Henri de Saint-Simon (1760-1825)Entre los precursores que cita Comte en su breve catálogo de filósofos cuyo pensamiento ha influído en la constitución de la Sociología no figura el nombre de aquel que, sin duda alguna, ejerció una acción personal e intelectual más directa sobre su espíritu: el conde de Saint-Simon. Perteneciente a la aristocracia del antiguo Régimen, y habiendo transcurrido la mayor parte de su existencia durante el siglo XVIII—Saint-Simon nació en París el 17 de octubre de 1760; su vida se prolongaría hasta 1825—, este pensador representa, en efecto, el eslabón entre los enciclopedistas y el fundador de la Sociología, que lo proclamaba maestro suyo [...]. Situada, pues, en el gozne de dos siglos, la vida de Saint-Simon dominaba ambas vertientes, y estaba cargada de experiencias. Había participado en las luchas de emancipación de la América del Norte, y había asistido a la Revolución francesa, a la que saludó con alborozo, no hallando en ella otro motivo de crítica sino el de no haber profundizado bastante en la deducción de las consecuencias implícitas en sus principios, extrayendo sus últimas posibilidades. [...]. Saint-Simon había recogido de los enciclopedistas la preocupación de coronar el edificio de las Ciencias con una Física social o teoría positiva de la sociedad. La Gran Revolución —que se produjo cuando él era ya un hombre maduro— vino a completar sus ideas, de un corte sociológico todavía confuso, pero cargadas de futuro dentro de su carácter asistemático y precientífico. Por lo pronto, ya él atribuye a la Física social la misión de poner término a la terrible crisis en que había caído la sociedad, anticipando o, mejor dicho, fundando resueltamente un punto de vista cuya radicalidad para nuestra disciplina nunca se habrá ponderado bastante. Percibe también que las realidades sociales sólo pueden captarse en la participación activa, y desde dentro; y en este hecho basa, hasta cierto punto, la posibilidad y perspectivas de aquella misión salvadora frente al caos. Por eso, su atención está más enfocada hacia el futuro que hacia el pasado o el presente. “La Filosofía del siglo XVIII ha sido revolucionaria; la Filosofía del siglo XIX debe organizar.” “La reorganización social está reservada al siglo XIX”, repite. Y ¿cuáles serán los rasgos del nuevo orden? Deberá “combinar la asociación en interés de la mayoría de los asociados”. Se trata de producir una integración que incorpore el pueblo a la Sociedad, asociándolo con sus jefes en calidad de colaborador y no como mero súbdito. Aspírase en definitiva a una organización igualitaria, de la que se excluyan no sólo todos los privilegios procedentes del nacimiento, sino en general toda especie de privilegio, ya que el principio de la asociación sustituirá en ella al principio de la dominación. Dentro de la futura sociedad el criterio decisivo de la organización será el trabajo. “En la industria (entendida en una acepción amplia) residen en último término todas las fuerzas reales de la sociedad”, escribe Saint-Simon en el Catéchisme des Industriels. En una sociedad de trabajadores, por otra parte, todo tiende hacia el orden de modo natural, por cuanto que ella expresa rectamente las verdaderas fuerzas sociales; el desorden proviene siempre de los ociosos... A esta sociedad se llega, según la visión saint-simoniana, en un proceso cuyo desarrollo se explica mediante el juego de las siguientes tendencias que bien pudiéramos caracterizar como leyes sociales: en primer lugar, la tendencia a una continuada extensión del principio de asociación desde grupos humanos muy pequeños, pasando por grupos cada vez mayores, hasta el formado por la humanidad entera; en segundo lugar, la tendencia el progreso en el conocimiento e inteligencia humana, desde las culturas primitivas hasta la civilización superior, progreso que se observa en despliegue paralelo al de la sociedad. Al describirlo, esboza Saint-Simon la ley comtiana de los tres estados, como una de tantas anticipaciones ofrecidas en su pensamiento a la ciencia sociológica. Tales estados serían: feudalismo, revolución y sociedad industrial; o, en