodernos» (quienes se interesen por la «recepción» encontrarán, sin duda, en este desfase la clave de la acogida dada a mi obra en los Estados Unidos: ¿es moderno o posmoderno, sociólogo o filósofo, o, distinción menos importante, etnólogo o sociólogo, o, incluso, de derechas o de izquierdas, etcétera?; Bourdieu, 1996). Después de abandonar la filosofía por la sociología (transición-traición que, desde el punto de vista de los que permanecen vinculados al título de filósofo, crea una diferencia toto caelo), sólo podía, en tanto que aspirante a científico, permanecer vinculado a la visión racionalista; y eso, en lugar de utilizar, como Foucault o Derrida, las ciencias sociales para reducirlas o destruirlas, sin dejar de practicarlas, aunque sin decirlo, y sin pagar el precio de una auténtica conversión a las servidumbres de la investigación empírica. Sólidamente arraigado en una tradición filosófica hard (Leibniz, Husserl, Cassirer, historia y filosofía de las ciencias, etcétera) y al no haber pasado a la sociología a través de una opción negativa (Georges Canguilhem, sobre el cual yo había planteado un tema de tesis, a continuación repudiado, me había preparado una carrera de filósofo siguiendo el modelo de la suya: un puesto de profesor de filosofía en Toulouse asociado a unos estudios de medicina), yo no era propenso a unos comportamientos compensatorios del tipo de los que llevan a algunos sociólogos o historiadores, menos seguros de sí mismos, a «hacer de filósofo». Fiel en eso a esa especie de aristocratismo del rechazo que caracterizaba para mí a Canguilhem, me las ingeniaba metódicamente para dejar en unas notas o unos incisos las reflexiones que habría podido llamar «filosóficas» (pienso, por ejemplo, en una de las escasas discusiones explícitas que he dedicado a Foucault, y que se encuentra relegada en la nota final de un oscuro artículo de la revista Études rurales (1989), en la que recuperaba la investigación que había emprendido treinta años antes sobre el celibato entre los campesinos). Al reivindicar siempre con orgullo el título de sociólogo, excluía de una manera absolutamente consciente (a costa de una pérdida de capital simbólico asumida por completo) las estrategias extendidísimas del doble juego y del doble beneficio (sociólogo y filósofo, filósofo e historiador), las cuales, me siento obligado a confesarlo, me resultaban tremendamente antipáticas, entre otras razones, porque se me antojaban precursoras de una falta de rigor ético y científico (Bourdieu, 1996). Se entiende que, dentro de la misma lógica, no pudiera intervenir en los debates sobre la ciencia tal como se presentaban en los años 1970. En realidad, después de haber tropezado con absoluta naturalidad, en tanto que sociólogo, con el problema del arraigo social de la ciencia que los demás sólo descubren indirectamente, me he limitado a desempeñar mi oficio de sociólogo sometiendo la ciencia y el campo científico, para mí un objeto como los demás (excepto porque me daba la ocasión de enfrentarme a uno de los pilares de la tríada capitolina, Robert Merton), a un análisis sociológico, en lugar de ajustar cuentas con la ciencia (social) como harían los filósofos «posmodernos» y, con estilos diferentes, todos los nuevos «filósofos-sociólogos» de la ciencia. No es necesario recurrir a procedimientos de ruptura extraordinarios (como la referencia, tan equívoca como ennoblecedora, a Wittgenstein) para someter a la crítica sociológica las visiones logicistas y cientifistas; no son necesarias, tampoco, rupturas ostentosas con la tradición racionalista a la que me vinculan mi formación (historia y filosofía de las ciencias) y mi orientación filosófica, al igual que mi posición de investigador. Y no dejaré de apoyarme tanto en Bachelard y la tradición epistemológica francesa como en mi análisis del campo científico en mi esfuerzo por fundamentar una epistemología de las ciencias sociales sobre una filosofía constructivista de la ciencia (que anticipa a Kuhn, pero sin caer, pura y simplemente, en el relativismo de los posmodernos). La ruptura, que me parece imponerse, con la visión indígena de la ciencia, más o menos reemplazada por la visión sabia (mertoniana), no conduce ni a un cuestionamiento ni a una legitimación de la ciencia (especialmente, la social), y mi posición de doble rechazo (ni Berton, ni Bloor-Collins, ni relativismo nihilista, ni cientifismo) me situará, una vez más, en falso en los debates de los nuevos sociólogos de la ciencia, que yo había contribuido a lanzar. Esta toma de posición, aparentemente tibia y prudente, también debe mucho, sin duda, a las disposiciones de un habitus que inclina al rechazo de la postura «heroica», «revolucionaria», «radical» o, mejor dicho, «radical chic», en suma, del radicalismo posmoderno identificado con la profundidad filosófica, así como también, en política, con el rechazo del «gauchisme» (a diferencia de Foucault y de Deleuze), pero también del Partido Comunista o de Mao (a diferencia de Althusser). Y también, sin duda, las disposiciones del habitus explican la antipatía que me inspiran los parlanchines y los intrigantes y el respeto que siento, por el contrario, por los «trabajadores de la prueba», por citar las palabras de Bachelard, y por todos aquellos que, en la actualidad, tanto en sociología como en historia de la ciencia, perpetúan sin alborotar la tradición de la filosofía de la historia de la ciencia inaugurada por Bachelard, Canguilhem, Koyré o Vuillemin. Pero es posible que todos esos rechazos no tuvieran más fundamento que la intuición de que todas esas poses y esas posturas ultrarradicales no son más que la inversión de posiciones autoritarias y conservadoras, por no decir cínicas y oportunistas; intuición del habitus que ha sido ampliamente confirmada por las fluctuaciones de tantas trayectorias posteriores al capricho de los vaivenes de las fuerzas del campo, con, por ejemplo, el paso de todo (es) político al todo (es) moral, de modo que la permanencia de los habitus se manifiesta a través de la inversión de las tomas de posición cuando se invierte el espado de las posibilidades (podría analizar aquí, entre otras cosas, todo tipo de reconversiones a primera vista sorprendentes, como los saltos de Heidegger a Wittgenstein o el malentendido de los althusserianos sobre el Círculo de Viena y la filosofía austríaca, que, para los que tienen cierta edad y cierta memoria, sugieren con mucha exactitud el tratamiento dado a Heidegger por los marxistas chic, por no hablar de los virajes políticos que se suelen llamar espectaculares, y que han conducido a tantos contemporáneos del ultrabolchevismo al ultraliberalismo, templado o no por un socialiberalismo de lo más oportuno, además de oportunista). En buena ley, convendría examinar el estado actual del campo de la sociología y del campo de las ciencias sociales a fin de descubrir los medios de comprender las trayectorias individuales y colectivas (especialmente, las del grupo de investigación que he animado) en relación con los cambios en las correlaciones de fuerza simbólicas en el interior de cada uno de esos dos campos y entre sí (diferenciando lo más posible las dos especies de capital-poder-científico). Cabe decir, por lo menos, que la posición de la sociología en el espacio de las disciplinas se ha transformado profundamente, al igual que la estructura del campo sociológico, y que eso es, sin duda, lo que me ofrece la posibilidad de afirmar lo que afirmo, y que no habría podido afirmar treinta años atrás, es decir, y de manera muy especial, el proyecto de transformar el campo que, en aquel entonces, habría aparecido como insensato, o, para ser más precisos, megalómano y reductible a las particularidades de una persona singular (permanece algo de todo eso cuando se considera al grupo de investigación que he creado, el Centro de Sociología Europea, como una secta, sin entender y aceptar la intención global de un proyecto científico colectivo, acumulativo, que integra las adquisiciones teóricas y técnicas de la disciplina, dentro de una lógica semejante a la de las ciencias de la naturaleza, y que se basa en un conjunto común de opciones filosóficas explícitas, especialmente, en lo que concierne a los presupuestos antropológicos implicados en cualquier ciencia del hombre). Habría que considerar también mi trayectoria en ese campo, tomando en consideración, para evitar la utilización un poco simplista que a menudo se ha hecho del concepto de «mandarín», a su vez bastante simplista y sociológicamente poco adecuado, el carácter específico de la posición del Collège de France, la menos institucional (o la más antiinstitucional) de las instituciones universitarias francesas que, como he mostrado en Homo academicus (1984), es el lugar de los herejes consagrados. Habría que examinar el sentido y el alcance de la «revolución» que se ha realizado, pero que, si bien ha triunfado en el plano simbólico (por lo menos, en el extranjero), ha conocido a nivel institucional un indiscutible fracaso relativo que se aprecia perfectamente en el destino del grupo, conjunto unido de individuos relegados a posiciones universitarias secundarias, marginales o menores: la dificultad encontrada en el intento de «crear escuela» recuerda la que conoció en su momento Émile Durkheim (que, sin embargo, había entendido perfectamente que no se podía crear escuela sin apoderarse de la escuela y que había realizado esfuerzos metódicos en dicho sentido). Convendría analizar la función de la revista Actes de la recherche en sciences sociales como instrumento de reproducción autónoma en relación a la reproducción escolar, controlada en gran parte por los poseedores de los poderes temporales, que, como ya hemos visto, son más bien nacionales. Convendría, para concluir, analizar el coste extremo de la pertenencia prolongada al grupo, la responsabilidad del cual es imputada a su fundador y a sus responsables, cuando, en realidad, es imputable en buena parte al efecto de mecanismos sociales de rechazo (sería, sin duda, otra ocasión de hablar de reproducción prohibida). Ya he comenzado a plantear el análisis del habitus al invocar en varias ocasiones el papel de las disposiciones socialmente constituidas en mis tomas de posición y, en especial, en mis simpatías hacia determinadas ideas o determinadas personas. No soy una excepción a la ley social que estipula que la posición geográfica y social de origen desempeña un papel determinante en las prácticas, en relación con los espacios sociales en cuyo interior se actualizan las disposiciones que favorece. El pasado social es especialmente determinante cuando se trata de hacer ciencias sociales. Y eso sea cual sea, popular o burgués, masculino o femenino. Siempre entrelazado con el pasado que explora el psicoanálisis y traducido o convertido en un pasado escolar al que los veredictos de la escuela confieren, a veces, la fuerza de un destino, sigue pesando durante toda la existencia. Sabemos perfectamente, por ejemplo, aunque, sin duda, de una manera algo abstracta, que las diferencias de origen social siguen orientando a lo largo de toda la vida las prácticas y determinando el éxito social que se les concede. Pero sigo asombrándome de haber podido verificar que los normaliens de orígenes sociales diferentes, «igualados», aparentemente, por el éxito en una misma oposición y la posesión de un título igualmente homogeneizador (por la misma distinción que afirma en relación a todos los demás), han conocido destinos, especialmente universitarios, profundamente diferentes y proporcionados, en cierto modo, a su condición inicial (Bourdieu, 1975b). No me extenderé, porque sería demasiado difícil en el marco de una intervención pública, sobre las características de mi familia natal. Mi padre, hijo de aparcero convertido al alcanzar los treinta años, es decir, más o menos en el momento de mi nacimiento, en pequeño funcionario rural, ejerció toda su vida el oficio de empleado en un pueblecito del Bearne particularmente atrasado (aunque muy próximo a Pau, a menos de veinte kilómetros, era desconocido por mis compañeros de instituto, cosa que les daba ocasión de gastarme bromas); pienso que mi experiencia infantil de hijo de tránsfuga (que he reconocido en el Nizan que recuerda Sartre en su prefacio a Aden Arabie) ha pesado mucho en la formación de mis disposiciones respecto al mundo social: muy próximo de mis compañeros de escuela primaria, hijos de pequeños campesinos, de artesanos o de comerciantes, con los que tenía prácticamente todo en común, salvo el éxito, que me diferenciaba un poco, me sentía separado de ellos por una especie de barrera invisible, que se expresaba a veces en algunos insultos rituales contra lous emplegats, los empleados «siempre a la sombra», un poco a la manera de mi padre, que también estaba separado (y daba muchas muestras de lo que esto le hacía sufrir, como el hecho de que siempre votaba muy a la izquierda) de aquellos campesinos (y de su padre y de su hermano, que seguían en la granja, a los que iba a ayudar todos los años en la época de sus vacaciones) de los que se sentía, sin embargo, muy próximo (lo demostraban los asiduos servicios que, con infinita paciencia, les prestaba) y que eran, por lo menos algunos de ellos, mucho más afortunados que él. (Deben de estar pensando que utilizo un lenguaje muy embrollado, pero, y eso sigue siendo una de esas diferencias indelebles, todas las «historias» de vida no son igualmente fáciles y agradables de contar, en especial, porque el origen social, sobre todo tratándose de alguien que, como yo, ha mostrado la importancia de esta variable, está predispuesto a desempeñar el papel de instrumento y de objetivo de luchas y de polémicas, y a ser utilizado en los sentidos más diferentes, pero, casi siempre, para lo peor…) Convendría analizar también la experiencia, sin duda, profundamente «estructurante», del internado, a través, sobre todo, del descubrimiento de una diferencia social, esta vez en sentido contrario, con los «ciudadanos burgueses», y del corte entre el mundo del internado (Flaubert escribió en algún lugar que quien ha conocido el internado a los doce años conoce más o menos todo sobre la vida), terrible escuela de realismo social, donde todo ya está presente, el oportunismo, el servilismo interesado, la delación, la traición, la denuncia, etcétera, y el mundo de la clase, en el que reinan unos valores diametralmente enfrentados, y sus profesores, que, especialmente las mujeres, proponen un universo de descubrimientos intelectuales y de relaciones humanas que es posible llamar encantadas. Recientemente, he comprendido que mi considerabilísima dedicación a la institución escolar está constituida, sin duda, por esta experiencia dual, y que la profunda rebelión, que jamás me ha abandonado, contra la Escuela tal cual es, procede, sin duda, de la inmensa decepción, inconsolable, que me produce el desfase entre la cara nocturna y detestable y la cara diurna y supremamente respetable de la escuela (lo mismo puede decirse, por transposición, de los intelectuales). Para no sobrecargar indefinidamente el análisis, me gustaría llegar rápidamente a lo que hoy se me presenta, en el estado de mi esfuerzo de reflexividad, como esencial, el hecho de que la coincidencia contradictoria de la admisión en la aristocracia escolar y del origen popular y provinciano (me gustaría decir: particularmente provinciano) ha sido el origen de la constitución de un habitus escindido, generador de todo tipo de contradicciones y de tensiones. No es fácil describir los efectos, es decir, las disposiciones, que esta especie de coincidentia oppositorum ha engendrado. Por una parte, una disposición reacia, especialmente respecto al sistema escolar, alma mater con dos rostros contrastados que, sin duda porque ha sido el objeto de una adhesión religiosamente excesiva, es motivo de una violenta y constante rebelión basada en la añoranza y en la decepción. Y por otro, la altivez y la seguridad, por no decir la arrogancia del «superseleccionado», impelido a vivirse a sí mismo como un milagroso hijo de sus obras, capaz de aceptar todos los desafíos (veo un ejemplo paradigmático de lo que digo en una broma pesada que Heidegger gasta a los kantianos cuando les arrebata uno de los pedestales del racionalismo al descubrir la finitud en el corazón de la estética trascendental). La ambivalencia respecto al mundo universitario y al mundo intelectual que de ahí resulta condena toda mi relación con esos universos a aparecer como incomprensible o desplazada, trátese de la indignación exaltada y reformadora o de la distancia espontánea respecto a las consagraciones escolares (pienso en aquel que se indignaba por la reflexividad crítica de mi lección inaugural, sin ver que era la condición para hacer soportable la experiencia), o también de la lucidez sobre las costumbres y los humores universitarios, que no puede expresarse en unas reflexiones cotidianas o unos libros (Bourdieu, 1984, 1988b) sin pasar por la traición de quien «escupe en la sopa» o, peor aún, revela el secreto. Esta ambivalencia es la causa de una doble distancia en relación con las posiciones enfrentadas, dominantes y dominadas, en el campo. Pienso, por ejemplo, en mi actitud en materia política, que me aleja tanto del aristocraticismo como del populismo, y en la posición reacia que, al margen de cualquier imperativo de la virtud cívica o moral, pero también de cualquier cálculo, me orienta casi siempre a contracorriente, y me lleva a llamarme ostentosamente weberiano, o durkheimiano, en unos momentos, alrededor del 68, en que estaba bien visto ser marxista, o, por el contrario, en la actualidad, entrar en una especie de disidencia bastante solitaria cuando todo el mundo parece considerar más oportuno vincularse al orden social (y «socialista»). Y eso, sin duda, por lo menos en parre, es una reacción contra las tomas de posición de los que siguen las inclinaciones de habitus diferentes del mío y cuyo conformismo oportunista me resulta especialmente antipático cuando adopta la forma de un fariseísmo de la defensa de las buenas causas. ¿Cómo no citar aquí a Bouveresse (con quien mi habitus me lleva a identificarme a menudo…)?: «Musil dice de su protagonista, Ulrich, en El hombre sin atributos, que amaba las matemáticas a causa de toda la gente que no puede soportarlas. A mí me gustó inicialmente la lógica matemática, en parte, por motivos similares, a causa del menosprecio y del miedo que inspira, generalmente, a los filósofos de mi entorno» (Bouveresse, 2001: 198). Pero es, sin duda, en el estilo propio de mi investigación, en la clase de objetivos que me interesan y en la manera personal de abordarlos, donde se encontraría, sin duda, la manifestación más clara de un habitus científico discrepante, producto de una «conciliación de los contrarios» que inclina, tal vez, a «reconciliar los contrarios». Pienso en el hecho de invertir grandes ambiciones teóricas en unos objetos empíricos a menudo muy triviales, la cuestión de las estructuras de la conciencia temporal a propósito de la relación con el futuro de los subproletarios, las cuestiones rituales de la estética, kantiana, especialmente, a propósito de la práctica fotográfica habitual, la cuestión del fetichismo a propósito de la alta costura y del precio de los perfumes, el problema de las clases sociales con motivo de un problema de codificación, demostraciones todas de una manera de hacer ciencia a un tiempo ambiciosa y «modesta». Es posible que el hecho de salir de unas «clases» que suelen ser llamadas «modestas» proporcione en este caso unas virtudes que no enseñan los manuales de metodología, como la ausencia de cualquier menosprecio por las paciencias y las minucias de lo empírico; el gusto por los objetos humildes (pienso en artistas que, como Saytour, rehabilitan los materiales desdeñados, como el linóleo); la indiferencia