otros términos, las formas económicas feudal, liberal y socialista... Puede advertirse, según esto, una comprensión de la dinámica social dentro de estructuras ordenadas. Así como la interpretación del presente a la manera de etapa crítica, abocado a la transición de una fase a otra, transición que, sin embargo, no debe superarse como efecto de ninguna especie de mecanismo externo, sino por obra de un conocimiento adquirido desde dentro y científicamente formulado. [...] Todavía es necesario completar estos rasgos con la indicación de una tercera línea tendencial en el proceso histórico: la del alivio que acompaña el proceso social en cuanto al hecho de la explotación del débil por el fuerte, en el tránsito desde las condiciones de la esclavitud a las de la servidumbre, y de las de ésta a las del asalariado, forma última de explotación que estaría destinada a desaparecer, sustituida por la cooperación. Fuente: Ayala, Francisco. Tratado de sociología. Aguilar, Madrid, 1959. Auguste Comte (1798-1857)Capear el temporal de los cambios ¿Qué tipo de persona podría inventar la sociología? Por supuesto alguien que haya vivido tiempos de cambios trascendentales. Comte (1798-1857) creció en los años inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa, que dio lugar a una radical transformación de su país. Y, si eso no fuera suficiente, otra revolución estaba de camino: las fábricas estaban proliferando en todo el continente europeo, cambiando de manera radical las vidas de toda la población. Del mismo modo que las personas que están bajo una tormenta no pueden evitar hablar del tiempo, aquellos que vivieron en los turbulentos tiempos de Comte fueron profundamente conscientes de los cambios en la sociedad. Atraído desde su pequeña localidad natal por el bullicio de París, Comte se vio rápidamente envuelto en los excitantes acontecimientos de su tiempo. Más que ninguna otra cosa, quería entender el drama humano que se estaba desarrollando a su alrededor. Comte estaba convencido de que una vez poseyeran el conocimiento de la manera en que funcionaba la sociedad, las personas serían capaces de construirse un futuro mejor. Dividió su nueva disciplina en dos partes: cómo se mantiene unida la sociedad (lo que llamó estática social), y cómo cambia la sociedad (dinámica social). A partir de las palabras griegas y latinas que significan «estudio de la sociedad», Comte denominó a su trabajo «sociología». Macionis, John J. y Plummer, Ken. Sociología. Pearson Educación, Madrid. 2011. Habida cuenta del significado que, en todo caso, inviste la constitución de una nueva ciencia como disciplina independiente, se advertirá que la usual atribución a Comte del título de fundador de la Sociología no tiene un mero valor anecdótico ni es siquiera cuestión secundaria. Por de pronto, a él se debe, como sabemos, el nombre de nuestra ciencia, y no podría ignorarse el poder formativo que la denominación comporta cuando se trata de objetos culturales. Pero es que, además, le prestó una primera acuñación cuyos rasgos generales la han dotado de fisonomía permanente y, digámoslo, definitiva. Pues no sólo estableció la posibilidad, legitimidad y urgencia de convertir la materia social en objeto de conocimiento científico, y no sólo impuso a este conocimiento científico un nombre—el de Sociología—luego universalmente aceptado, sino que también fijó los ideales permanentes de la nueva ciencia (en cuanto que se dirige a racionalizar en su movimiento y estructuras la conducta social del hombre) y las condiciones en que puede desenvolverse. Augusto Comte nació en el año 1798, apenas transcurridos los más agudos acontecimientos de la Gran Revolución (“la crisis salutífera cuya principal fase había precedido a mi nacimiento”, según él mismo escribe [...]