respecto a las barreras disciplinarias y la jerarquía social de los ámbitos que lleva hacia los objetos menospreciados y que estimula a juntar lo más elevado y lo más bajo, lo más cálido y lo más frío; la disposición antiintelectualista que, intelectualmente cultivada, está en el origen de la práctica comprometida en el trabajo científico (por ejemplo, el papel atribuido a la intuición), y que conduce a una utilización antiescolástica de los conceptos que excluyen tanto la exhibición teoricista como el falso rigor positivista (lo que provoca algunos malentendidos con los «teóricos» y, sobre todo, los metodólogos sin práctica, como los muchos que escriben sobre la noción de habitus); el sentido y el gusto por los saberes y las habilidades tácitas que se utilizan, por ejemplo, en la confección de un cuestionario o de una hoja de codificación. Y todas ellas son, sin duda, las disposiciones antagónicas de un habitus discrepante que me han estimulado a emprender y me han permitido conseguir la peligrosa transición de una disciplina soberana, la filosofía, a una disciplina estigmatizada como la sociología, pero trasladando a esa disciplina inferior las ambiciones asociadas a las alturas de la disciplina originaria al mismo tiempo que las virtudes científicas capaces de realizarlas (Ben-David y Collins, 1997). Contrariamente a lo que exige el imperativo de la Wertfreiheit, la experiencia vinculada al pasado social puede y debe ser movilizada en la investigación, a condición de haber sido sometida previamente a un examen crítico riguroso. La relación con el pasado que permanece presente y actúa en forma de habitus debe ser socioanalizada. Por la anamnesis liberadora que favorece, el socioanálisis permite racionalizar, sin el menor cinismo, las estrategias científicas. Permite comprender el juego en lugar de soportarlo o de sufrirlo e incluso, hasta cierto punto, «sacar de él algunas enseñanzas»; por ejemplo, sacando partido de las revelaciones que puede aportar a cada uno de nosotros la lucidez interesada de nuestros competidores o conduciendo a tomar conciencia de los fundamentos sociales de las afinidades intelectuales. Así es como la sociología de la educación puede desempeñar un papel determinante en lo que Bachelard denominaba «psicoanálisis del espíritu científico», y, sin duda, me he aprovechado enormemente en mi trabajo, y no sólo en el ámbito de la educación, de la lucidez especialísima del que ha permanecido marginado a la vez que accedía a los espacios más centrales del sistema. Pero esta lucidez se alimenta constantemente de sí misma en y mediante un esfuerzo constante por exigir a la sociología los medios para explorar con mayor profundidad el inconsciente social del sociólogo (pienso, por ejemplo, en el análisis de las categorías del entendimiento profesoral). Uno de los fundamentos de esta dimensión de la competencia científica que se denomina habitualmente «intuición» o «imaginación creadora» debe ser buscado, sin duda, en la utilización científica de una experiencia social sometida con anterioridad a la crítica sociológica. Convendría contar aquí con detalle (pero ya lo hice no hace mucho en una intervención titulada «Participant Objectivation»; Bourdieu, en prensa) esa especie de experimentación sobre el trabajo de reflexividad que realicé con motivo de la investigación que llevó al artículo de los años 1960 titulado «Célibat et condition paysanne» (1962); después de tomar conciencia de que utilizaba mi experiencia social primaria para defenderme contra la sociología espontánea de mis informadores cabileños, he querido retornar a la fuente de esa experiencia y tomarla como objeto, y de ese modo he descubierto, a propósito de dos ejemplos, por una parte, la noción de besiat, el vecindario, el conjunto de los vecinos, que algunos etnólogos habían constituido en unidad social, y por otra, a partir de una observación de un informador sobre el interés que se puede sentir por «ser pariente de» («presume mucho de que son parientes desde que su hijo va a la universidad»), que el modelo genealógico y las ideas imperantes en materia de parentesco impiden aprehender en su verdad las estrategias de reproducción mediante las cuales existen los grupos y el propio modo de existencia de esos grupos. En suma, vemos que una experiencia social, sea cual sea, y sobre todo, tal vez, cuando va acompañada de crisis, de conversiones y de reconversiones, puede, siempre que esté dominada por el análisis, dejar de ser una desventaja para convertirse en un ventajoso capital. No me cansaré de repetir que la sociología de la sociología no es una división más de la sociología; que es preciso utilizar la ciencia sociológica adquirida para hacer sociología; que la sociología de la sociología debe acompañar incesantemente la práctica de la sociología. Pero, aunque sea una virtud la toma de conciencia, la vigilancia sociológica no basta. La reflexividad sólo alcanza toda su eficacia cuando se encarna en unos colectivos que la han incorporado hasta el punto de practicarla de modo reflejo. En un grupo de investigación de esta índole, la censura colectiva es muy poderosa, pero es una censura liberadora, que hace pensar en la de un campo idealmente constituido, que liberaría a cada uno de los participantes de los «sesgos» vinculados a su posición y a sus disposiciones. Conclusión Sé que soy asumido y comprendido en el mundo que asumo como objeto. No puedo tomar posición, en tanto que científico, sobre las luchas a favor de la verdad del mundo social sin saber que lo construyo, que la única verdad es que la verdad es el objetivo de luchas tanto en el mundo científico (el campo sociológico) como en el mundo social que ese mundo científico toma como objeto (cada uno de los agentes tiene su visión idiótica del mundo que aspira a imponer, y el insulto, por ejemplo, es una forma de ejercicio salvaje del poder simbólico) y respecto al cual dispone sus luchas de verdad. Al decir eso, y al preconizar la práctica de la reflexividad, soy también consciente de que estoy entregando a los demás unos instrumentos que pueden aplicarme para someterme a la objetivación; pero, al actuar de ese modo, me están dando la razón. Como la verdad del mundo social es el objetivo de unas luchas en el mundo social y en el mundo (sociológico) que está abocado a la producción de la verdad sobre el mundo social, la lucha por la verdad del mundo social carece necesariamente de final, es interminable. (Y la ciencia social jamás llegará al final de su esfuerzo por imponerse como vivencia.) La verdad es la relatividad generalizada de los puntos de vista, dejando a un lado quién los constituye como tales al constituir el espacio de los puntos de vista. No es posible dejar de pensar en una metáfora que ya he mencionado: sacada de Leibniz, consiste en considerar a Dios como el «centro geométrico de todas las perspectivas», el lugar donde se integran y se reconcilian todos los puntos de vista parciales, el punto de vista absoluto desde el cual el mundo se ofrece como espectáculo, un espectáculo unificado y unitario, una visión sin punto de vista, view from nowhere y from everywhere de un Dios sin espacio, que está a la vez en todas partes y en ninguna. Pero el «centro geométrico de todas las perspectivas» no es otra cosa que el campo en el que, como no he dejado de recordar, los puntos de vista antagonistas se enfrentan según unos procedimientos regulados y se integran progresivamente, gracias a la confrontación racional. Es un progreso que el sociólogo concreto, por grande que pueda ser la contribución que aporte a la estructuración y al funcionamiento del campo, debe procurar no olvidar. De la misma manera que tampoco debe olvidar que si, como cualquier otro sabio, se esfuerza por contribuir a la construcción del punto de vista que es el punto de vista de la ciencia, en tanto que agente social está atrapado en el objeto que asume como objeto, y que, por ese motivo, tiene un punto de vista que no coincide ni con el de los demás ni con el punto de vista omnisciente de espectador casi divino que puede alcanzar si satisface las exigencias del campo. Así pues, sabe que la particularidad de las ciencias sociales le obliga a trabajar (como he intentado hacer en el caso del don y del trabajo en las Méditations pascaliennes, 1997) para construir una verdad científica capaz de integrar la visión práctica del agente como punto de vista que se ignora como tal y se realiza en la ilusión de lo absoluto. Pierre Bourdieu: Por qué las ciencias sociales deben ser tomadas como objeto (2001)
El oficio del científico Pierre Bourdieu III: Por qué las ciencias sociales deben ser tomadas como objeto El hecho se conquista contra la ilusion del saber inmediatoLa vigilancia epistemológica se impone particularmente en el caso de las ciencias del hombre, en las que la separación entre la opinión común y el discurso científico es más imprecisa que en otros casos. Aceptando con demasiada facilidad que la preocupación de una reforma política y moral de la sociedad arrastró a los sociólogos del siglo xix a abandonar a menudo la neutralidad científica, y también que la sociología del siglo xx pudo renunciar a las ambiciones de la filosofía social sin precaverse empero de las contaminaciones ideológicas de otro orden, con frecuencia se deja de reconocer, a fin de extraer de ello todas las consecuencias, que la familiaridad con el universo social constituye el obstáculo epistemológico por excelencia para el sociólogo, porque produce continuamente concepciones o sistematizaciones ficticias, al mismo tiempo que sus condiciones de credibilidad. El sociólogo no ha saldado cuentas con la sociología espontánea y debe imponerse una polémica ininterrumpida con las enceguecedoras evidencias que presentan, a bajo precio, las ilusiones del saber inmediato y su riqueza insuperable. Le es igualmente difícil establecer la separación entre la percepción y la ciencia —que, en el caso del físico, se expresa en una acentuada oposición entre el laboratorio y la vida cotidiana— como encontrar en su herencia teórica los instrumentos que le permitan rechazar radicalmente el lenguaje común y las nociones comunes. I-1. Prenociones y técnicas de ruptura Como tienen por función reconciliar a todo precio la conciencia común consigo misma, proponiendo explicaciones, aun contradictorias, de un mismo hecho, las opiniones primeras sobre los hechos sociales se presentan como una colección falsamente sistematizada de juicios de uso alternativo. Estas prenociones, "representaciones esquemáticas y sumarias" que se "forman por la práctica y para ella", como lo observa Durkheim, reciben su evidencia y "autoridad" de las funciones sociales que cumplen [E. Durkheim, texto n? 4]. La influencia de las nociones comunes es tan fuerte que todas las técnicas de objetivación deben ser aplicadas para realizar efectivamente una ruptura, más a menudo anunciada que efectuada. Así los resultados de la medición estadística pueden, por lo menos, tener la virtud negativa de desconcertar las primeras impresiones. De la misma forma, aún no se ha considerado suficientemente la función de ruptura que Durkheim atribuía a la definición previa del objeto como construcción teórica "provisoria" destinada, ante todo, a "sustituir las nociones del sentido común por una primera noción científica" 1 [M. Mauss, texto n" 5], En efecto, en la medida en que el lenguaje común y ciertos usos especializados de las palabras comunes constituyen el principal vehículo de las representaciones comunes de la sociedad, una crítica lógica y lexicológica del lenguaje común surge como el paso previo más indispensable para la elaboración controlada de las nociones científicas [/. H. Goldthorpe et D. Lockwood, texto n? 6}. Como durante la observación y la experimentación el sociólogo establece una relación con su objeto que, en tanto relación social, nunca es de puro conocimiento, los datos se le presentan como configuraciones vivas, singulares y, en una palabra, demasiado humanas, que tienden a imponérsele como estructuras de objeto. Al desmontar las totalidades concretas y evidentes que se presentan a la intuición, para sustituirlas por el conjunto de criterios abstractos que las definen sociológicamente —profesión, ingresos, nivel de educación, etc.—, al proscribir las inducciones espontáneas que, por efecto de halo, predisponen a extender sobre toda una clase los rasgos sobresalientes de los individuos más "típicos" en apariencia, en resumen, al desgarrar la trama de relaciones que se entreteje continuamente en la experiencia, el análisis estadístico contribuye a hacer posible la construcción de relaciones nuevas, capaces, por su carácter insólito, de imponer la búsqueda de relaciones de un orden superior que den razón de éste. Así, el descubrimiento no se reduce nunca a una simple lectura de lo real, aun del más desconcertante, puesto que supone siempre la ruptura con lo real y las configuraciones que éste propone a la percepción. Si se insiste demasiado sobre el papel del azar en el descubrimiento científico, como lo hace Robert K. Merton en su análisis del serendipity, se corre el riesgo de suscitar las representaciones más ingenuas del descubrimiento, resumidas en el paradigma de la manzana de Newton: la captación de un hecho inesperado supone, al menos, la decisión de prestar una atención metódica a lo inesperado, y su propiedad heurística depende de la pertinencia y de la coherencia del sistema de cuestiones que pone en discusión. 2 Es sabido que el acto de descubrir que conduce a la solución de un problema sensorio-motor o abstracto debe romper las relaciones más aparentes, que son las más familiares, para hacer surgir el nuevo sistema de relaciones entre los elementos. En sociología, como en otros campos, "una investigación seria conduce a reunir lo que vulgarmente se separa o a distinguir lo que vulgarmente se confunde". I-2. La ilusión de la transparencia y el principio de la no-conciencia Todas las técnicas de ruptura, crítica lógica de las nociones sometidas a la prueba estadística de las falsas evidencias, impugnación decisoria y metódica de las apariencias, son sin embargo impotentes en tanto la sociología espontánea no es atacada en su propio principio, es decir en la filosofía del conocimiento de lo social y de la acción humana que la sostiene. La sociología no puede constituirse como ciencia efectivamente separada del sentido común sino bajo la condición de oponer a las pretensiones sistemáticas de la sociología espontánea la resistencia organizada de una teoría del conocimiento de lo social cuyos principios contradigan, punto por punto, los supuestos de la filosofía primera de lo social. Sin tal teoría, el sociólogo puede rechazar ostensiblemente las prenociones, construyendo la apariencia de un discurso científico sobre los presupuestos inconscientemente asumidos, a partir de los cuales la sociología espontánea engendra esas prenociones. El artificialismo, representación ilusoria de la génesis de los hechos sociales según la cual el científico podría comprender y explicar estos hechos "mediante el solo esfuerzo de su reflexión personal", descansa, en última instancia, sobre el presupuesto de la ciencia infusa que, arraigado en el sentimiento de familiaridad, funda también la filosofía espontánea del conocimiento del mundo social: la polémica de Durkheim contra el artificialismo, el psicologismo o el moralismo no es sino el revés del postulado según el cual los hechos sociales "tienen una manera de ser constante, una naturaleza que no depende de la arbitrariedad individual y de donde derivan las relaciones necesarias" [£. Durkheim, texto n° 7]. Marx no afirmaba otra cosa cuando sostenía que "en la producción social de su existencia, los hombres traban relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad", y también Weber lo afirmaba cuando proscribía la reducción del sentido cultural de las acciones a las intenciones subjetivas de los actores. Durkheim, que exige del sociólogo que penetre en el mundo social como en un mundo desconocido, reconocía a Marx el mérito de haber roto con la ilusión de la transparencia: "Creemos fecunda la idea de que la vida social debe explicarse, no por la concepción que se hacen los que en ella participan, sino por las causas profundas que escapan a la conciencia" 4 [E. Durkheim, texto rí- £]. Tal convergencia se explica fácilmente: lo que podría denominarse principio de la no-conciencia, concebido como condición sirte qua non de la constitución de la ciencia sociológica, no es sino la reformulación del principio del determinismo metodológico en la lógica de esta ciencia, del cual ninguna ciencia puede renegar sin negarse como tal. 6 Es lo que se oculta cuando se expresa el principio de la no-conciencia en el vocabulario de lo inconsciente, transformándose así un postulado metodológico en tesis antropológica, ya se termine sustantivando la substancia o que se permita la polisemia del término para reconciliar la afición a los misterios de la interioridad con los imperativos del distanciamiento7 [L. Wittgenstein, texto n9 9~\. De hecho, el principio de la no-conciencia no tiene otra función que apartar la ilusión de que la antropología pueda constituirse como ciencia reflexiva y definir, simultáneamente, las condiciones metodológicas en las cuales puede convertirse en ciencia. La acusación de sincretismo que podría provocar la comparación de lextos de Marx, Weber y Durkheim descansaría en la confusión entre la teoría del conocimiento de lo social como condición de posibilidad de un discurso sociológico verdaderamente científico y la teoría del sistema social (sobre este punto véase pp. 15, 16 y pp. 48-50, e infra, G. Bachelard, texto ii'-' 2, pp. 121-124). En caso de que no se nos concediera esta distinción, habría que examinar todavía si la apariencia disparatada no se mantiene porque se permanece fiel a la representación tradicional de una pluralidad de tradiciones teóricas, representación que impugna precisamente el "eclecticismo apacible de la teoría del conocimiento sociológico, rechazando, a partir de la experiencia práctica sociológica, ciertas oposiciones consideradas rituales por otra práctica, la de la enseñanza de la filosofía. Si la sociología espontánea renace instintivamente y bajo disfraces tan diferentes en la sociología científica, es sin duda porque los sociólogos que buscan conciliar el proyecto científico con la afirmación de los derechos de la persona —derecho a la libre actividad y a la clara conciencia de la actividad— o que, sencillamente, evitan someter su práctica a los principios fundamentales de la teoría del conocimiento sociológico, tropiezan inevitablemente con la filosofía ingenua de la acción y de la relación del sujeto con la acción, que obligan a defender, en su sociología espontánea de los sujetos sociales, la verdad vivida de su experiencia de la acción social. La resistencia que provoca la sociología cuando pretende separar la experiencia inmediata de su privilegio gnoseologico se basa en la misma filosofía humanista- de la acción humana de cierta sociología que, empleando conceptos como el de "motivación", por ejemplo, o limitándose por predilección a cuestiones de decision-marking, realiza, a su manera, la ingenua promesa de todo sujeto social: creyendo ser dueño y propietario de sí mismo y de su propia verdad, no queriendo conocer otro determinismo que el de sus propias determinaciones (incluso si las considera inconscientes), el humanismo ingenuo que existe en todo hombre opera como una reducción "sociologista" o "materialista" de todo intento por establecer que el sentido de las acciones más personales y más "transparentes" no pertenecen al sujeto que las ejecuta sino al sistema total de relaciones en las cuales, y por las cuales, se realizan. Las falsas profundidades que promete el vocabulario de las "motivaciones" (notablemente diferenciadas de los simples "motivos") quizá tengan por función salvaguardar a la filosofía de la elección, adornándola de prestigios científicos que se dediquen a la investigación de elecciones inconscientes. La indagación superficial de las fundaciones psicológicas tal como son vividas —"razones" o "satisfacciones"— impide a menudo la investigación de las funciones sociales que las "razones" ocultan y cuyo cumplimiento proporciona, además, las satisfacciones directamente experimentadas.® Contra este método ambiguo que permite el intercambio indefinido de relaciones entre el sentido común y el sentido común científico, hay que establecer un segundo principio de la teoría del conocimiento de lo social que no es otra cosa que la forma positiva del principio de la no-conciencia: las relaciones sociales no podrían reducirse a relaciones entre subjetividades animadas de intenciones o "motivaciones" porque ellas se establecen entre condiciones y posiciones sociales y tienen, al mismo tiempo, más realidad que los sujetos que ligan. Las críticas que Marx efectuaba a Stirner alcanzan a los psicosociólogos y a los sociólogos que reducen las relaciones sociales a la representación que de ellas se hacen los sujetos y creen, en nombre de un artificialismo práctico, que se pueden trasformar las relaciones objetivas trasformando esa representación de los sujetos: "Sancho no quiere que dos individuos estén en «contradicción» uno contra otro, como burgués y proletario [. . . ], querría verlos mantener una relación personal de individuo a individuo. No considera que, en el marco de la división del trabajo, las relaciones personales se convierten necesaria e inevitablemente en relaciones de clase y como tal se cristalizan; así toda su verborragia se reduce a un voto piadoso que quiere cumplir exhortando a los individuos de esas clases a desechar de su espíritu la idea de sus «contradicciones» y de su «privilegio» particular […] . Para destruir la «contradicción» y lo «particular», bastaría cambiar la «opinión» y el «querer»".10 Independientemente de las ideologías de la "participación" y de la "comunicación" a las que respaldan a menudo, las técnicas clásicas de la psicología social conducen, en razón de su epistemología implícita, a privilegiar a las representaciones de los individuos en detrimento de las relaciones objetivas en las cuales están inscriptas y que definen la "satisfacción" o la "insatisfacción" que experimentan, los conflictos que encierran o las expectativas o ambiciones que expresan. El principio de la no-conciencia impone, por el contrario, que se construya ei sistema de relaciones objetivas en el cual los individuos se hallan insertos y que se expresa mucho más adecuadamente en la economía o en la morfología de los grupos que en las opiniones e intenciones declaradas de los sujetos. El principio explicativo del funcionamiento de una organización está muy lejos de que lo suministre la descripción de las actitudes, las opiniones y aspiraciones individuales; en rigor, es la captación de la lógica objetiva de la organización lo que proporciona el principio capaz de explicar, precisamente, aquellas actitudes, opiniones y aspiraciones.11 Este objetivismo provisorio que es la condición de la captación de la verdad objetivada de los sujetos, es también la condición de la comprensión total de la relación vivida que los sujetos mantienen con su verdad objetivada en un sistema de relaciones objetivas. I-3. Naturaleza y cultura: substancia y sistema de relaciones Si el principio de la no-conciencia no es sino el revés del referido al ámbito de relaciones, este último debe conducir al rechazo de todos los intentos por definir la verdad de un fenómeno cultural independientemente del sistema de relaciones históricas y sociales del cual es parte. Tantas veces condenado, el concepto de naturaleza humana, la más sencilla y natural de todas las naturalezas, subsiste sin embargo bajo la especie de conceptos que son moneda corriente, por ejemplo, las "tendencias" o las "propensiones" de ciertos economistas, las "motivaciones" de la psicología social o las "necesidades" y los "pre-requisitos" del análisis funcionalista. 1 a filosofía esencialista, que es la base de la noción de naturaleza, todavía se practica en cierto uso ingenuo de los criterios de análisis como el sexo, la edad, la raza o las aptitudes intelectuales, al considerarse esas características como datos naturales, necesarios y eternos, cuya eficacia podría ser captada independientemente de las condiciones históricas y sociales que los constituyen en su especificidad, por una sociedad dada y en un tiempo determinado. De hecho, el concepto de naturaleza humana está presente cada vez que se trasgrede el precepto de Marx que prohíbe eternizar en la naturaleza el producto de la historia, o el precepto de Durkheim que exige que lo social sea explicado por lo social y sólo por lo social [K. Marx, texto n912; Durkheim, texto n9 13]. I -a fórmula de Durkheim conserva todo su valor pero a condición de que exprese no la reivindicación de un "objeto real", efectivamente distinto del de las otras ciencias del hombre, ni la pretensión sociologista de querer explicar sociológicamente todos los aspectos de la realidad humana, sino la fuerza de la decisión metodológica de no renunciar anticipadamente al derecho de la explicación sociológica o, en otros términos, no recurrir a un principio de explicación tomado de otras ciencias, ya se trate de la biología o de la psicología, en tanto que la eficacia de los métodos de explicación propiamente sociológicos no haya sido completamente agotada. Además de que, al recurrir a factores que son por definición transhistóricos y transculturales, se corre el riesgo de dar por explicado precisamente lo que hay que explicar, se condena, en el mejor de los casos, a dar cuenta solamente de las semejanzas de las instituciones, dejando escapar, como dice Lévi Strauss, aquello que determina su especificidad histórica o su originalidad cultural: "Una disciplina cuyo primer objetivo, si no el único, es analizar e interpretar las diferencias evita toda dificultad al tener en cuenta nada más que las semejanzas. Pero, al mismo tiempo, pierde toda capacidad para distinguir lo general, a lo cual aspira, de lo vulgar con lo que se contenta" 13 [Max Weber, texto n9 14]. Pero no basta que las características atribuidas al hombre social en su universalidad se presenten como "residuos" o invariantes descubiertas por el análisis de las sociedades concretas para que sea decisivamente descartada esta filosofía esencialista que debe la mayor parte de su seducción al esquema de pensamiento según el cual "no hay nada nuevo bajo el sol": de Pareto a Ludwig von Mises no faltan análisis, aparentemente históricos, que se limitan a señalar con un nombre sociológico principios explicativos tan poco sociológicos como la "tendencia a crear asociaciones", "la necesidad de manifestar sentimientos por actos exteriores", el resentimiento, la búsqueda de prestigio, la insaciabilidad de la necesidad o la libido dominandi,14 No se comprendería que los sociólogos puedan con tanta frecuencia renegar de su condición de tales proponiendo, sin otra razón, explicaciones que no deberían utilizar sino como último recurso, si no fuera que la tentación de la explicación por las opiniones declaradas no se encontrara reforzada por la seducción genérica de la explicación por lo simple, denunciada incansablemente por Bachelard por su "ineficacia epistemológica". I-4. La sociología espontánea y los poderes del lenguaje Si la sociología es una ciencia como las otras que sólo tropieza con una dificultad particular en ser como ellas, es, fundamentalmente, en razón de la especial relación que se establece entre la experiencia científica y la experiencia ingenua del mundo social y entre las expresiones ingenua y científica de las mismas. En efecto, no basta con denunciar la ilusión de la transparencia y poseer los principios capaces de romper con los supuestos de la sociología espontánea para terminar con las construcciones ilusorias que plantea. "Herencia de las palabras, herencia de las ideas", según la sentencia de Brunschvicg, el lenguaje común que, en tanto tal, pasa inadvertido, encierra en su vocabulario y sintaxis toda una filosofía petrificada de lo social siempre dispuesta a resurgir en palabras comunes o expresiones complejas construidas con palabras comunes que el sociólogo utiliza inevitablemente. Cuando se presentan ocultas bajo las apariencias de una elaboración científica, las prenociones pueden abrirse camino en el discurso sociológico sin perder por ello la credibilidad que les otorga su origen: las precauciones contra el contagio de la sociología por la sociología espontánea no serían más que exorcismos verbales si no se acompañaran de un esfuerzo por proporcionar a la vigilancia epistemológica las armas indispensables para evitar el contagio de las nociones por las prenociones. En la medida en que es a menudo prematuro, el deseo de desechar la lengua común sustituyéndola pura y simplemente por una lengua perfecta, en cuanto esté totalmente construida y formalizada, corre el peligro de remplazar al análisis, más urgente, de la lógica del lenguaje común: sólo este análisis puede dar al sociólogo el medio de redefinir las palabras comunes dentro de un sistema de nociones expresamente definidas y metódicamente depuradas, sometiendo a la crítica las categorías, los problemas y esquemas que la lengua científica toma de la lengua común y que siempre amenazan con volver a introducirse bajo los disfraces de la lengua científica más formalizada. "El estudio del empleo lógico de una palabra —escribe Wittgenstein— nos permite escapar de la influencia de ciertas expresiones tipo [. . . ]. Estos análisis buscan apartarnos de los prejuicios que nos incitan a creer que los hechos deben estar de acuerdo con ciertas imágenes que afloran en nuestra lengua." 15 Por no someter el lenguaje común, primer instrumento de la "construcción del mundo de los objetos",16 a una crítica metódica, se está predispuesto a tomar por datos, objetos preconstruidos en y por la lengua común. La preocupación por la definición rigurosa es inútil, e incluso engañosa, si el principio unificador de los objetos sujetos a definición no se sometió a la crítica.17 Como los filósofos que se lanzan a la búsqueda de una definición esencial del "juego", con el pretexto de que la lengua común tiene un único sentido común para "los juegos infantiles, los juegos olímpicos, los juegos matemáticos o los juegos de palabras", los sociólogos que organizan su problemática científica en torno de términos pura y simplemente tomados del vocabulario familiar, se someten al lenguaje de sus objetos creyendo no tener en cuenta sino el "dato". Las demarcaciones que efectúa el vocabulario común no son las únicas preconstrucciones inconscientes e incontroladas que se insinúan en el discurso sociológico, y esa técnica de ruptura que es la crítica lógica de la sociología espontánea, encontraría, sin duda, un instrumento irremplazable en la nosografía del lenguaje común que se presenta, por lo menos como esbozo, en la obra de Wittgenstein [M. Chastaing, texto n" Í5].18 Tal crítica daría al sociólogo el medio de disipar el halo semántico (fringe of meaning, como dice Williams James) que rodea a las palabras más comunes y controlar las significaciones dudosas de todas las metáforas, aun las que aparentan estar muertas, que corren el peligro de situar la coherencia de su discurso en otro orden distinto del que pretenden inscribir sus formulaciones. Sea que alguna de esas imágenes puedan ser clasificadas según el orden, biológico o mecánico, al cual remiten, o según las filosofías implícitas de lo social que sugieren: equilibrio, presión, fuerza, tensión, reflejo, raíz, cuerpo, célula, secreción, crecimiento, regulación, gestación, decaimiento, etc., esos esquemas de interpretación, tomados a menudo del orden físico o biológico, corren el riesgo de transmitir, con el pretexto de la metáfora y de la homonimia, una filosofía inadecuada de la vida social y, sobre todo, de desalentar la búsqueda de la explicación específica proporcionando sin mayores esfuerzos una apariencia de explicación 19 [G. Canguilhem, texto n° 16~\. Así, un psicoanálisis del espíritu sociológico podría, sin duda, encontrar en numerosas descripciones del proceso revolucionario, como explosión que sucede a la opresión, un esquema mecánico, apenas traspuesto. Asimismo, los estudios de difusión cultural recurren, a menudo más inconsciente que conscientemente, al modelo de la mancha de aceite para intentar explicar la extensión y el ritmo de dispersión de un rasgo cultural. Esto sería contribuir a la purificación del espíritu científico más que a analizar concretamente la lógica y las funciones de los esquemas como el de "cambio de escala", por el cual se permite transferir al nivel de la sociedad global o mundial observaciones o enunciados válidos sólo en el nivel de grupos pequeños; como el de la "manipulación" o del "complot" que, descansando en definitiva sobre la ilusión de la transparencia, tiene la falsa profundidad de una explicación oculta y proporciona las satisfacciones afectivas de la denuncia de las criptocracias, o incluso el de la "acción a distancia" que obliga a pensar en la acción de los medios modernos de comunicación según las categorías del pensamiento mágico.20 Como se ve, la mayor parte de estos esquemas metafóricos son comunes a las palabras ingenuas y al discurso científico; de hecho aquéllos deben a esta doble pertenencia su eficacia seudoexplicativa. Como dice Yvon Belaval, "si nos convencen, es porque nos hacen dudan y oscilar, sin que lo sepamos, entre la imagen y el pensamiento, entre lo concreto y lo abstracto. Aliado de la imaginación, el lenguaje trasplanta subrepticiamente la verdad de la evidencia sensible a la verdad de la evidencia lógica".21 Ocultando su origen común bajo el ornato de la jerga científica, esos esquemas mixtos evaden la refutación, ya sea porque proponen de inmediato una explicación global y evocan experiencias cotidianas (el concepto de "sociedad de masas" que puede, por ejemplo, encontrar su paralelo en la experiencia de los embotellamientos de París y el término "mutación" que refleja a menudo sólo la vulgar experiencia de lo insólito), ya sea porque remiten a una filosofía espontánea de la historia, como el esquema del retorno cíclico, cuando considera sólo la sucesión de las estaciones, o como el esquema funcionalista cuando no tiene otro contenido que el "es estudiado por" del finalismo ingenuo, o bien porque tropiezan con esquemas científicos ya vulgarizados, como el de la comprensión del sociograma que reproduce, por ejemplo, la imagen oculta de los átomos encadenados. Duhem señalaba a propósito de la física que el científico se expone siempre a hallar en las evidencias del sentido común residuos de teorías anteriores que la ciencia ya ha abandonado; dado que todo predispone a que los conceptos y teorías sociológicas pasen al dominio público, el sociólogo corre el riesgo, más que cualquier otro científico, de "retomar del fondo de conocimientos comunes, para volcarlos en la ciencia teórica, los elementos que ésta ya había depositado en ellos".22 Sin duda que el rigor científico no impone que se renuncie a todos los esquemas analógicos de explicación o de comprensión como lo confirman el uso que la física moderna hace de los paradigmas —incluso mecánicos— con fines pedagógicos o heurísticos, pero es preciso usarlos científica y metódicamente. Así como las ciencias físicas debieron romper categóricamente con las representaciones animistas de la materia, y de la acción sobre ella, las ciencias sociales deben efectuar la "ruptura epistemológica" que diferencie la interpretación científica del funcionamiento social de aquellas artificialistas o antropomórficas: sólo a condición de someter a la experiencia de la explicitación total23 los esquemas utilizados por la explicación sociológica es como se evitará el contagio al que están expuestos los esquemas más depurados, cada vez que presenten una afinidad estructural con los esquemas comunes. Bachelard demuestra que la máquina de coser se inventó sólo cuando se dejó de imitar los movimientos de la costurera: la sociología obtendría sin dudas sus mejores frutos de una adecuada representación de la epistemología de las ciencias de la naturaleza si se atuviera a verificar en cada momento que construye verdaderamente máquinas de coser, en lugar de transplantar penosamente los movimientos espontáneos de la práctica ingenua. 1-5. La tentación de profetismo Actualmente la sociología tiende a mantener con el público, nunca circunscripto al grupo de pares, una relación opaca que siempre corre el riesgo de encontrar su lógica en la relación entre el autor exitoso y su público, o incluso a veces entre el profeta y su auditorio, ello en razón de que tiene más dificultades que cualquier otra ciencia en desprenderse de la ilusión de la transparencia y realizar irreversiblemente la ruptura con las prenociones y porque a menudo se le asigna, volen nolens, la tarea de responder a los interrogantes últimos sobre el porvenir de la civilización. El sociólogo está expuesto, mucho más que cualquiera de los otros especialistas, al veredicto ambiguo y ambivalente de los no especialistas que se creen autorizados a dar crédito a los análisis propuestos, no obstante éstos descubran los supuestos de su sociología espontánea, pero que por eso mismo son inducidos a impugnar la validez de una ciencia que no aprueban sino en la medida en que se repita en el buen sentido. De hecho, cuando el sociólogo se hace cargo de los objetos de reflexión del sentido común y de la reflexión común sobre esos objetos, no tiene nada que oponer a la certeza común del derecho que tiene todo hombre de hablar de todo lo que es humano y juzgar todo discurso, incluso científico, sobre lo que es humano. ¿Cómo no sentirse un poco sociólogo cuando los análisis del "sociólogo" concuerdan perfectamente con las palabras de la charla cotidiana y el discurso del analista y las palabras analizadas están separadas nada más que por la frágil barrera de las comillas? 