. Una cabal inteligencia de la obra de Comte exige tener en cuenta, tanto las influencias intelectuales que recibiera, como las influencias ambientales. Con ello se atenderá a un requisito metódico que él mismo hubo de establecer con carácter de generalidad, y que, ante todo, debe ser aplicado a sus propias construcciones. Interesa, pues, consignarlo: toda su generación está dominada por el gran acontecimiento histórico sin el cual —son también palabras suyas—ni la teoría del progreso ni, por consiguiente, la ciencia social hubieran sido posible: la Revolución francesa. [...] En 1818 se produce su fecundo encuentro con Saint-Simon, casi cuarenta años mayor que él, entablándose una amistad que había de tener poderoso influjo en su obra, influjo cuyo alcance ha sido discutido, sin embargo, la raíz del desentendimiento ulterior de ambos pensadores y de las indicaciones del propio Comte, empeñado en negarlo. Mas, con todo, parece indudable que la imaginación vivaz de Saint-Simon actuó como poderoso estimulante sobre el pensamiento de su joven amigo durante los seis años que duró la relación entre ambos; en esa época, Comte se complace en nombrarse discípulo suyo. En 1824 ya se ha separado de él por completo. [...] más tarde tomarían pie varios de sus discípulos para acusar de inconsecuencia a Comte, pretendiendo incompatibilidad entre el sentido de su obra filosófica y el intento, contenido en su Política positiva, de transformar sus resultados en una religión. “He consagrado sistemáticamente mi vida a extraer en último extremo de la ciencia real las bases necesarias de la sana filosofía, según la cual debía construir después la verdadera religión.” En efecto, los diez últimos años de su vida están dedicados a organizar la Religión de la Humanidad. [...] Sin embargo, bajo distintos métodos, hay una fundamental coincidencia en el contenido de ambas fases, y no puede negarse la consecuencia profunda del intento comtiano de rematar en una concepción religiosa el sistema que pretendía fundar la sociedad futura. Es resultado de su concepción acerca de las raíces de la gran crisis de su tiempo. Piensa, en efecto, y con razón, que las instituciones dependen de las costumbres, y éstas de las creencias; y descubre en su época una total anarquía de convicción en todos los aspectos. Las perturbaciones del orden no obedecen a simples causas políticas, sino, más allá de ellas, a inestabilidad intelectual, esto es, a la falta de principios comunes a todos los espíritus, a la carencia de unas creencias universalmente acatadas. La base de toda sociedad se encuentra, en definitiva, en el consenso: acuerdo intelectual en un cuerpo de creencias compartidas. La estabilidad de este cuerpo de creencias es lo que funda la inmovilidad de las civilizaciones del Extremo Oriente, y lo que presta aplomo a las sociedades antiguas, tanto como a la Edad Media cristiana. La autoridad espiritual del Cristianismo es un objeto de admiración y hasta de veneración para Comte, pese a estar convencido de que su cuerpo de creencias ha perdido ya eficacia práctica y se ha hecho incapaz de prestar base al consenso. Pero la presencia de esa realidad, que estudia ampliamente, le estimula a buscar una reorganización de las creencias, sustituyendo la fe revelada por otra fe: la demostrada, capaz de fundar el nuevo consenso. Esta nueva fe había de estar basada en la comprobación de la verdad mediante el método científico —tal como el positivismo lo entiende—. La Religión de la Humanidad es, pues, la natural culminación y cierre del sistema comtiano; lejos de incurrir en la incongruencia de que se le ha acusado, acredita con ella su profundidad y el enorme vigor de sus intuiciones. [...] Para el positivismo sólo es legítimo y firme un conocimiento que transcriba en fórmulas racionales los datos de la experiencia sensible. La realidad no puede ser captada sino a través de los fenómenos y sus relaciones; la comprobación en ellas de regularidades permite desprender sus leyes y apresar así los principios de validez universal que pueden suministrarnos alguna indicación indirecta acerca de su esencia. Comte descubre un dualismo en cuanto a los métodos del pensamiento, pues mientras para una clase de fenómenos se emplea la explicación causal (fenómenos mecánicos, astronómicos, físicos, químicos y hasta biológicos, cuyas leyes se investigan y utilizan), para otros (tales los que tienen su campo en el interior de la conciencia del hombre o en su actuación histórica y