24 No es casualidad si la bandera del "humanismo", bajo la cual se reúnen quienes creen que basta ser humano para ser sociólogo y los que llegan a la sociología para satisfacer una pasión demasiado humana de lo "humano", se utiliza como punto de concentración de todas las resistencias contra la sociología objetiva, apoyándose en la ilusión de la reflexividad o en la afirmación de los imprescriptibles derechos del hombre libre y creador. El sociólogo que comulga con su objeto no está nunca exento de ceder a la complacencia cómplice de las expectativas escatológicas que el público tiende a transferir hoy sobre las "ciencias humanas", y que sería mucho mejor llamar ciencias del hombre. En tanto acepta determinar su objeto y las funciones de su discurso de acuerdo con los requerimientos de su público, y presenta a la antropología como un sistema de respuestas totales a los interrogantes últimos sobre el hombre y su destino, el sociólogo se vuelve profeta, aun si el estilo y la temática de su mensaje varían según que —como "pequeño profeta acreditado por el estado"— responda, cual si fuera dueño de la sabiduría, a las inquietudes de la salvación intelectual, cultural o política de un auditorio de estudiantes o que, practicando la política teórica que Wright Mills concede a los "estadistas" de la ciencia, se esfuerce en unificar al pequeño reino de conceptos sobre los cuales y por los cuales cree reinar o, más aun, que, como pequeño profeta marginal, contribuya a forjar en el público en general la ilusión de acceder a los últimos secretos de las ciencias del hombre [Max Weber, B. M. fíerger, textos nos• 11 y /£]. El lenguaje sociológico que, incluso en sus usos más controlados, recurre siempre a palabras del léxico común tomadas en una acepción rigurosa y sistemática, y que, por este hecho, se vuelve equívoco en cuanto deja de dirigirse sólo a los especialistas, se presta, más que cualquier otro, a utilizaciones falsas: los juegos de la polisemia, permitidos por la secreta afinidad de los conceptos más depurados con los esquemas comunes, contribuyen al doble significado y a los malentendidos que aseguran, al doble juego profético, sus auditorios múltiples y a veces contradictorios. Si, como dice Bachelard, "todo químico debe luchar contra el alquimista que tiene dentro", todo sociólogo debe ahogar en sí mismo el profeta social que el público le pide encarnar. La elaboración, aparentemente científica, de las evidencias que son las que mejor construidas están para encontrar un público porque son evidencias públicas, y la utilización de una lengua de múltiples registros que yuxtapone las palabras comunes y las técnicas destinadas a servirles de garantía, proporciona al sociólogo su mejor disfraz cuando cree, a pesar de todo, desalentar a aquellos cuyas expectativas satisface dando una grandiosa orquestación a sus temas favoritos y ofreciéndoles un discurso cuya apariencia de esoterismo refleja en realidad las funciones esotéricas de una empresa profética. La sociología profética opera, por supuesto, con la lógica, según la cual el sentido común construye sus explicaciones cuando se contenta con sistematizar falsamente las respuestas que la sociología espontánea da a los problemas existenciales que la experiencia común encuentra en un orden disperso: de todas las explicaciones sencillas, las explicaciones por lo sencillo y por la gente sencilla son las más frecuentemente esgrimidas por los sociólogos proféticos que ven en fenómenos tan familiares como la televisión el principio explicativo de los "cambios mundiales". "Toda verdad •—decía Nietzsche— es sencilla: ¿no es esto una doble mentira? Relacionar algo desconocido con algo conocido alivia, tranquiliza el espíritu y además da cierta sensación de poder. Primer principio: una explicación cualquiera es preferible a una falta de explicación. Como en rigor, de lo que se trata es de deshacerse de las representaciones angustiosas, no nos exigimos demasiado para hallar medios de alcanzarla: la primera representación por la cual lo desconocido se declara conocido hace tanto bien que se la tiene por verdadera." Que este recurso a las explicaciones por lo sencillo tenga por función tranquilizar o inquietar, que haga uso de los paralelismos a la manera pars pro toto, de sistematizaciones por alusión o elipsis o de los poderes de la analogía espontánea, es porque el resorte explicativo reside siempre en sus profundas afinidades con la sociología espontánea. Ya lo decía Marx: "Semejantes frases literarias, que, con arreglo a una analogía cualquiera clasifican todo dentro de todo, pueden hasta parecer ingeniosas cuando son dichas por primera vez, y tanto más cuanto más identifiquen cosas contradictorias entre sí. Repetidas, e incluso con presunción, como apotegmas de valor científico, son tout bonnement (llanamente) necias. Sólo buenas para Cándidos literatos y charlatanes visionarios, que enchastran todas las ciencias con su empalagosa mierda.". 1-6. Teoría y tradición teórica Al colocar su epistemología bajo el signo del "¿por qué no?" y la historia de la razón científica bajo el de la discontinuidad o, mejor, de la ruptura continuada, Bachelard niega a la ciencia la seguridad del saber definitivo para recordarle que no puede progresar si no es cuestionando constantemente los principios mismos de sus propias construcciones. Pero para que una experiencia como la de Michelson y Morley pueda desembocar en un cuestionamiento radical de los postulados fundamentales de la teoría, tiene que existir una teoría capaz de provocar tal experiencia y dar lugar a un desacuerdo tan sutil como el que hace surgir esta experiencia. La situación de la sociología no es tan favorable a esas proezas teóricas que, llevando la negación en el corazón mismo de una teoría científica aparentemente acabada, hicieron posibles las geometrías no-euclidianas o la física no-newtoniana; el sociólogo está limitado a los oscuros esfuerzos que exigen las rupturas siempre repetidas y a las incitaciones del sentido común, ingenuo o científico: en efecto, cuando se vuelve hacia el pasado teórico de su disciplina, se enfrenta no con una teoría científica constituida sino con una tradición. Tal situación contribuye a dividir en dos el campo epistemológico, manteniendo ambos una relación contrapuesta con una misma representación de la teoría: igualmente incapaces de oponer a la imagen tradicional de la teoría otra que sea propiamente científica o, por lo menos, una teoría científica de la teoría científica, unos se lanzan a cuerpo descubierto a una práctica que busca encontrar en sí misma su propio fundamento teórico, otros siguen manteniendo con la tradición la típica relación que las comunidades de literatos están acostumbrados a conservar con un corpus en que los principios que se proclaman disimulan los supuestos tanto más inconscientes cuanto más esenciales son y en que la coherencia semántica o lógica pueden no ser otra cosa que la expresión manifiesta de la última selección basada en una filosofía del hombre y de la historia más bien que en una axiomática conscientemente construida. Los que se afanan en hacer el compendio de las contribuciones teóricas heredadas de los "padres fundadores" de la sociología, ¿rio acometen una empresa análoga a la de los teólogos o canonistas de la Edad Media, que reunían en sus enormes Summas el conjunto de los argumentos y asuntos legados por las "autoridades", textos canónicos o Padres de la Iglesia? 26 Los "teóricos" contemporáneos de la sociología estarían indudablemente de acuerdo con Whitehead en que "una ciencia debe olvidar a sus fundadores"; esas síntesis difieren menos de lo que parece de las compilaciones medievales: el imperativo de la "acumulación", al que manifiestamente se consagran, ¿es otra cosa, a menudo, que la reinterpretación, con referencia a otra tradición intelectual, del imperativo escolástico de la conciliación de los contrarios? Como lo señala E. Panofsky, los escolásticos "no podían dejar de advertir que las autoridades, y aun los diferentes pasajes de la Biblia, estaban frecuentemente en contradicción. No les quedaba otra cosa, entonces, que admitirlas a pesar de todo e interpretarlas y reinterpretarlas sin cesar hasta que estuviesen reconciliadas. Pues esto es lo que hacen los teólogos desde siempre".27 Tal es, en esencia, la lógica de una "teoría" que, como la de Talcott Parsons, no es más que la reelaboración indefinida de los elementos teóricos artificialmente extraídos de un cuerpo escogido de autoridades,28 o bien la lógica de un corpus doctrinal, como la obra de Georges Gurvitch, que presenta, tanto en su tópica como en su procedimiento, todos los rasgos de las recolecciones canonistas medievales; vastas confrontaciones de autoridades contradictorias coronadas por las concordantiae violentes de las síntesis finales.24 Nada se opone más totalmente a la razón arquitectónica de las grandes teorías sociológicas, que abarcan todas las teorías, todas las críticas teóricas e incluso todas los empirias, como la razón polémica, la que "por sus dialécticas y sus criticas" condujo a las teorías modernas de la física; y en consecuencia, todo separa el "sobre-objeto", "resultado de una objetividad que no conserva del objeto sino lo que ha criticado", del sub-objeto, nacido de las concesiones y compromisos en virtud de los cuales surgen los grandes imperios de las teorías con pretensiones universalistas [G. Bachelard, texto n9 19]. Dado que la naturaleza de las obras que la comunidad de sociólogos reconoce como teóricas y sobre todo la forma de relación n esas teorías que favorece la lógica de su transmisión (frecuentemente inseparable de la lógica de su producción), la ruptura con las teorías tradicionales y la típica relación con las mismas, no <-s más que un caso particular de la ruptura con la sociología espontánea: en efecto, cada sociólogo debe tener en cuenta los supuestos científicos que amenazan con imponerle sus problemáticas, sus temáticas, y sus esquemas de pensamiento. Así, por ejemplo, hay problemas que los sociólogos omiten plantear porque la tradición profesional no los reconoce dignos de ser tenidos en cuenta, no ofrece los instrumentos conceptuales o las técnicas que permitirían tratarlos canónicamente; inversamente, hay problemas que se exigen plantear porque ocupan un lugar destacado en la jerarquía • oíisagrada de los temas de investigación. Asimismo, no hay denuncia ritual de las prenociones comunes que no termine rebajándose a una muy bien hecha prenoción escolar para desplazar del cuestionamiento las prenociones científicas. Si es preciso emplear contra la teoría tradicional las mismas firmas que contra la sociología espontánea, es porque las construcciones más complejas toman de la lógica del sentido común 110 sólo sus esquemas de pensamiento sino también su proyecto fundamental: como en efecto lo señala Bachelard, no han efectuado la "ruptura", que caracteriza "al verdadero espíritu científico moderno", con "la simple idea de orden y clasificación", (Cuando Whitehead señala que la lógica clasificatoria, que se sitúa a mitad de camino entre la descripción del objeto concreto y la explicación sistemática que proporciona la teoría acabada, procede siempre de una "abstracción incompleta",30 caracteriza correctamente las teorías de la acción social de aspiraciones universales <jue, como la de Parsons, no consiguen presentar las apariencias de generalidad y exhaustividad sino en la medida que utilizan esquemas "abstractos-concretos" totalmente análogos en su empleo y funcionamiento a los géneros y especies de una clasificación aristotélica. Y Robert K. Merton, con su teoría de la "teoría del alcance intermedio", puede renunciar a las ambiciones, insostenibles en la actualidad, de una teoría general del sistema social, sin por ello cuestionar los supuestos lógicos de esas empresas de clasificación y esclarecimiento conceptual basadas en fines más bien pedagógicos que científicos: el proceso de cruzamiento —de elevado título: "substrucción del espacio de atributos"— es sin duda tan frecuente en la sociología universitaria (piénsese en la tipología mertoniana de la anomia o en las diversas tipologías de múltiples dimensiones de la sociología de Gurvitch) que hace posible la interfecundación indefinida de gran parte de la descendencia de los conceptos escolares. Querer sumar todos los conceptos heredados por la tradición y todas las teorías consagradas, o pretender resumir todo lo que existe en una suerte de casuística de lo real a costa de esos ejercicios didácticos de taxonomía universal que, como dice Jevons, son características de la edad aristotélica de la ciencia social, "están condenadas a derrumbarse en cuanto aparecen las similitudes ocultas que encubren los fenómenos",31 es desconocer que la verdadera acumulación supone rupturas, que el progreso teórico implica la integración de nuevos datos a costa de un enjuiciamiento crítico de los fundamentos de la teoría que aquéllos ponen a prueba. En otros términos, si es cierto que toda teoría científica se atiene a lo dado como a un código históricamente constituido y provisorio que se erige para una época en el principio soberano de una distinción inequívoca entre lo verdadero y lo falso, la historia'de una ciencia es siempre discontinua porque el refinamiento de la clave de desciframiento no continúa nunca hasta el infinito sino que concluye siempre en la sustitución pura y simple de una clave por otra. 1-7. Teoría del conocimiento sociológico y teoría del sistema social Una teoría no es ni el más grande común denominador de todas las grandes teorías del pasado ni, a fortiori, esa parte del discurso sociológico que se opone a la empiria escapando pura y sencillamente al control experimental; ya no es más la galería de las teorías canónicas en que éstas se reducen a la historia de la teoría, ni un sistema de conceptos que, al no reconocer otro criterio de cientificidad que el de la coherencia semántica, se refiere a sí mismo en lugar de medirse en los hechos, ni tampoco esa suma de pequeños hechos verdaderos o de relaciones demostradas acá y allá por unos u otros de modo disperso, que no es otra cosa que la reinterpretación positivista del ideal tradicional de la Summa sociológica. 32 La representación tradicional de la teoría y la representación positivista, que no asigna a la teoría otra función que la de representar tan completa, sencilla y exactamente como sea posible un conjunto de leyes experimentales, tienen en común el despojar a la teoría de su función primordial, que es la de asegurar la ruptura epistemológica y concluir en el principio que explique las contradicciones, incoherencias o lagunas y que sólo él hace surgir en el sistema de leyes establecido. Pero las precauciones contra la renuncia teórica del empirismo no podrían sin embargo legitimar la intimación terrorista de los teóricos que, al excluir la posibilidad de teorías regionales, ahogan la investigación en la alternativa tipo todo o nada, del hiperempirismo puntillista o de la teoría universal y general del sistema social. Bajo la invocación de la urgencia de una teoría sociológica se confunden, en efecto, la insostenible exigencia de una teoría universal y general de las formaciones sociales con la inexorable demanda de una teoría del conocimiento sociológico. Hay que disipar esta confusión que las doctrinas sociológicas del siglo xix fomentan, para reconocer la convergencia, evitando caer en el eclecticismo o el sincretismo de la tradición teórica, de los principios fundamentales que determinan la teoría del conocimiento sociológico de las grandes teorías clásicas como el fundamento de teorías parciales, limitadas a un orden definido de hechos. En las primeras frases de su introducción a los Cambridge Ecotmmic Handbooks, Keynes escribía: "La teoría económica no proporciona un cuerpo de conclusiones establecidas y de inmediato aplicables. Es un método más que una doctrina, un instrumento de la mente, una técnica de pensamiento que ayuda a quien esté dispuesto a sacar conclusiones correctas". La teoría del conocimiento sociológico, como sistema de normas que regulan la producción de todos los actos y de todos los discursos sociológicos posibles, y sólo de éstos, es el principio generador de las diferentes teorías parciales de lo social (ya se trate, por ejemplo, de la teoría de los intercambios matrimoniales o de la teoría unitaria de la difusión cultural), y por ello el principio unificador del discurso propiamente sociológico que hay que cuidarse de confundir con una teoría unitaria de lo social.33 Como lo señala Michael Polanyi, "si se considera a la ciencia de la naturaleza como un conocimiento de cosas y se diferencia la ciencia del conocimiento de la ciencia, es decir la metaciencia, se desemboca en la distinción de tres niveles lógicos: los objetos de la ciencia, la ciencia misma y la metaciencia, que incluye la lógica y la epistemología de la ciencia".34 Confundir la teoría del conocimiento sociológico que es del orden de la metaciencia, con las teorías parciales de lo social que implican a los principios de la metaciencia sociológica en la organización sistemática de un conjunto de relaciones y de principios explicativos de esas relaciones, es condenarse, ya sea a la renuncia a hacer ciencia, esperando una teoría de la metaciencia que remplace a la ciencia, ya sea a considerar una síntesis necesariamente vacía de teorías generales (o incluso de teorías parciales) de lo social por metaciencia, que es la condición de todo conocimiento científico posible. El oficio del sociólogo (1968)
Pierre Bourdieu Primera parte La ruptura I. El hecho se conquista contra la ilusion del saber inmediato Introducción"El método —escribe Auguste Comte— no es susceptible de ser estudiado separadamente de las investigaciones en que se lo emplea; o, por lo menos, sería éste un estudio muerto, incapaz de fecundar el espíritu que a él se consagre. Todo lo que pueda decirse de real, cuando se lo encara abstractamente, se reduce a generalidades tan vagas que no podrían tener influencia alguna sobre el régimen intelectual. Cuando se ha establecido, como tesis lógica, que todos nuestros conocimientos deben fundarse sobre la observación, que debe procederse de los principios hacia los hechos y de los hechos hacia los principios, además de algunos otros aforismos similares, se conoce mucho menos netamente el método que a quien estudia, de modo poco profundo, una sola ciencia positiva, aun sin intención filosófica. Por haber desconocido este dato esencial, nuestros psicólogos se inclinan a considerar a sus ensueños como ciencia, cuando creen comprender el método positivo por haber leído los preceptos de Bacon o el Discurso de Descartes. Ignoro si, más tarde, será posible seguir a priori un verdadero curso de método del todo independiente del estudio filosófico de las ciencias; pero estoy convencido de que ello es imposible hoy, puesto que los grandes procedimientos lógicos no pueden aún ser explicados, con suficiente precisión, por separado de sus aplicaciones. Me atrevo a agregar además que, aun cuando una empresa de este tipo pueda ser realizada —lo que, en efecto es concebible—, sólo por el estudio de las aplicaciones regulares de los procedimientos científicos podrá lograrse un buen sistema de hábitos intelectuales, hecho que es, sin embargo, objetivo esencial del método."1. 