social) se emplea la especulación libre que parte de concepciones metafísicas. Ambas actitudes mentales son, sin embargo, incompatibles desde un punto de vista lógico: el conocimiento reclama una perfecta coherencia metódica. Su coexistencia en la realidad, y el hecho de que el primer método aparezca ganando terreno y desplazando al segundo, le conduce hacia su descubrimiento de la célebre ley de los tres estados, cuya primera inspiración debe encontrarse en las ideas de Saint-Simon. Comte la enuncia ya en 1822: “Por la naturaleza misma del espíritu humano, cada rama de nuestros conocimientos está por fuerza sujeta en su marcha a pasar sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico y abstracto y, por último, el estado científico o positivo.” Y al comienzo de su Curso de Filosofía positiva repite en idénticas palabras el enunciado de la “gran ley fundamental” que dice haber descubierto, explicándola todavía así: “En otros términos, el espíritu humano, por su naturaleza, emplea sucesivamente en cada una de sus búsquedas tres métodos de filosofar, cuyo carácter es esencialmente diferente y hasta radicalmente opuesto: primero, el método teológico; luego, el método metafísico, y, por último, el método positivo. De ahí tres clases de filosofías, O de sistemas generales de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos, que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de partida necesario de la inteligencia humana; la tercera, su estado fijo y definitivo; la segunda está sólo destinada a servir de transición.” Debe entenderse que los términos “teológico” y “metafísico” son tomados aquí en una acepción muy particular: el primero, como interpretación de los fenómenos naturales mediante causas sobrenaturales y arbitrarias; el segundo, como una repetición del precedente en términos más pálidos y desvanecidos. Comte trata de demostrar la ley de los tres estados por un doble procedimiento: en primer lugar, remitiéndose a la Historia, donde se evidencia que muchas ramas del saber humano han recorrido las tres etapas, y aquellas que no han alcanzado la positiva siguen, cuando menos, la curva de evolución que conduce a ella: en segundo lugar, remitiéndose a la naturaleza del hombre, que le impone al comienzo una interpreción antropomórfica de la realidad y que, a través de la especialización social, le lleva luego a descubrir las leyes objetivas de esta misma realidad. La clasificación de las ciencias que hace es una aplicación de la Ley de los tres estados, cuyo descubrimiento permitió fundar la Sociología y, con ello, integrar en un conjunto orgánico el saber humano. “En efecto —escribe Comte—, la fundación de la Física social, completando por fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible e incluso necesario resumir los diversos conocimientos adquiridos, llegando entonces a un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos presentándolos como otras tantas ramas de un tronco único...” [...] De igual manera que la Biología distingue el punto de vista anatómico del fisiológico, también la Sociología tiene que separar las condiciones estructurales de una sociedad y las leyes de su movimiento. De aquí las dos grandes partes en que dividió Comte el sistema de la sociología: estática social y dinámica social, división que conserva hasta la fecha su valor metódico y que puede estimarse como un punto de vista adquirido en forma definitiva, sobre todo si no se pretende ver en ella una especie de separación mecánica y artificiosa—contra lo que previene Comte con insistencia—, sino más bien una fecunda duplicidad de enfoques. “El dualismo de estática y dinámica, corresponde con exactitud perfecta, en el sentido político propiamente dicho, a la doble noción de orden y progreso” -escribe. Los tres órdenes principales de consideración sociológica, cada vez más compuestos y especiales, que se encadenan necesariamente, son los relativos a las condiciones generales de existencia social del individuo, de la familia y de la sociedad propiamente dicha, o sea la sociedad total. El individuo como tal no tiene existencia para la Sociología, ni siquiera