1. A. Comte, Cours de philosophie positive, t. i, Bachelier, París, 1830 (citado según la edición Garnier, 1926, pp. 71-72). Podría señalarse, con Canguilhem, que no es fácil superar la seducción del vocabulario que "nos conduce sin cesar a concebir el método como susceptible de ser separado de las investigaciones en que es puesto en práctica: [A. Comte] "enseña en la primera lección del Curso de filosofía positiva que «el método no es susceptible de ser estudiado por separado de las investigaciones en que es empleador-, ello sobrentiende que el empleo de un método supone ante todo su posesión" (G. Canguilhem, Théorie el technique de Vexperimentation chez Claude Bernard, Colloque du centenaire de la publication de L'Introduction à l'étude de la médecine expérimentale, Masson, Paris, 1967, p. 24). Nada habría que agregar a este texto que, al negarse a disociar el método de la práctica, de entrada rechaza todos los discursos del método, si no existiera ya todo un discurso acerca del método que, ante la ausencia de una oposición de peso, amenaza imponer a los investigadores una imagen desdoblada del trabajo científico. Profetas que se ensañan con la impureza original de la empiria'—de quienes no se sabe si consideran las mezquindades de la rutina científica como atentatorias a la dignidad del objeto que ellos piensan les corresponde o del sujeto científico que pretenden encarnar— o sumos sacerdotes del método que todos los investigadores observarían voluntariamente, mientras vivan, sobre los estrados del catecismo metodológico, quienes disertan sobre el arte de ser sociólogo o el modo científico de hacer ciencia sociológica a menudo tienen en común la disociación del método o la teoría respecto.de las operaciones de investigación, cuando no disocian la teoría del método o la teoría de la teoría. Surgido de la experiencia de investigación y de sus dificultades cotidianas, nuestro propósito explícita, en función de las necesidades de esta causa, un "sistema de costumbres intelectuales": se dirige a quienes, "embarcados" en la práctica de la sociología empírica, sin necesidad alguna de que se les recuerde la necesidad de la medición y de su aparato teórico y técnico, están de acuerdo totalmente con nosotros sobre aquello acerca de lo cual estamos de acuerdo porque va de suyo: la necesidad, por ejemplo, de no descuidar ninguno de los instrumentos conceptuales o técnicos que dan todo el rigor y la fuerza a la verificación experimental. Sólo quienes no tienen o no quieren hacer la experiencia de investigación podrán ver, en esta obra que apunta a problematizar la práctica sociológica, un cuestionamiento de la sociología empírica. Si bien es cierto que la enseñanza de la investigación requiere, de parte de quienes la conciben como de los que la reciben, una referencia directa y constante a la experiencia en primera persona de la práctica, "la metodología de moda que multiplica los programas de investigaciones refinadas pero hipotéticas, las consideraciones críticas de investigaciones realizadas por otros [ . . . ] o los veredictos metodológicos",3 no podría remplazar una reflexión sobre la relación justa con las técnicas y un esfuerzo, aún azaroso, por trasmitir principios que no pueden presentarse como simples verdades de principio porque son el principio de la investigación de verdades. Si bien es cierto, además, que los métodos se distinguen de las técnicas, por lo menos en que éstos son "lo suficientemente generales como para tener valor en todas las ciencias o en un sector importante de ellas",4 esta reflexión sobre el método debe también asumir el riesgo de rever los análisis más clásicos de la epistemología de las ciencias de la naturaleza; pero quizá sea necesario que los sociólogos se pongan de acuerdo sobre principios elementales que aparecen como evidentes para los especialistas en ciencias de la naturaleza o en filosofía de las ciencias, para salir de la anarquía conceptual a la que están condenados por su indiferencia ante la reflexión epistemológica. En realidad, el esfuerzo por examinar una ciencia en particular a través de los principios generales proporcionados por el saber epistemológico se justifica y se impone especialmente en el caso de la sociología: en ella todo conduce, en efecto, a ignorar este saber, desde el estereotipo humanista de la irreductibilidad de las ciencias humanas hasta las características del reclutamiento y la formación de investigadores, sin olvidar la existencia de un conjunto de metodólogos especializados en la reinterpretación selectiva del saber de las otras ciencias. Por tanto, es necesario someter las operaciones de la práctica sociológica a la polémica de la razón epistemológica, para definir, y si es posible inculcar, una actitud de vigilancia que encuentre en el completo conocimiento del error y de los mecanismos que lo engendran uno de los medios para superarlo. La intención de dotar al investigador de los medios para que él mismo supervise su trabajo científico, se opone a los llamados al orden de los censores cuyo negativismo perentorio sólo suscita el horror al error y el recurso resignado a una tecnología investida con la función de exorcismo. Como la obra de Gastón Bachelard lo demuestra, la epistemología se diferencia de una metodología abstracta en su esfuerzo por captar la lógica del error para construir la lógica del descubrimiento de la verdad como polémica contra el error y como esfuerzo para someter las verdades próximas a la ciencia y los métodos que utiliza a una rectificación metódica y permanente [G. Canguilhem, texto n91~\. Pero la acción polémica de la razón científica no tendría toda su fuerza si el "psicoanálisis del espíritu científico" no se continuara en un análisis de las condiciones sociales en las cuales se producen las obras sociológicas: el soció- logo puede encontrar un instrumento privilegiado de vigilancia epistemológica en la sociología del conocimiento, como medio para enriquecer y precisar el conocimiento del error y de las condiciones que lo hacen posible y, a veces, inevitable [G. Bachelard, texto n9 2]. Por consiguiente, las apariencias que aquí pudieran subsistir de una discusión ad hominem se refieren sólo a los límites de la comprensión sociológica de las condiciones del error: una epistemología que se remite a una sociología del conocimiento, menos que ninguna otra puede imputar los errores a sujetos que no son, nunca ni totalmente, sus autores. Si, parafraseando un texto de Marx, "no pintamos de rosado" al empirista, al intuicionista o al metodólogo, tampoco nos referimos a "personas sino en tanto que personificación" de posiciones epistemológicas que sólo se comprenden totalmente en el campo social donde se apoyan. Pedagogía de la investigaciónLa función de esta obra define su forma y su contenido. Una enseñanza de la investigación cuyo proyecto sea exponer los principios de una práctica profesional y simultáneamente imprimir cierta relación a esta práctica, es decir proporcionar a la vez los instrumentos indispensables para el tratamiento sociológico del objeto y una disposición activa a utilizarlos apropiadamente, debe romper con la rutina del discurso pedagógico para restituir su fuerza heurística a los conceptos y operaciones más completamente "neutralizados" por el ritual de la exposición canónica. Por ello, esta obra que apunta a señalar los actos más prácticos de la práctica sociológica comienza por una reflexión que trata de recordar, sistematizándolos, las implicaciones de toda práctica, buena o mala, y de concretar en preceptos prácticos el principio de vigilancia epistemológica (Libro primero).5 Se intentará luego la definición de la función y las condiciones de aplicación de los esquemas teóricos a los que debe recurrir la sociología para construir su objeto, sin pretender presentar estos primeros principios de la interrogación propiamente sociológica como una teoría acabada del conocimiento del objeto sociológico y, menos todavía, como una teoría general y universal del sistema social (Libro segundo).* La investigación empírica no necesita comprometer tal teoría para escapar al empirismo, siempre que ponga en práctica efectiva, en cada una de sus operaciones, los principios que lo constituyen como ciencia, proporcionándole un objeto caracterizado por un mínimo de coherencia teórica. Si esta condición se cumple, los conceptos o los métodos podrán ser utilizados como instrumentos que, arrancados de su contexto original, se abren a nuevos usos (Libro tercero). Al asociar la presentación de cada instrumento intelectual a ejemplos de su utilización, se tratará de evitar que el saber sociológico pueda aparecer como una suma de técnicas, o como un capital de conceptos separados o separables de su implementación en la investigación. Si nos hemos permitido extraer del orden de razones en las que se encontraban insertos los principios teóricos y los procedimientos técnicos heredados de la historia de la ciencia sociológica, no es sólo para quebrar los encadenamientos del orden didáctico que no renuncia a la complacencia erudita frente a la historia de las doctrinas o los conceptos sino para rendir tributo al reconocimiento diplomático de los valores consagrados por la tradición o sacralizados por la moda, ni tampoco para liberar virtualidades heurísticas, muchas veces más numerosas que lo que permitirían creer los usos académicos; es, sobre todo, en nombre de una concepción de la teoría del conocimiento sociológico que hace de esta teoría sistema de principios que definen las condiciones de posibilidad de todos los actos y todos los discursos propiamente sociológicos, y sólo de éstos, cualesquiera que sean las teorías del sistema social de quienes producen o produjeron obras sociológicas en nombre de estos principios. El problema de la filiación de una investigación sociológica a una teoría' particular acerca de lo social, la de Marx, la de Weber o la de Durkheim por ejemplo, es siempre secundario respecto del problema de la pertenencia de esta investigación a la ciencia sociológica: el único criterio de esta pertenencia reside, en realidad, en la aplicación de los principios fundamentales de la teoría del conocimiento sociológico que, en tanto tal, de ningún modo separa a autores a los que todo aleja en el plano de la teoría del sistema social. Aunque la mayoría de los autores han llegado a confundir su teoría particular del sistema social con la teoría del conocimiento de lo social que abrazaban, por lo menos implícitamente en su práctica sociológica, el proyecto epistemológico puede permitirse esta distinción preliminar para vincular autores cuyas oposiciones doctrinarias ocultan el acuerdo epistemológico. Temer que esta -empresa conduzca a una amalgama de principios tomados de tradiciones teóricas diferentes o a la constitución de un corpus de fórmulas disociadas de los principios que las fundamentan, implica olvidar que la reconciliación cuyos principios creemos explicitar se opera realmente en el ejercicio auténtico del oficio de sociólogo o, más exactamente, en el "oficio" del sociólogo, habitus que, en tanto que sistema de esquemas más o menos dominados y más o menos transponíbles, no es sino la interiorización de los principios de la teoría del conocimiento sociológico. A la tentación que siempre surge de transformar los preceptos del método en recetas de cocina científica o en objetos de laboratorio, sólo puede oponérsele un ejercicio constante de la vigilancia epistemológica que, subordinando el uso de técnicas y conceptos a un examen sobre las condiciones y los límites de su validez, proscriba la comodidad de una aplicación automática de procedimientos probadas y señale que toda operación, no importa cuán rutinaria y repetida sea, debe repensarse a sí misma y en función del caso particular. Sólo una reinterpretación mágica de las exigencias de la medición puede a la vez sobrestimar la importancia de las operaciones que no son, por otra parte, sino recursos del oficio y, transformando la cautela metodológica en respeto sagrado, utilizar no sin temor o no utilizar jamás, bajo el temor de no cumplir totalmente las condiciones rituales, instrumentos que deberían ser juzgados sólo en el uso. Los que llevan la cautela metodológica hasta la obsesión hacen pensar en ese enfermo del que habla Freud, que dedicaba su tiempo a limpiar sus anteojos sin ponérselos nunca. Considerar seriamente el proyecto de transmitir un ars inveniendi significa reconocer que supone algo más y diferente que el ars probandi propuesto por quienes confunden la mecánica lógica, enseguida desarmada, de las comprobaciones y las pruebas con el funcionamiento real del espíritu creador; reconocer también, con la misma evidencia, que existen senderos o, mejor dicho, atajos que hoy pueden trazar una reflexión sobre la investigación en el camino sin arrepentimientos ni rodeos que propondría un discurso verdadero del método sociológico. A diferencia de la tradición que se atiene a la lógica de la prueba, sin permitirse, por principio, penetrar en los arcanos de la invención, condenándose de esta forma a vacilar entre una retórica de la exposición formal y una psicología literaria del descubrimiento, quisiéramos proporcionar aquí los medios para adquirir una disposición mental que sea condición de la invención y de la prueba. Si esta reconciliación no se produce, ello implicaría renunciar a proporcionar una ayuda, cualquiera que sea, al trabajo de investigación, limitándonos junto a tantos otros metodólogos, a invocar o llamar, como se llama a los espíritus, los milagros de una iluminación creadora, que transmite la hagiografía del descubrimiento científico, o los misterios de la psicología de las profundidades. Si va de suyo que los automatismos adquiridos posibilitan la economía de una invención permanente, hay que cuidarse de la creencia de que el sujeto de la creación científica es un automaton spirituale que obedece a los organizados mecanismos de una programación metodológica constituida de una vez para siempre, y por tanto encerrar al investigador en los límites de una ciega sumisión a un programa que excluye la reflexión sobre el programa, reflexión que es condición de invención de nuevos programas.7 La metodología, afirmaba Weber, " [ . . . ] es condición de un trabajo fecundo en la misma medida en que el conocimiento de la anatomía es condición de la marcha correcta".8 Pero, aunque es inútil confiar en descubrir una ciencia sobre el modo de hacer ciencia, y suponer que la lógica sea algo más que un modo de control de la ciencia que se construye o que ya se ha construido, sin embargo, como lo observó Stuart Mill, "la invención puede ser cultivada", es decir que una explicitación de la lógica del descubrimiento, tan parcial como parezca, puede contribuir a la racionalización del aprendizaje de las aptitudes para la creación. Epistemología de las ciencias del hombre y epistemología de las ciencias de la naturaleza La mayoría de los errores a los que se exponen la práctica sociológica y la reflexión sobre la misma radican en una representación falsa de la epistemología de las ciencias de la naturaleza y de la relación que mantiene con la epistemología de las ciencias del hombre. Así, epistemologías tan opuestas en sus afirmaciones evidentes como el dualismo de Dilthey —que no puede pensar la especificidad del método de las ciencias del hombre sino oponiéndole una imagen de las ciencias de la naturaleza originada en la mera preocupación por diferenciar— y el positivismo —preocupado por imitar una imagen de la ciencia natural fabricada según las necesidades de esta imitación—, ambos en común ignoran la filosofía exacta de las ciencias exactas. Esta grosera equivocación condujo a fabricar distinciones forzadas entre los dos métodos para responder a la nostalgia o a los deseos piadosos del humanismo, y a celebrar ingenuamente redescubrimientos desconocidos como tales o, además, a entrar en la puja positivista que escolarmente copia una imagen reduccionista de la experiencia como copia de lo real. Pero puede advertirse que el positivismo efectúa sólo una caricatura del método de las ciencias exactas, sin acceder ipso jacto a una epistemología exacta de las ciencias del hombre. De hecho, el carácter subjetivo de los hechos sociales y su irreductibilidad a los métodos rigurosos de la ciencia conforma una constante en la historia de las ideas que la crítica del positivismo mecanicista sólo reafirma. De esta forma, al percibir que "los métodos que los científicos o los investigadores fascinados por las ciencias de la naturaleza tan a menudo intentaron aplicar a la fuerza a las ciencias del hombre no siempre fueron necesariamente aquellos que los científicos aplicaban de hecho en su propia disciplina, sino más bien los que creían utilizar",9 Hayek concluye de inmediato que los hechos sooiales se diferencian "de los hechos de las ciencias físicas en tanto son creencias u opiniones individuales" y, por consiguiente, "no deben ser definidos según lo que .podríamos descubrir sobre ellos por los métodos objetivos de la ciencia sino según lo que piensa la persona que actúa".10 La impugnación de la imitación automática de las ciencias de la naturaleza se vincula tan mecánicamente a la crítica subjetivista de la objetividad de los hechos sociales que todo esfuerzo por encarar los problemas específicos que plantea la transposición a las ciencias del hombre del saber epistemológico de las ciencias de la naturaleza, corre siempre el riesgo de parecer una reafirmación de los derechos imprescriptibles de la subjetividad." La metodología y el desplazamiento de la vigilancia Para superar las discusiones académicas y las formas académicas de superarlas, es necesario someter la práctica científica a una reflexión que, a diferencia de la filosofía clásica del conocimiento, se aplique no a la ciencia hecha, ciencia verdadera cuyas condiciones de posibilidad y de coherencia, cuyos títulos de legitimidad sería necesario establecer, sino a la ciencia que se está haciendo. Tal tarea, propiamente epistemológica, consiste en descubrir en la práctica científica misma, amenazada sin cesar por el error, las condiciones en las cuales se puede discernir lo verdadero de lo falso, en el pasaje desde un conocimiento menos verdadero a un conocimiento más verdadero, o más bien, como lo afirma Bachelard, "aproximado, es decir rectificado". Esta filosofía del trabajo científico como "acción polémica incesante de la Razón", traspuesta a la instancia de las ciencias del hombre, puede proporcionar los principios de una reflexión capaz de inspirar y controlar los actos concretos de una práctica verdaderamente científica, definiendo en lo que tengan de específico los principios del "racionalismo regional" propios de la ciencia sociológica. El racionalismo fijista que informaba las preguntas de la filosofía clásica del conocimiento hoy se expresa mejor en los intentos de algunos metodólogos que se inclinan a reducir la reflexión sobre el método a una lógica formal de las ciencias. Sin embargo, como lo señala P. Feyerabend, "todo fijismo semántico tropieza con dificultades cuando se trata de dar razón total del progreso del conocimiento y de los descubrimientos que a él aportan".12 Más precisamente, interesarse en las relaciones intemporales entre los enunciados abstractos en detrimento de los procesos por los cuales cada proposición o cada concepto fue establecido y engendró otras proposiciones u otros conceptos, supone negarse a colaborar efectivamente con quienes están inmersos en las peripecias inseguras del trabajo científico, desplazando así el desarrollo de la intriga entre bastidores para llevar a escena sólo los desenlaces. Totalmente ocupados en la búsqueda de una lógica ideal del descubrimiento, los metodólogos no pueden dirigirse en I-calidad sino a un investigador definido abstractamente por su aptitud para concretar estas normas de perfección, es decir a un investigador impecable, lo que equivale a decir imposible o estéril. La obediencia incondicional a un organon de reglas lógicas tiende a producir un efecto de "clausura prematura", al hacer desaparecer, como lo diría Freud, "la elasticidad en las definiciones", o como lo afirma Cari Hempel, "la disponibilidad semántica de los conceptos" que constituye una de las condiciones del descubrimiento, por lo menos en ciertas etapas de la historia de una ciencia o del desarrollo de una investigación. No se trata aquí de negar que la formalización lógica encarada como medio para poner a prueba la lógica en acto de la investigación y la coherencia de sus resultados constituye uno de los instrumentos más eficaces del control epistemológico; pero esta implementación legítima de los instrumentos lógicos opera demasiado a menudo como garantía de la enfermiza predilección por ejercicios metodológicos cuyo único fin discernible es posibilitar la exhibición de un arsenal de medios disponibles. Frente a algunas investigaciones concebidas en función de las necesidades de la causa lógica o metodológica, no puede sino evocarse, con Abraham Kaplan, la conducta de un borracho que, habiendo perdido la llave de su casa, la busca sin embargo con obstinación, bajo la luz de un farol, ya que alega que allí se ve mejor [A. Kaplan, texto n9 3], El rigorismo tecnológico que descansa sobre la fe en un rigor definido de una vez para siempre y para todas las situaciones, es decir una representación fijista de la verdad o del error como trasgresión a normas incondicionales, se opone diametralmente a la búsqueda de rigores específicos, desde una teoría de la verdad como teoría del error rectificado. "El conocer —agrega Gastón Bachelard— debe evolucionar junto con lo conocido." Lo que equivale a afirmar que es inútil buscar una lógica anterior y exterior a la historia de Ja ciencia que se está haciendo. Para captar los procedimientos CK la investigación es necesario analizar cómo opera en lugar de encerrarla en la observancia de un decálogo de procedimientos que quizá no deban parecer adelantados respecto de la práctica real sino por el hecho de que son definidos por adelantado.13 "Desde la fascinación por el hecho de que en matemática evitar el error es cuestión de técnica, se pretende definir la verdad como el producto de una actividad intelectual que responde a ciertas normas; se pretende considerar los datos experimentales como se consideran los axiomas de la geometría; se confía determinar reglas de pensamiento que desempeñarían la función que la lógica desempeña en matemática. Se quiere, a partir de una experiencia limitada, construir la teoría de una vez por todas. El cálculo infinitesimal elaboró sus fundamentos paso a paso, la noción de número sólo alcanzó claridad después de 2 500 años. Los procedimientos que instauran el rigor se originan como respuestas a preguntas que no pueden formularse a priori, y que sólo el desarrollo de la ciencia hace surgir. La ingenuidad se pierde lentamente. Esto, verdadero en matemática, lo es a fortiori para las ciencias de observación, adonde cada teoría refutada impone nuevas exigencias de rigor. Es pues inútil pretender plantear a priori las condiciones de un pensamiento auténticamente científico." 14 Más profundamente, la exhortación insistente por una perfección metodológica corre el riesgo de provocar un desplazamiento de la vigilancia epistemológica; en lugar de preguntarse, por ejemplo, sobre el objeto de la medición, sobre el grado de precisión deseable y legítimo según las condiciones particulares de la misma, o determinar, más simplemente, si los instrumentos miden lo que se desea medir, es posible, arrastrados por el deseo de acuñar en tareas realizables la idea pura del rigor metodológico, perseguir, en una obsesión por el decimal, el ideal contradictorio de una precisión definible intrínsecamente, olvidando que, tal como lo recuerda A. D. Richtie, "realizar una medición más precisa que lo necesario no es menos absurdo que hacer una medición insuficientemente precisa",15 o también que, como lo señala N. Campbell, cuando se establece que todas las proposiciones comprendidas dentro de ciertos límites son equivalentes y que la proposición definida aproximativamente se sitúa dentro de estos límites, el uso de la forma aproximativa es perfectamente legitimo.16 Se entiende que la ética del deber metodológico pueda, al engendrar una casuística de la equivocación técnica, conducir, por lo menos indirectamente, a una ritual de -procedimientos que quizás es la caricatura del rigor metodológico, pero que es sin duda y exactamente el opuesto de la vigilancia epistemológica.17 Es especialmente significativo que la estadística, ciencia del error y del conocimiento aproximativo, que en procedimientos tan comunes como el cálculo de error o del límite de confiabilidad opera con una filosofía de la vigilancia critica, pueda ser frecuentemente utilizada como coartada científica de la sujeción ciega al instrumento. De la misma forma, cada vez que los teóricos conducen la investigación empírica y los instrumentos conceptuales que emplea ante el tribunal de una teoría cuyas construcciones en el dominio de una ciencia que ella pretende reflejar y dirigir se niegan a evaluar, gozan del respeto de los practicistas, respeto forzado y verbal, sólo en nombre del prestigio indistintamente atribuido a toda empresa teórica. Y si sucede que la coyuntura intelectual posibilita que los teóricos puros impongan a los científicos su ideal, lógico o semántico, de la coherencia íntegra y universal del sistema de conceptos, pueden llegar a detener la investigación en la medida en que logran contagiar la obsesión de pensarlo todo, de todas las formas y en todas sus relaciones a la vez, ignorando que en las situaciones concretas de la práctica científica no se puede pretender construir problemáticas o teorías nuevas sino cuando se renuncia a la ambición imposible, que no es escolar ni profética, de decirlo todo, sobre todas las cosas y, además, ordenadamente. El orden espistemológico de las razonesPero estos análisis sociológicos o psicológicos de la distorsión metodológica y de la desviación especulativa no pueden ocupar el lugar de la crítica propiamente epistemológica a la que introducen. Si es necesario prevenirse, con especial convicción, frente a la puesta en guardia de los metodólogos es porque, al llamar la atención exclusivamente sobre los controles formales de los procedimientos experimentales y los conceptos operacionales, corren el riesgo de desplazar la vigilancia sobre peligros más serios. Los instrumentos y los apoyos, muy poderosos sin duda, que la reflexión metodológica proporciona a la vigilancia se vuelven contra ésta cada vez que no se cumplen las condiciones previas a su utilización. La ciencia de las condiciones formales del rigor de las operaciones, que presenta el aspecto de una puesta en forma "operatoria" de la vigilancia epistemológica, puede parecer que se funda en la pretensión de asegurar automáticamente la aplicación de los principios y preceptos que definen la vigilancia epistemológica, de manera tal que es necesario un acrecentamiento de la vigilancia para evitar que produzca automáticamente este efecto de desplazamiento. Sería necesario, como decía Saussure, "mostrar al lingüista lo que hace".19 Preguntarse qué es hacer ciencia o, más precisamente, tratar de saber qué hace el científico, sepa éste o no lo que hace, no es sólo interrogarse sobre la eficacia y el rigor formal de las teorías y de los métodos, es examinar a las teorías y los métodos en su aplicación para determinar qué hacen con los objetos y qué objetos hacen. El orden según el cual debe efectuarse este examen se impone tanto por el análisis propiamente epistemológico de los obstáculos al conocimiento como por el análisis sociológico de las implicaciones epistemológicas de la sociología actual que definen la jerarquía de los peligros epistemológicos y, por este camino, de los puntos de urgencia. Establecer, con Bachelard, que el hecho científico se conquista, construye, comprueba, implica rechazar al mismo tiempo el empirismo que reduce el acto científico a una comprobación y el convencionalismo que sólo le opone los preámbulos de la construcción. A causa de recordar el imperativo de la comprobación, enfrentando la tradición especulativa de la filosofía social de la cual debe liberarse, la comunidad sociológica persiste en olvidar hoy la jerarquía epistemológica de los actos científicos que subordina la comprobación a la construcción y la construcción a la ruptura: en el caso de una ciencia experimental, la simple remisión a la prueba experimental no es sino tautológica en tanto ño se acompañe de una explicación de los supuestos teóricos que fundamentan una verdadera experimentación, y esta explicitación no adquiere poder heurístico en tanto no se le adhiera la explicitación de los obstáculos epistemológicos que se presentan bajo una forma específica en cada práctica científica. El oficio del sociólogo, Cap. 1: Introducción
Epistemología y metodología Pierre Bourdieu, 1968 Una ciencia que incomodaLa sociología es en plenitud una ciencia, pero sí una ciencia dífícil. Al contrario de las ciencias consideradas puras, ella es por excelencia la ciencia que se sospecha de no serlo Hay para ello una buena razón: produce miedo Porque levanta el velo de cosas ocultas, incluso reprimidas. La Recherche: Comencemos por las cuestiones más evidentes: las ciencias sociales, y la sociología en particular, ¿son verdaderamente deudas? ¿Por qué siente Ud. la necesidad de reivindicar la cientificidad? Pierre Bourdieu: La sociología me parece tener todas las propiedades que definen una ciencia. Pero, ¿en qué grado? La respuesta que podemos hacer varía mucho según los sociólogos. Diré solamente que hay mucha gente que se dice o se cree sociólogos y que confieso tener dificultad en reconocerles como tales (es el caso también, en grados diferentes, en todas las ciencias). En todo caso, hace mucho tiempo que la sociología salió de la prehistoria, es decir de la edad de las grandes teorías de la filosofía social con la cual los profanos a menudo la identifican. El conjunto de los sociólogos dignos de ese nombre se ajusta a un capital de logros, de conceptos, de métodos, de procedimientos de verificación. No obstante, por diversas razones sociológicas evidentes, y entre los cuales porque ella juega el rol de disciplina refugio, la sociología es una disciplina muy dispersa (en el sentido estático del término), y esto en diferentes puntos de vista. Así se explica que ella dé la apariencia de una disciplina dividida, más próxima de la filosofía que las otras ciencias. Pero el problema no reside allí: si somos de tal manera detallistas acerca de la cientificidad de la sociología es porque ella perturba. La Recherche: Los sociólogos entonces, ¿son objeto de una sospecha particular? Pierre Bourdieu: La sociología tiene efectivamente el triste privilegio de encontrarse sin respiro confrontada a la cuestión de su cientificidad. Se es mil veces menos exigente con la historia o la etnología, sin hablar de la geografía, de la filología o de la arqueología. Siempre interrogado, el sociólogo se interroga e interroga siempre. Esto hace creer en un imperialismo sociológico: ¿qué es esta ciencia emergente, vacilante, que se permite someter a examen a las otras ciencias? Yo pienso, por supuesto, en la sociología de la ciencia. De hecho, la sociología no hace más que plantear a las otras ciencias preguntas que se plantean a ella de manera particularmente aguda. Si la sociología es una ciencia crítica, es quizás porque ella misma se encuentra en una posición crítica. La sociología crea problemas, como se dice. La Recherche: ¿La sociología provoca miedo? Pierre Bourdieu: Si, porque saca el velo que existe sobre cosas escondidas y a veces reprimidas. Ella revela, por ejemplo, la correlación entre el éxito escolar, que se identifica con "la inteligencia", y el origen social o, más aún, con el capital cultural heredado de la familia. Son verdades que los tecnócratas, los epistemócratas (es decir buena cantidad de aquellos que leen la sociología y de los que la financian) no quieren oír. Otro ejemplo: la sociología muestra que el mundo científico es el lugar de una competencia que está orientada por la búsqueda de beneficios específicos (premios Nóbel y otros, prioridad del hallazgo, prestigio, etc.) y conducida en nombre de intereses específicos (es decir irreductibles a los intereses económicos en su forma ordinaria y percibidos por lo mismo como "desinteresados"). Esta descripción cuestiona evidentemente una hagiografía científica en la cual participan a menudo los científicos y de la cual éstos tienen necesidad para creer lo que hacen. La Recherche: De acuerdo: la sociología aparece a menudo como agresiva y perturbadora, Pero, ¿por qué se requiere que el discurso sociológico sea "científico"? Los periodistas también plantean preguntas molestas; ahora bien, ellos no reivindican su pertenencia a las ciencias ¿Por qué es decisivo que haya una frontera entre la sociología y un periodismo crítico? Pierre Bourdieu: Porque hay una diferencia objetiva. No es una cuestión de vanidad. Hay sistemas coherentes de hipótesis, de conceptos, de métodos de verificación, todo cuanto se adjunta comúnmente a la idea de ciencia. Por consiguiente, ¿por qué no decir que es una ciencia si lo es realmente? Ciertamente es una cuestión muy importante: una de las maneras de zafarse de verdades molestas es decir que ellas no son científicas, lo que quiere decir que ellas son "políticas", es decir suscitadas por el "interés", la "pasión", por lo tanto relativas y relativizables. La Recherche: Si se plantea a la sociología la cuestión de la cientificidad, ¿no es también porque ella se ha desarrollado con cierto retraso con respecto a las otras deudas? Pierre Bourdieu: Sin duda, pero ese "retraso" se debe al hecho de que la sociología es una ciencia especialmente difícil. Una de las dificultades mayores reside en el hecho de que sus objetos son espacios de lucha: cosas que se esconden, que se censuran; por las cuales se está dispuesto a morir. Es verdad también para el investigador mismo que se encuentra en juego en sus propios objetos. Y la dificultad particular que enfrenta la sociología se debe muy a menudo a que las personas tienen miedo de lo que van a encontrar. La sociología confronta sin cesar a aquél que la practica a realidades rudas, ella desencanta. Es el por qué, contrariamente a lo que a menudo se cree, afuera y adentro, ella no ofrece ninguna de las satisfacciones que la adolescencia busca frecuentemente en el compromiso político. De ese punto de vista, ella se sitúa al polo opuesto de las ciencias llamadas "puras" (o de las artes "puras"), que son sin duda por una parte, refugios en los cuales tienden a aislarse para olvidar el mundo, universos depurados de todo lo que causa problema, como la sexualidad o la política. Es el por qué los espíritus formajes o formalistas hacen en general una sociología lastimosa. La Recherche: Ud. muestra que la sociología interviene a propósito de cuestiones socialmente importantes. Eso plantea el problema de su neutralidad, de su objetividad el sociólogo, ¿puede permanecer por encima de las pugnas, en posición de observador imparcial? Pierre Bourdieu: La sociología tiene como particularidad tener por objeto campos de lucha: no solamente el campo de las luchas de clases sino el campo de las luchas científicas mismo. Y el sociólogo ocupa una posición en esas luchas: de partida, en tanto que detentor de un cierto capital económico y cultural, en el campo de las clases; enseguida, en tanto que investigador dotado de cierto capital específico, en el campo de la producción cultural y, más precisamente, en el sub-campo de la sociología. Esto, él debe tenerlo siempre en mente con el fin de discernir y controlar todos los efectos que su posición soca puede tener sobre su actividad científica. Es la razón por la cual la sociología de la sociología no es, para mí, una "especialidad" entre otras, sino una de las condiciones primeras de una sociología científica. Me parece en efecto que una de las causas principales del error en sociología reside en una relación incontrolada del objeto. Es entonces capital que el sociólogo tome conciencia de su propia posición. Las posibilidades de contribuir a producir la verdad me parecen en realidad depender de dos factores principales, que están ligados a la posición ocupada: el interés que se tiene en saber y en hacer saber la verdad (o, inversamente, a esconderla o a escondérsela) y la capacidad que se tiene de producirla. Se conoce la expresión de Bachelard: "No hay ciencia sino de lo escondido". El sociólogo está mejor armado para descubrir lo escondido por el hecho de estar mejor armado científicamente, de que utiliza mejor el capital de conceptos, de métodos, de técnicas, acumulado por sus predecesores, Marx, Durkheim, Weber, y muchos otros, y que es más "crítico'; que la intención consciente o inconsciente que le anima es más subversiva, que tiene más interés en sacar a luz lo que está censurado, reprimido en el mundo social. Y si la sociología no avanza más rápido, como la ciencia social en general, es tal vez, en parte, porque esos dos factores tienden a variar en sentido inverso. Si el sociólogo llega a producir, aunque fuere un poco de verdad, no está bien que él tenga interés en producir esa verdad, sino porque existe interés. Lo que es exactamente lo contrario del discurso un poco tonto sobre la "neutralidad". Este interés puede consistir, como en todas partes, en el deseo de ser el primero en hacer un hallazgo y de apropiarse de todos los beneficios asociados, o en la indignación moral, o en la rebelión contra ciertas formas de dominación y contra aquellos que las defienden al interior del campo científico, etc. En síntesis, no hay una Inmaculada Concepción. Y no habrían muchas verdades científicas si se debiera condenar tal o cual descubrimiento (basta con pensar en la "doble hélice") so pretexto de que las intenciones o los procedimientos no fueron muy puros. La Recherche: Pero, en el caso de las ciencias sociales, el "interés", la "pasión", el "compromiso", ¿no pueden conducir al enceguecimiento? Pierre Bourdieu: En realidad, y es lo que constituye la dificultad particular de la sociología, esos "intereses", esas "pasiones", nobles o ignominiosas, no conducen a la verdad científica sino en la medida en que están acompañadas de un conocimiento científico de lo que las determina, y de los límites así impuestos al conocimiento. Por ejemplo, todos saben que el resentimiento ligado al fracaso no hace más lúcido acerca del mundo social sino encegueciendo -respecto del principio mismo de esa lucidez. Pero eso no es todo. Más una ciencia es avanzada, más el capital de saberes acumulados es importante y más las estrategias de subversión, de crítica, cualesquiera sean las "motivaciones", deben, para ser eficaces, movilizar un saber importante. En física, es difícil triunfar sobre un adversario recurriendo al argumento autoridad o, como sucede todavía en sociología, denunciando el contenido político de su teoría. Las armas -de la crítica deben ser científicas para ser eficaces. En sociología, al contrario, toda proposición que contradice las ideas incorporadas está expuesta a la sospecha de una opción ideológica, de una toma de posición política. Aquélla choca con intereses sociales: los intereses de los dominantes que tienen una opción por el silencio y por el "buen sentido", los intereses de los portavoces, de los altoparlantes, que necesitan ideas simples, simplistas, consignas. Es la razón por la cual se le pide mil veces más pruebas (lo que, de hecho, está muy bien) que a los voceros del "buen sentido". Y cada descubrimiento de la ciencia desencadena un inmenso trabajo de "crítica" retrógrada que acapara todo el orden social (los créditos, los puestos, los honores, por lo tanto la creencia) y que apunta a enterrar lo que había sido descubierto. Pierre Bourdieu: La sociología, ¿es una ciencia? (1980)