realidad en sí mismo. En él se manifiesta esencialmente la sociabilidad en forma espontánea, en virtud de una tendencia instintiva a la vida en común, con independencia de todo cálculo personal y a veces contrariando los más enérgicos intereses individuales. Pero el espíritu científico no puede contemplar la sociedad humana como si en verdad estuviera compuesta de individuos. La verdadera unidad social consiste sólo en la familia, cuando menos reducida a la pareja elemental que constituye su principal base. [...] En cambio, la dinámica, definida como la ciencia del movimiento necesario y continuo de la Humanidad, ocupa ampliamente la atención de Comte, según era de prever, habida cuenta de su concepción de la Sociología dentro de unos supuestos de Filosofía de la Historia. Está centrada en la idea del progreso del género humano, cuyas leyes sociales pretende esclarecer, y parte del supuesto de una Humanidad única, O por mejor decirlo, unificada en la línea del progreso que es su principio motor. Pues la contradicción de tal supuesto con el hecho—que él mismo establece— de la presencia de grupos humanos aislados entre sí, y de la evidente diferencia de razas, queda salvada mediante una referencia a la unidad del proceso civilizador. “Para fijar más convenientemente las ideas importa establecer de antemano, por una indispensable abstracción científica, siguiendo el juicioso artificio instituido con fortuna por Condorcet, la hipótesis necesaria de un pueblo único, al que se transportarían idealmente todas las modificaciones sociales consecutivas observadas con efectividad en poblaciones distintas. Esta ficción racional se aleja mucho menos de la realidad de lo que suele suponerse: pues, desde el punto de vista político, los verdaderos sucesores de tal o cual pueblo son ciertamente aquellos que, utilizando y prosiguiendo sus esfuerzos primitivos, han prolongado sus progresos sociales, cualquiera que sea el suelo que habiten e incluso la raza de que provengan” (Curso, tomo 1V). Y más adelante (tomo V), al estudiar el proceso social en la Historia, razona la restricción lógica que le obliga a “concentrar esencialmente nuestro análisis científico sobre un sola serie social, es decir, a considerar exclusivamente el desarrollo efectivo de las poblaciones más avanzadas, descartando con escrupulosa perseverancia toda vana e irracional digresión sobre los otros diversos centros de civilización independiente, cuya evolución se ha detenido por cualquier causa en un estado más imperfecto... Nuestra exploración histórica deberá quedar casi únicamente reducida a la selección o a la vanguardia de la Humanidad, comprendiendo a la mayor parte de la raza blanca, o las naciones europeas, y hasta limitándonos para mayor precisión, sobre todo en los tiempos modernos, a los pueblos de la Europa occidental”. Sin la teoría del progreso no podría explicarse de ningún modo la dinámica social dentro de la sociología comtiana; ésta reposa [en la] ley de los tres estados que es la verdadera armadura de todo su pensamiento. “El verdadero principio científico de una tal teoría, me parece que consiste en la gran ley filosófica que yo he descubierto en 1822 sobre la sucesión constante e indispensable de los tres estados generales, primitivamente teológico, transitoriamente metafísico, y finalmente positivo, por los cuales pasa siempre nuestra inteligencia en un género cualquiera de especulación.” El progreso es, pues, concebido en su base como progreso intelectual, y se funda en la esencial condición humana, no perjudicada por cualesquiera variedades; se realiza, sobre la articulación de los tres estados, en una línea única de evolución sin la cual no sería posible interpretar la historia de la Humanidad como “marcha social hacia un término definido, aunque nunca alcanzado, por una serie de etapas determinadas necesariamente”. Ese término es “la unidad moral y religiosa de todos los hombres”. [...] Fuente: Ayala, Francisco. Tratado de sociología. Aguilar, Madrid, 1959. Francisco Ayala, España, 1906-2009.
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Octubre 2020
AutorLeonardo Pittamiglio |