Una ciencia que incomoda Entrevista con Pierre Bourdieu Entrevista con Pierre Thuillier, en La Recherche, núm. 112, junio de 1980, pp. 738-743. Traducción para la Asociación Latinoamericana de Sociología: Manuel Antonio Baeza R. La ciencia, su método y su filosofía (Cap. 3)Inventario de las principales características de la ciencia fáctica 1) El conocimiento científico es fáctico: parte de los hechos, los respeta hasta cierto punto, y siempre vuelve a ellos. La ciencia intenta describir los hechos tal como son, independientemente de su valor emocional o comercial: la ciencia no poetiza los hechos ni los vende, si bien sus hazañas son una fuente de poesía y de negocios. En todos los campos, la ciencia comienza estableciendo los hechos; esto requiere curiosidad impersonal, desconfianza por la opinión prevaleciente, y sensibilidad a la novedad. Los enunciados fácticos confirmados se llaman usualmente "datos empíricos"; se obtienen con ayuda de teorías (por esquemáticas que sean) y son a su vez la materia prima de la elaboración teórica. Una subclase de datos empíricos es de tipo cuantitativo; los datos numéricos y métricos se disponen a menudo en tablas, las más importantes de las cuales son las tablas de constantes (tales como las de los puntos de fusión de las diferentes sustancias). Pero la recolección de datos y su ulterior disposición en tablas no es la finalidad principal de la investigación: la información de esta clase debe incorporarse a teorías si ha de convertirse en una herramienta para la inteligencia y la aplicación. ¿De qué sirve conocer el peso específico del hierro si carecemos de fórmulas mediante las cuales podemos relacionarlos con otras cantidades?. No siempre es posible, ni siquiera deseable, respetar enteramente los hechos cuando se los analiza, y no hay ciencia sin análisis, aun cuando el análisis no sea sino un medio para la reconstrucción final de los todos. El físico atómico perturba el átomo al que desea espiar; el biólogo modifica e incluso puede matar al ser vivo que analiza; el antropólogo empeñado en el estudio de campo de una comunidad provoca en ella ciertas modificaciones. Ninguno de ellos aprehende su objeto tal como es, sino tal como queda modificado por sus propias operaciones; sin embargo, en todos los casos tales cambios son objetivos, y se presume que pueden entenderse en términos de leyes: no son conjurados arbitrariamente por el experimentador. Más aún, en todos los casos el investigador intenta describir las características y el monto de la perturbación que produce en el acto del experimento; procura, en suma estimar la desviación o "error" producido por su intervención activa. Porque los científicos actúan haciendo tácitamente la suposición de que el mundo existiría aun en su ausencia, aunque desde luego, no exactamente de la misma manera. 2) El conocimiento científico trasciende los hechos: descarta los hechos, produce nuevos hechos, y los explica. El sentido común parte de los hechos y se atiene a ellos: a menudo se imita al hecho aislado, sin ir muy lejos en el trabajo de correlacionarlo con otros o de explicarlo. En cambio, la investigación científica no se limita a los hechos observados: los científicos exprimen la realidad a fin de ir más allá de las apariencias; rechazan el grueso de los hechos percibidos, por ser un montón de accidentes, seleccionan los que consideran que son relevantes, controlan hechos y, en lo posible, los reproducen. Incluso producen cosas nuevas desde instrumentos hasta partículas elementales; obtienen nuevos compuestos químicos, nuevas variedades vegetales y animales, y al menos en principio, crean nuevas pautas de conducta individual y social. Más aún, los científicos usualmente no aceptan nuevos hechos a menos que puedan certificar de alguna manera su autenticidad; y esto se hace, no tanto contrastándolos con otros hechos, cuanto mostrando que son compatibles con lo que se sabe. Los científicos descartan las imposturas y los trucos mágicos porque no encuadran en hipótesis muy generales y fidedignas, que han sido puestas a prueba en incontables ocasiones. Vale decir, los científicos no consideran su propia experiencia individual como un tribunal inapelable; se fundan, en cambio, en la experiencia colectiva y en la teoría. Hay más: el conocimiento científico racionaliza la experiencia en lugar de limitarse a describirla; la ciencia da cuenta de los hechos no inventariándolos sino explicándolos por medio de hipótesis (en particular, enunciados de leyes) y sistemas de hipótesis (teorías). Los científicos conjeturan lo que hay tras los hechos observados, y de continuo inventan conceptos (tales como los del átomo, campo, masa, energía, adaptación, integración, selección, clase social, o tendencia histórica) que carecen de correlato empírico, esto es, que no corresponden a preceptos, aun cuando presumiblemente se refieren a cosas, cualidades o relaciones existentes objetivamente. No percibimos los campos eléctricos o las clases sociales: inferimos su existencia a partir de hechos experimentables y tales conceptos son significativos tan sólo en ciertos contextos teóricos. Este trascender la experiencia inmediata, ese salto del nivel observacional al teórico, le permite a la ciencia mirar con desconfianza los enunciados sugeridos por meras coincidencias; le permite predecir la existencia real de las cosas y procesos ocultos a primera vista pero que instrumentos (materiales o conceptuales) más potentes pueden descubrir. Las discrepancias entre las previsiones teóricas y los hallazgos empíricos figuran entre los estímulos más fuertes para edificar teorías nuevas y diseñar nuevos experimentos. No son los hechos por sí mismos sino su elaboración teórica y la comparación de las consecuencias de las teorías con los datos observacionales, la principal fuente del descubrimiento de nuevos hechos. 3) La ciencia es analítica: la investigación científica aborda problemas circunscriptos, uno a uno, y trata de descomponerlo todo en elementos (no necesariamente últimos o siquiera reales). La investigación científica no se planta cuestiones tales como "¿Cómo es el universo en su conjunto?", o "¿Cómo es posible el conocimiento?" Trata, en cambio, de entender toda situación total en términos de sus componentes; intenta descubrir los elementos que explican su integración. Los problemas de la ciencia son parciales y así son también, por consiguiente, sus soluciones; pero, más aún: al comienzo los problemas son estrechos o es preciso estrecharlos. Pero, a medida que la investigación avanza, su alcance se amplía. Los resultados de la ciencia son generales, tanto en el sentido de que se refieren a clases de objetos (por ejemplo, la lluvia), como en que están, o tienden a ser incorporados en síntesis conceptuales llamadas teorías. El análisis, tanto de los problemas como de las cosas, no es tanto un objetivo como una herramienta para construir síntesis teóricas. La ciencia auténtica no es atomista ni totalista. La investigación comienza descomponiendo sus objetos a fin de descubrir el "mecanismo" interno responsable de los fenómenos observados. Pero el desmontaje del mecanismo no se detiene cuando se ha investigado la naturaleza de sus partes; el próximo paso es el examen de la interdependencia de las partes, y la etapa final es la tentativa de reconstruir el todo en términos de sus partes interconectadas. El análisis no acarrea el descuido de la totalidad; lejos de disolver la integración, el análisis es la única manera conocida de descubrir cómo emergen, subsisten y se desintegran los todos. La ciencia no ignora la síntesis: lo que sí rechaza es la pretensión irracionalista de que las síntesis pueden ser aprehendidas por una intuición especial, sin previo análisis. 4) La investigación científica es especializada: una consecuencia del enfoque analítico de los problemas es la especialización. No obstante la unidad del método científico, su aplicación depende, en gran medida, del asunto; esto explica la multiplicidad de técnicas y la relativa independencia de los diversos sectores de la ciencia. Sin embargo, es menester no exagerar la diversidad de las ciencias al punto de borrar su unidad metodológica. El viejo dualismo materia-espíritu había sugerido la división de las ciencias en Naturwissenschaften, o ciencias de la naturaleza, y Geisteswissenschaften, o ciencias del espíritu. Pero estos géneros difieren en cuanto al asunto, a las técnicas y al grado de desarrollo, no así en lo que respecta al objetivo, método y alcance. El dualismo razón-experiencia había sugerido, a su vez, la división de las ciencias fácticas en racionales y empíricas. Menos sostenible aún es la dicotomía ciencias deductivas—ciencias inductivas, ya que toda empresa científica —sin excluir el dominio de las ciencias formales— es tan inductiva como deductiva, sin hablar de otros tipos de inferencia. La especialización no ha impedido la formación de campos interdisciplinarios tales como la biofísica, la bioquímica, la psicofisiología, la psicología social, la teoría de la información, la cibernética, o la investigación operacional. Con todo, la investigación tiende a estrechar la visión del científico individual; un único remedio ha resultado eficaz contra la unilateralidad profesional, y es una dosis de filosofía. 5) El conocimiento científico es claro y preciso: sus problemas son distintos, sus resultados son claros. El conocimiento ordinario, en cambio, usualmente es vago e inexacto; en la vida diaria nos preocupamos poco por definiciones precisas, descripciones exactas, o mediciones afinadas: si éstas nos preocuparan demasiado, no lograríamos marcharal paso de la vida. La ciencia torna impreciso lo que el sentido común conoce de manera nebulosa; pero, desde luego la ciencia es mucho más que sentido común organizado: aunque proviene del sentido común, la ciencia constituye una rebelión contra su vaguedad y superficialidad. El conocimiento científico procura la precisión; nunca está enteramente libre de vaguedades, pero se las ingenia para mejorar la exactitud; nunca está del todo libre de error, pero posee una técnica única para encontrar errores y para sacar provecho de ellos. La claridad y la precisión se obtienen en ciencia de las siguientes maneras: a) los problemas se formulan de manera clara; lo primero, y a menudo lo más difícil, es distinguir cuáles son los problemas; ni hay artillería analítica o experimental que pueda ser eficaz si no se ubica adecuadamente al enemigo; b) la ciencia parte de nociones que parecen claras al no iniciado; y las complica, purifica y eventualmente las rechaza; la transformación progresiva de las nociones corrientes se efectúa incluyéndolas en esquemas teóricos. Así, por ejemplo, "distancia" adquiere un sentido preciso al ser incluida en la geometría métrica y en la física; c) la ciencia define la mayoría de sus conceptos: algunos de ellos se definen en términos de conceptos no definidos o primitivos, otros de manera implícita, esto es, por la función que desempeñan en un sistema teórico (definición contextual). Las definiciones son convencionales, pero no se las elige caprichosamente: deben ser convenientes y fértiles. (¿De qué vale, por ejemplo, poner un nombre especial a las muchachas pecosas que estudian ingeniería y pesan más de 50 kg?) Una vez que se ha elegido una definición, el discurso restante debe guardarte fidelidad si se quiere evitar inconsecuencias; d) la ciencia crea lenguajes artificiales inventando símbolos (palabras, signos matemáticos, símbolos químicos, etc.; a estos signos se les atribuye significados determinados por medio de reglas de designación (tal como "en el presente contexto H designa el elemento de peso atómico unitario"). los símbolos básicos serán tan simples como sea posible, pero podrán combinarse conforme a reglas determinadas para formar configuraciones tan complejas como sea necesario (las leyes de combinación de los signos que intervienen en la producción de expresiones complejas se llaman reglas de formación); e) la ciencia procura siempre medir y registrar los fenómenos. Los números y las formas geométricas son de gran importancia en el registro, la descripción y la inteligencia de los sucesos y procesos. En lo posible, tales datos debieran disponerse en tablas o resumirse en fórmulas matemáticas. Sin embargo, la formulación matemática, deseable como es, no es una condición indispensable para que el conocimiento sea científico; lo que caracteriza el conocimiento científico es la exactitud en un sentido general antes que la exactitud numérica o métrica, la que es inútil si media la vaguedad conceptual. Más aún, la investigación científica emplea, en medida creciente, capítulos no numéricos y no métricos de la matemática, tales como la topología, la teoría de los grupos, o el álgebra de las clases, que no son ciencias del número y la figura, sino de la relación. 6) El conocimiento científico es comunicable: no es inefable sino expresable, no es privado sino público. El lenguaje científico comunica información a quienquiera haya sido adiestrado para entenderlo. Hay, ciertamente, sentimientos oscuros y nociones difusas, incluso en el desarrollo de la ciencia (aunque no en la presentación final del trabajo científico); pero es preciso aclararlos antes de poder estimar su adecuación. Lo que es inefable puede ser propio de la poesía o de la música, no de la ciencia, cuyo lenguaje es informativo y no expresivo o imperativo. La inefabilidad misma es, en cambio, tema de investigación científica, sea psicológica o lingüística. La comunicabilidad es posible gracias a la precisión; y es a su vez una condición necesaria para la verificación de los datos empíricos y de las hipótesis científicas. Aun cuando, por "razones" comerciales o políticas, se mantengan en secreto durante algún tiempo unos trozos del saber, deben ser comunicables en principio para que puedan ser considerados científicos. La comunicación de los resultados y de las técnicas de la ciencia no sólo perfecciona la educación general sino que multiplica las posibilidades de su confirmación o refutación. La verificación independiente ofrece las máximas garantías técnicas y morales, y ahora es posible, en muchos campos, en escala internacional. Por esto, los científicos consideran el secreto en materia científica como enemigo del progreso de la ciencia; la política del secreto científico es, en efecto, el más eficaz originador de estancamiento en la cultura, en la tecnología y en la economía, así como una fuente de corrupción moral. 7) El conocimiento científico es verificable: debe aprobar el examen de la experiencia. A fin de explicar un conjunto de fenómenos, el científico inventa conjeturas fundadas de alguna manera en el saber adquirido. Sus suposiciones pueden ser cautas o audaces simples o complejas; en todo caso deben ser puestas a prueba. El test de las hipótesis fácticas es empírico, esto es, observacional o experimental. El haberse dado cuenta de esta verdad hoy tan trillada es la contribución inmortal de la ciencia helenística. En ese sentido, las ideas científicas (incluidos los enunciados de leyes) no son superiores a las herramientas o a los vestidos: si fracasan en la práctica, fracasan por entero. La experimentación puede calar más profundamente que la observación, porque efectúa cambios en lugar de limitarse a registrar variaciones: aísla y controla las variables sensibles o pertinentes. Sin embargo los resultados experimentales son pocas veces interpretables de una sola manera. Más aún, no todas las ciencias pueden experimentar; y en ciertos capítulos de la astronomía y de la economía se alcanza una gran exactitud sin ayuda del experimento. La ciencia fáctica es por esto empírica en el sentido de que la comprobación de sus hipótesis involucra la experiencia; pero no es necesariamente experimental y en particular no es agotada por las ciencias de laboratorio, tales como la física. La prescripción de que las hipótesis científicas deben ser capaces de aprobar el examen de la experiencia es una de las reglas del método científico; la aplicación de esta regla depende del tipo de objeto, del tipo de la hipótesis en cuestión y de los medios disponibles. Por esto se necesita una multitud de técnicas de verificación empírica. La verificación de la fórmula de un compuesto químico se hace de manera muy diferente que la verificación de un cálculo astronómico o de una hipótesis concerniente al pasado de las rocas o de los hombres. Las técnicas de verificación evolucionan en el curso del tiempo; sin embargo, siempre consisten en poner a prueba consecuencias particulares de hipótesis generales (entre ellas, enunciados de leyes). Siempre se reducen a mostrar que hay, o que no hay, algún fundamento para creer que las suposiciones en cuestión corresponden a los hechos observados o a los valores medidos. La verificabilidad hace a la esencia del conocimiento científico; si así no fuera, no podría decirse que los científicos procuran alcanzar conocimiento objetivo. 8) La investigación científica es metódica: no es errática sino planeada. Los investigadores no tantean en la oscuridad: saben lo que buscan y cómo encontrarlo. El planeamiento de la investigación no excluye el azar; sólo que, a hacer un lugar a los acontecimientos imprevistos es posible aprovechar la interferencia del azar y la novedad inesperada. Más aún a veces el investigador produce el azar deliberadamente. Por ejemplo, para asegurar la uniformidad de una muestra, y para impedir una preferencia inconsciente en la elección de sus miembros, a menudo se emplea la técnica de la casualización, en que la decisión acerca de los individuos que han de formar parte de ciertos grupos se deja librada a una moneda o a algún otro dispositivo. De esta manera, el investigador pone el azar al servicio de orden: en lo cual no hay paradoja, porque el acaso opera al nivel de los individuos, al par que el orden opera en el grupo con totalidad. Todo trabajo de investigación se funda sobre el conocimiento anterior, y en particular sobre las conjeturas mejor confirmadas. (Uno de los muchos problemas de la metodología es, precisamente averiguar cuáles son los criterios para decidir si una hipótesis dada puede considerarse razonablemente confirmada, eso es, si el peso que le acuerdan los fundamentos inductivos y de otro orden basta para conservarla). Más aun, la investigación procede conforme a reglas y técnicas que han resultado eficaces en el pasado pero que son perfeccionadas continuamente, no sólo a la luz de nuevas experiencias, sino también de resultados del examen matemático y filosófico. Una de las reglas de procedimiento de la ciencia fáctica es la siguiente: las variables relevantes (o que se sospecha que son sensibles) debieran variarse una cada vez. La ciencia fáctica emplea el método experimental concebido en un sentido amplio. Este método consiste en el test empírico de conclusiones particulares extraídas de hipótesis generales (tales como "los gases se dilatan cuando se los calienta" o "los hombres se rebelan cuando se los oprime"). Este tipo de verificación requiere la manipulación de la observación y el registro de fenómenos; requiere también el control de las variables o factores relevantes; siempre que fuera posible debiera incluir la producción artificial deliberada de los fenómenos en cuestión, y en todos los casos exige el análisis de los datos obtenidos en el curso de los procedimientos empíricos. Los datos aislados y crudos son inútiles y no son dignos de confianza; es preciso elaborarlos, organizarlos y confrontarlos con las conclusiones teóricas. El método científico no provee recetas infalibles para encontrar la verdad: sólo contiene un conjunto de prescripciones falibles (perfectibles) para el planeamiento de observaciones y experimentos, para la interpretación de sus resultados, y para el planteo mismo de los problemas. Es, en suma, la manera en que la ciencia inquiere en lo desconocido. Subordinadas a las reglas generales del método científico, y al mismo tiempo en apoyo de ellas, encontramos las diversas técnicas que se emplean en las ciencias especiales: las técnicas para pesar, para observar por el microscopio, para analizar compuestos químicos, para dibujar gráficos que resumen datos empíricos, para reunir informaciones acerca de costumbres, etc. La ciencia es pues, esclava de sus propios métodos y técnicas mientras éstos tienen éxito: pero es libre de multiplicar y de modificar en todo momento sus reglas, en aras de mayor racionalidad y objetividad. 9) El conocimiento científico es sistemático: una ciencia no es un agregado de informaciones inconexas, sino un sistema de ideas conectadas lógicamente entre sí. Todo sistema de ideas caracterizado por cierto conjunto básico (pero refutable) de hipótesis peculiares, y que procura adecuarse a una clase de hechos, es una teoría. Todo capítulo de una ciencia especial contiene teorías o sistemas de ideas que están relacionadas lógicamente entre sí, esto es, que están ordenadas mediante la relación "implica". Esta conexión entre las ideas puede calificarse de orgánica, en el sentido de que la sustitución de cualquiera de las hipótesis básicas produce un cambio radical en la teoría o grupo de teorías. El fundamento de una teoría dada no es un conjunto de hechos sino, más bien, un conjunto de principios, o hipótesis de cierto grado de generalidad (y, por consiguiente, de cierta fertilidad lógica). Las conclusiones (o teoremas) pueden extraerse de los principios, sea en la forma natural, o con la ayuda de técnicas especiales que involucran operaciones matemáticas. El carácter matemático del conocimiento científico —esto es, el hecho de que es fundado, ordenado y coherente— es lo que lo hace racional. La racionalidad permite que el progreso científico se efectúe no sólo por la acumulación gradual de resultados, sino también por revoluciones. Las revoluciones científicas no son descubrimientos de nuevos hechos aislados, ni son perfeccionamientos en la exactitud de las observaciones, sino que consisten en la sustitución de hipótesis de gran alcance (principios) por nuevos axiomas, y en el reemplazo de teorías enteras por otros sistemas teóricos. Sin embargo, semejantes revoluciones son a menudo provocadas por el descubrimiento de nuevos hechos de los que no dan cuenta las teorías anteriores, aunque a veces se encuentran en el proceso de comprobación de dichas teorías; y las nuevas teorías se tornan verificables en muchos casos, merced a la invención de nuevas técnicas de medición, de mayor precisión. 10) El conocimiento científico es general: ubica los hechos singulares en pautas generales, los enunciados particulares en esquemas amplios. El científico se ocupa del hecho singular en la medida en que éste es miembro de una clase o caso de una ley; más aún, presupone que todo hecho es clasificable y legal. No es que la ciencia ignore la cosa individual o el hecho irrepetible; lo que ignora es el hecho aislado. Por esto la ciencia no se sirve de los datos empíricos —que siempre son singulares— como tales; éstos son mudos mientras no se los manipula y convierte en piezas de estructuras teóricas. En efecto, uno de los principios ontológicos que subyacen a la investigación científica es que la variedad y aun la unicidad en algunos respectos son compatibles con la uniformidad y la generalidad en otros respectos. Al químico no le interesa ésta o aquella hoguera, sino el proceso de combustión en general: trata de descubrir lo que comparten todos los singulares. El científico intenta exponer los universales que se esconden en el seno de los propios singulares; es decir, no considera los universales ante rem ni post rem sinoin re: en la cosa, y no antes o después de ella. Los escolásticos medievales clasificarían al científico moderno como realista inmanentista, porque, al descartar los detalles al procurar descubrir los rasgos comunes a individuos que son únicos en otros respectos, al buscar las variables pertinentes (o cualidades esenciales) y las relaciones constantes entre ellas (las leyes), el científico intenta exponer la naturaleza esencial de las cosas naturales y humanas. El lenguaje científico no contiene solamente términos que designan hechos singulares y experiencias individuales, sino también términos generales que se refieren a clases de hechos. La generalidad del lenguaje de la ciencia no tiene, sin embargo, el propósito de alejar a la ciencia de la realidad concreta: por el contrario, la generalización es el único medio que se conoce para adentrarse en lo concreto, para apresar la esencia de las cosas (sus cualidades y leyes esenciales). Con esto, el científico evita en cierta medida las confusiones y los engaños provocados por el flujo deslumbrador de los fenómenos. Tampoco se asfixia la utilidad en la generalidad: por el contrario, los esquemas generales de la ciencia encuadran una cantidad ilimitada de casos específicos, proveen leyes de amplio alcance que incluyen y corrigen todas las recetas válidas de sentido común y de la técnica precientífica. 11) El conocimiento científico es legal: busca leyes (de la naturaleza y de la cultura) y las aplica. El conocimiento científico inserta los hechos singulares en pautas generales llamadas "leyes naturales" o "leyes sociales". Tras el desorden y la fluidez de las apariencias, la ciencia fáctica descubre las pautas regulares de la estructura y del proceso del ser y del devenir. En la medida en que la ciencia es legal, es esencialista: intenta legar a la raíz de las cosas. Encuentra la esencia en las variables relevantes y en las relaciones invariantes entre ellas. Hay leyes de hechos y leyes mediante las cuales se pueden explicar otras leyes. El principio de Arquímedes pertenece a la primera clase; pero a su vez puede deducirse de los principios generales de la mecánica; por consiguiente, ha dejado de ser un principio independiente, y ahora es un teorema deducible de hipótesis de nivel más elevado. Las leyes de la física proveen la base de las leyes de las combinaciones químicas; las leyes de la fisiología explican ciertos fenómenos psíquicos; y las leyes de la economía pertenecen a los fundamentos de la sociología. Es decir, los enunciados de las leyes se organizan en una estructura de niveles. Ciertamente, los enunciados de las leyes son transitorios; pero ¿son inmutables las leyes mismas? Si se considera a las leyes como las pautas mismas del ser y del devenir, entonces debieran cambiar junto con las cosas mismas; por lo menos, debe admitirse que, al emerger nuevos niveles, sus cualidades peculiares se relacionan entre sí mediante nuevas leyes. Por ejemplo, las leyes de la economía han emergido en el curso de la historia sobre la base de otras leyes (biológicas y psicológicas) y, más aún, algunas de ellas cambian con el tipo de organización social. Por supuesto, no todos los hechos singulares conocidos han sido ya convertidos en casos particulares de leyes generales; en particular los sucesos y procesos de los niveles superiores han sido legalizados sólo en pequeña medida. Pero esto se debe en parte al antiguo prejuicio de que lo humano no es legal, así como a la antigua creencia pitagórica de que solamente las relaciones numéricas merecen llamarse "leyes científicas". Debiera emplearse el stock íntegro de las herramientas conceptuales en la búsqueda de las leyes de la mente y de la cultura; más aún, acaso el stock de que se dispone es insuficiente y sea preciso inventar herramientas radicalmente nuevas para tratar los fenómenos mentales y culturales, tal como el nacimiento de la mecánica moderna hubiera sido imposible sin la invención expresa del cálculo infinitesimal. Pero el ulterior avance en el progreso de la legalización de los fenómenos no físicos requiere por sobre todo, una nueva actitud frente al concepto mismo de ley científica. En primer lugar, es preciso comprender que hay muchos tipos de leyes (aun dentro de una misma ciencia), ninguno de los cuales es necesariamente mejor que los tipos restantes. En segundo lugar, debiera tornarse un lugar común entre los científicos de la cultura el que las leyes no se encuentran por mera observación y el simple registro sino poniendo a prueba hipótesis: los enunciados de leyes no son, en efecto, sino hipótesis confirmadas. Y cómo habríamos de emprender la confección de hipótesis científicas si no presumiéramos que todo hecho singular es legal? 12) La ciencia es explicativa: intenta explicar los hechos en términos de leyes, y las leyes en términos de principios. Los científicos no se conforman con descripciones detalladas; además de inquirir cómo son las cosas, procuran responder al por qué: por qué ocurren los hechos como ocurren y no de otra manera. La ciencia deduce proposiciones relativas a hechos singulares a partir de leyes generales, y deduce las leyes a partir de enunciados nomológicos aún más generales (principios). Por ejemplo, las leyes de Kepler explicaban una colección de hechos observados del movimiento planetario; y Newton explicó esas leyes deduciéndolas de principios generales explicación que permitió a otros astrónomos dar cuenta de las irregularidades de las órbitas de los planetas que eran desconocidas para Kepler. Solía creerse que explicar es señalar la causa, pero en la actualidad se reconoce que la explicación causal no es sino un tipo de explicación científica. La explicación científica se efectúa siempre en términos de leyes, y las leyes causales no son sino una subclase de las leyes científicas. Hay diversos tipos de leyes científicas y, por consiguiente, hay una variedad de tipos de explicación científica: morfológicas, cinemáticas, dinámicas, de composición, de conservación, de asociación, de tendencias globales, dialécticas, teleológicas, etc. La historia de la ciencia enseña que las explicaciones científicas se corrigen o descartan sin cesar. ¿Significa esto que son todas falsas? En las ciencias fácticas, la verdad y el error no son del todo ajenos entre sí: hay verdades parciales y errores parciales; hay aproximaciones buenas y otras malas. La ciencia no obra como Penélope, sino que emplea la tela tejida ayer. Las explicaciones científicas no son finales pero son perfectibles. 13) El conocimiento científico es predictivo: Trasciende la masa de los hechos de experiencia, imaginando cómo puede haber sido el pasado y cómo podrá ser el futuro. La predicción es, en primer lugar, una manera eficaz de poner a prueba las hipótesis; pero también es la clave del control y aun de la modificación del curso de los acontecimientos. La predicción científica en contraste con la profecía se funda sobre leyes y sobre informaciones específicas fidedignas, relativas al estado de cosas actual o pasado. No es del tipo "ocurrirá E", sino más bien de este otro: "ocurrirá E1 siempre que suceda C1, pues siempre que sucede C es seguido por o está asociado con E". C y E designan clases de sucesos en tanto que C1 y E1 denotan los hechos específicos que se predicen sobre la base del o los enunciados que conectan a C con E en general. La predicción científica se caracteriza por su perfectibilidad antes que por su certeza. Más aún, las predicciones que se hacen con la ayuda de reglas empíricas son a veces más exactas que las predicciones penosamente elaboradas con herramientas científicas (leyes, informaciones específicas y deducciones); tal es el caso con frecuencia de los pronósticos meteorológicos, de la prognosis médica y de la profecía política. Pero en tanto que la profecía no es perfectible y no puede usarse para poner a prueba hipótesis, la predicción es perfectible y, si falla, nos obliga a corregir nuestras suposiciones, alcanzando así una inteligencia más profunda. Por esto la profecía exitosa no es un aporte al conocimiento teórico, en tanto que la predicción científica fallida puede contribuir a él. Puesto que la predicción científica depende de leyes y de ítems de información específica, puede fracasar por inexactitud de los enunciados de las leyes o por imprecisión de la información disponible. (También puede fallar, por supuesto, debido a errores cometidos en el proceso de inferencia lógica o matemática que conduce de las premisas (leyes e informaciones) a la conclusión (enunciado predictivo). Una fuente importante de fallos en la predicción es el conjunto de suposiciones acerca de la naturaleza del objeto (sistema físico, organismo vivo, grupo social, etc.) cuyo comportamiento ha de predecirse. Por ejemplo, puede ocurrir que creamos que el sistema en cuestión está suficientemente aislado de las perturbaciones exteriores, cuando en rigor éstas cuentan a la larga; dado que la aislación es una condición necesaria de la descripción del sistema con ayuda de un puñado de enunciados de leyes, no debiera sorprender que fuera tan difícil predecir el comportamiento de sistemas abiertos tales como el océano, la atmósfera, el ser vivo o el hombre. Puesto que la predicción científica se funda en las leyes científicas, hay tantas clases de predicciones como clases de enunciado nomológicos. Algunas leyes nos permiten predecir resultados individuales, aunque no sin error si la predicción se refiere al valor de una cantidad. Otras leyes; incapaces de decirnos nada acerca del comportamiento de los individuos (átomos, personas, etc.) son en cambio la base para la predicción de algunas tendencias globales y propiedades colectivas de colecciones numerosas de elementos similares; son las leyes estadísticas. Las leyes de la historia son de este tipo; y por esto es casi imposible la predicción de los sucesos individuales en el campo de la historia, pudiendo preverse solamente el curso general de los acontecimientos. 14) La ciencia es abierta: no reconoce barreras a priori que limiten el conocimiento. Si un conocimiento fáctico no es refutable en principio, entonces no pertenece a la ciencia sino a algún otro campo. Las nociones acerca de nuestro medio, natural o social, o acerca del yo, no son finales: están todas en movimiento, todas son falibles. Siempre es concebible que pueda surgir una nueva situación (nuevas informaciones o nuevos trabajos teóricos) en que nuestras ideas, por firmemente establecidas que parezcan, resulten inadecuadas en algún sentido. La ciencia carece de axiomas evidentes: incluso los principios más generales y seguros son postulados que pueden ser corregidos o reemplazados. A consecuencia del carácter hipotético de los enunciados de leyes, y de la naturaleza perfectible de los datos empíricos la ciencia no es un sistema dogmático y cerrado sino controvertido y abierto. O, más bien, la ciencia es abierta como sistema porque es falible y por consiguiente capaz de progresar. En cambio, puede argüirse que la ciencia es metodológicamente cerrada no en el sentido de que las reglas del método científico sean finales sino en el sentido de que es autocorrectiva: el requisito de la verificabilidad de las hipótesis científicas basta para asegurar el progreso científico. Tan pronto como ha sido establecida una teoría científica, corre el peligro de ser refutada o, al menos, de que se circunscriba su dominio. Un sistema cerrado de conocimiento fáctico que excluya toda ulterior investigación, puede llamarse sabiduría pero es en rigor un detritus de la ciencia. El sabio moderno, a diferencia del antiguo no es tanto un acumulador de conocimientos como un generador de problemas. Por consiguiente, prefiere los últimos números de las revistas especializadas a los manuales, aun cuando estos últimos sean depósitos de verdad más vastos y fidedignos que aquellas. El investigador moderno ama la verdad pero no se interesa por las teorías irrefutables. Una teoría puede haber permanecido intocada no tanto por su alto contenido de verdad cuanto porque nadie la ha usado. No se necesita emprender una investigación empírica para probar la tautología de que ni siquiera los científicos se casan con solteronas. Los modernos sistemas de conocimiento científico son como organismos en crecimiento: mientras están vivos cambian sin pausa. Esta es una de las razones por las cuales la ciencia es éticamente valiosa: porque nos recuerda que la corrección de errores es tan valiosa como el no cometerlos y que probar cosas nuevas e inciertas es preferible a rendir culto a las viejas y garantizadas. La ciencia, como los organismos, cambia a la vez internamente y debido a sus contactos con sus vecinos; esto es, resolviendo sus problemas específicos y siendo útil en otros campos. 15) La ciencia es útil: porque busca la verdad, la ciencia es eficaz en la provisión de herramientas para el bien y para el mal. El conocimiento ordinario se ocupa usualmente de lograr resultados capaces de ser aplicados en forma inmediata; con ello no es suficientemente verdadero, con lo cual no puede ser suficientemente eficaz. Cuando se dispone de un conocimiento adecuado de las cosas es posible manipularlas con éxito. La utilidad de la ciencia es una consecuencia de su objetividad; sin proponerse necesariamente alcanzar resultados aplicables, la investigación los provee a la corta o a la larga. La sociedad moderna paga la investigación porque ha aprendido que la investigación rinde. Por este motivo, es redundante exhortar a los científicos a que produzcan conocimientos aplicables: no pueden dejar de hacerlo. Es cosa de los técnicos emplear el conocimiento científico con fines prácticos, y los políticos son los responsables de que la ciencia y la tecnología se empleen en beneficio de la humanidad. Los científicos pueden, a lo sumo, aconsejar acerca de cómo puede hacerse uso racional, eficaz y bueno de la ciencia. La técnica precientífica era primordialmente una colección de recetas pragmáticas no entendidas, muchas de las cuales desempeñaban la función de ritos mágicos. La técnica moderna es, en medida creciente —aunque no exclusivamente—, ciencia aplicada. La ingeniería es física y química aplicadas, la medicina es biología aplicada, la psiquiatría es psicología y neurología aplicadas; y debiera llegar el día en que la política se convierta en sociología aplicada. Pero la tecnología es más que ciencia aplicada: en primer lugar porque tiene sus propios procedimientos de investigación, adaptados a circunstancias concretas que distan de los casos puros que estudia la ciencia. En segundo lugar, porque toda rama de la tecnología contiene un cúmulo de reglas empíricas descubiertas antes que los principios científicos en los que —si dichas reglas se confirman— terminan por ser absorbidas. La tecnología no es meramente el resultado de aplicar el conocimiento científico existente a los casos prácticos: la tecnología viva es esencialmente, el enfoque científico de los problemas prácticos, es decir, el tratamiento de estos problemas sobre un fondo de conocimiento científico y con ayuda del método científico. Por eso la tecnología, sea de las cosas nuevas o de los hombres, es fuente de conocimientos nuevos. La conexión de la ciencia con la tecnología no es por consiguiente asimétrica. Todo avance tecnológico plantea problemas científicos cuya solución puede consistir en la invención de nuevas teorías o de nuevas técnicas de investigación que conduzcan a un conocimiento más adecuado y a un mejor dominio del asunto. La ciencia y la tecnología constituyen un ciclo de sistemas interactuantes que se alimentan el uno al otro. El científico torna inteligible lo que hace el técnico y éste provee a la ciencia de instrumentos y de comprobaciones; y lo que es igualmente importante el técnico no cesa de formular preguntas al científico añadiendo así un motor externo al motor interno del progreso científico. La continuación de la vida sobre la Tierra depende del ciclo de carbono: los animales se alimentan de plantas, las que a su vez obtienen su carbono de lo que exhalan los animales. Análogamente la continuación de la civilización moderna depende, en gran medida del ciclo del conocimiento: la tecnología moderna come ciencia, y la ciencia moderna depende a su vez del equipo y del estímulo que le provee una industria altamente tecnificada. Pero la ciencia es útil en más de una manera. Además de constituir el fundamento de la tecnología, la ciencia es útil en la medida en que se la emplea en la edificación de concepciones del mundo que concuerdan con los hechos, y en la medida en que crea el hábito de adoptar una actitud de libre y valiente examen, en que acostumbra a la gente a poner a prueba sus afirmaciones y a argumentar correctamente. No menor es la utilidad que presta la ciencia como fuente de apasionantes rompecabezas filosóficos, y como modelo de la investigación filosófica. En resumen, la ciencia es valiosa como herramienta para domar la naturaleza y remodelar la sociedad; es valiosa en sí misma, como clave para la inteligencia del mundo y del yo; y es eficaz en el enriquecimiento, la disciplina y la liberación de nuestra mente. La ciencia, su método y su filosofía
Cap. 3. Inventario de las principales características de la ciencia fáctica Mario Bunge Buenos Aires: Siglo Veinte, 1960. La ciencia, su método y su filosofía contiene cuatro ensayos tomados, con algunas modificaciones, del libro del autor Metascientific Queries (Springfield, Ill. Charles C. Thomas, 1959). Los cuatro fueron publicados aisladamente en castellano, pero son hoy difíciles de hallar: el primero por la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires (1958), el segundo por la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad (1958), el tercero por la Universidad Nacional de México (1958) y el cuarto por la revista Ciencia e Investigación (13, 244, 1957). |
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AutorLeonardo Pittamiglio ArchivosCategorias
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